Me dejó plantada en medio del aguacero, a treinta y siete kilómetros de casa. “Quizás la caminata te enseñe algo de respeto”, escupió antes de arrancar el coche y desaparecer entre los pinos que bordeaban la carretera nacional. El sonido del motor se mezcló con el retumbar del trueno, y durante unos segundos me quedé inmóvil, empapada hasta los huesos, tratando de entender si aquello estaba realmente ocurriendo.
Era mediados de octubre, y la lluvia caía como si el cielo quisiera borrar todo lo que existía. El aire olía a tierra mojada y a rabia. Llevaba una mochila ligera, con una botella de agua, una chaqueta fina y mi teléfono —que en ese momento marcaba un 7% de batería y sin cobertura. Perfecto.
Durante ocho meses había estado entrenando: correr al amanecer, cargar peso, aprender a orientarme sin GPS. No porque previera este abandono cruel, sino porque necesitaba una meta, algo que me devolviera el control después de años de soportar los arrebatos de Javier. Mi pareja, mi verdugo emocional. Lo suyo no eran los golpes visibles, sino los silencios, los desprