La caja llegó un jueves por la tarde, todavía tibia del sol. Era de mis padres, que viven a casi mil kilómetros. En la etiqueta decía: “Para Lucía, con todo nuestro amor. Feliz cumpleaños, mi cielo.”
Lucía, que acababa de cumplir ocho años, abrió el paquete con esa mezcla de emoción y torpeza infantil. El papel crujió. Adentro, perfectamente doblado, había un vestido amarillo, de un tono cálido, suave, casi idéntico al que yo misma usé en mis fotos de cumpleaños cuando tenía su edad.
—¡Es precioso! —dijo ella al principio, tocando la tela con las yemas de los dedos.
Pero antes de que pudiera levantarlo del todo, se quedó rígida. La vi tensarse como si alguien la hubiera llamado por su nombre desde un lugar invisible. Su sonrisa se deshizo tan rápido que por un segundo pensé que la imaginaba.
—¿Qué es esto, mamá? —susurró.
Bajé la mirada al vestido. Y lo entendí.
Sentí cómo el aire se volvía pesado, como si el salón de repente careciera de oxígeno. El vestido, idéntico al mío, tenía algo más: una costura interior descosida, justo en el forro, donde se asomaba una marca oscura, casi imperceptible. Cuando tiré suavemente del borde, salió un pequeño sobre arrugado, de papel fotográfico antiguo.
Dentro había una foto. Una foto que no debió estar allí. Una foto que jamás se tomó con ese vestido.
Yo no lloré. No podía. Tampoco grité. Simplemente actué. Guardé la foto en mi bolsillo, tomé a Lucía de los hombros y le pedí que fuera a su cuarto “a probarse otra cosa”. Ella me miró dudando, pero obedeció.
Cuando estuvo fuera de vista, me quedé mirando el vestido amarillo extendido sobre la mesa. Mis padres no sabían nada, era imposible que ellos… pero aun así, alguien había puesto aquella foto allí, alguien que conocía un capítulo de mi vida que yo había intentado enterrar durante veinte años.
Esa noche casi no dormí. El vestido seguía sobre la mesa del comedor, como un animal dormido al que no quería tocar. La foto, guardada bajo mi almohada, parecía emitir calor, como si todavía conservara la electricidad del instante en que fue tomada.
A las seis de la mañana, mi teléfono comenzó a sonar. Una vez, dos veces, veinte veces.
Siempre el mismo número.
Un número que yo conocía.
Y en ese momento supe que el pasado no solo había vuelto: venía por nosotras.
No contesté las primeras llamadas. Ni la quinta ni la décima. Me quedé sentada en la orilla de la cama, con el teléfono vibrando entre mis manos. El número seguía parpadeando: no había cambiado en veinte años. Eso, en sí mismo, decía demasiado.
Lucía seguía dormida, abrazada a su muñeca. Su respiración calma contrastaba con el vértigo que me revolvía el estómago. La foto bajo mi almohada parecía un imán que tiraba hacia abajo, obligándome a enfrentarla. La saqué de nuevo.
En la imagen aparecía yo, a los ocho años, con el mismo vestido amarillo. Mi postura era rígida, mi boca no sonreía. Y junto a mí, con la mano en mi hombro, estaba Él. Su rostro medio fuera de cuadro, pero reconocible. Demasiado reconocible.
Hacía veinte años que no sabía de él. Veinte años desde la última vez que alguien me creyó cuando conté lo que había pasado en aquella casa donde me dejaban después del colegio. Él era “amigo de la familia”, alguien en quien mis padres confiaban ciegamente. Y cuando todo salió a la luz, él desapareció antes de que la policía pudiera interrogarlo.
Pensé que se había ido del país, que nunca más sabría de él.
Pero ahora esa foto estaba dentro del vestido de mi hija.
A las seis y veinte, el teléfono dejó de sonar. El silencio fue incluso peor. Me vestí rápido y bajé al comedor. El vestido seguía allí. Respiré hondo y lo guardé en una bolsa. Luego, tomando fuerzas, volví a mi móvil y llamé yo. Con el pulso acelerado, esperé.
—Sabía que ibas a devolverme la llamada —dijo una voz masculina, ligeramente envejecida.
Sentí un sudor frío.
—¿Qué quieres?
—Solo asegurarme de que recibiste mi mensaje. No esperaba que tus padres todavía guardaran aquel vestido. Ha envejecido bien. Igual que tú.
Me quedé muda. Él rió suavemente, como si estuviéramos hablando del clima.
—Ella se parece tanto a ti —añadió con un tono que me heló la sangre—. Pensé que sería lindo que tuviera algo tuyo. Algo… compartido.
Mi cuerpo entero reaccionó con un impulso animal.
—Si te acercas a mi hija, juro que—
—Tranquila. No soy tan imprudente —interrumpió—. Solo me pregunto si ya le contaste quién eres realmente. Lo que pasó realmente.
La rabia me nubló la vista.
—No te atrevas…
—¿Y si voy a visitarte? Sería como los viejos tiempos. Tú con tu vestido amarillo. Tu niña con el suyo. Tres generaciones de recuerdos.
Colgó.
Me quedé escuchando el tono muerto, incapaz de moverme.
Pensé en ir a la policía. Pero ¿qué diría? ¿Que alguien había escondido una foto antigua en un vestido infantil? ¿Que un hombre al que jamás condenaron, y al que nunca pudieron localizar, había llamado de un número que no se usaba desde hacía dos décadas?
Tenía que proteger a Lucía. Y para eso entendí que debía enfrentar algo que jamás había tenido el valor de mirar de frente.
Tomé las llaves.
Desperté a mi hija con suavidad.
Y salimos antes de que el sol terminara de subir.
No sabía exactamente adónde ir, solo sabía que no podíamos quedarnos. Manejé durante casi una hora hacia las afueras de la ciudad, donde vivía mi amiga Clara, la única persona a quien había contado la verdad en su momento. Llegamos antes de que ella saliera a trabajar. Cuando abrió la puerta y me vio con Lucía medio dormida sobre mi hombro, entendió que era algo serio.
—Pasa. Cuéntamelo todo —dijo sin preguntar más.
Le mostré el vestido, la foto, le relaté la llamada. Ella escuchó sin interrumpir, con los labios apretados. Cuando terminé, su expresión era una mezcla de furia y preocupación.
—Esto no es casualidad —dijo—. Alguien tuvo que tener acceso al paquete, al vestido, a tus padres. Y él… él nunca estuvo tan lejos como pensábamos.
Sabía que tenía razón. Lo había presionado todo este tiempo: el silencio de mis padres al tema, la ausencia de un cierre judicial, la forma en que yo siempre cambiaba de tema cuando Lucía preguntaba por fotos antiguas.
Decidimos que Lucía se quedara con Clara mientras yo iba a hablar con mis padres. Ellos no entendían por qué los había llamado tan temprano, pero aceptaron verme. Cuando llegué, mi madre ya estaba en el porche, nerviosa.
—¿Todo bien con el vestido? —preguntó.
—¿Dónde lo compraste? —fue lo único que pude decir.
Mi madre frunció el ceño.
—No lo compré. Le pedí a una antigua conocida que lo hiciera. Pensé que sería bonito que Lucía tuviera algo parecido al que tú usaste.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Quién?
—La hermana de él —dijo mi madre, sin imaginar el terremoto que acababa de provocar—. Dijo que había retomado la costura. No pensé que habría problema.
Sentí que el piso se hundía bajo mis pies.
—¿Sabes que su hermano intentó…?
—No quiero hablar de eso otra vez —me cortó en seco—. Lo “malinterpretaste” de niña.
Y ahí comprendí por qué todo había sido tan fácil para él. Por qué nadie me había creído entonces. Por qué podía volver ahora, sin miedo.
Pero yo ya no era esa niña.
Salí de la casa sin despedirme y conduje directo a la comisaría. No pedí permiso ni esperé turno. Apoyé la foto sobre el mostrador y, con la voz más firme que he tenido en mi vida, dije:
—Quiero denunciar a esta persona. Está acosando a mi hija y a mí. Y esta vez no voy a callarme.
El agente tomó la foto, la miró con atención, pidió el número desde el cual me había llamado y empezó a hacer preguntas. Muchas. Por primera vez, alguien me escuchaba sin dudar.
Cuando salí, recibí un mensaje. Un solo texto:
“No deberías haber hecho eso.”
Pero ya no me temblaron las manos.
Llamé a Clara, le pedí que abrazara a Lucía por mí y conduje hacia la dirección que el agente me había dicho: el lugar donde habían rastreado la última señal del teléfono de ese hombre.
Esta vez, decidí, no iba a huir.
Esta vez, iba a terminar lo que él había empezado hace veinte años.



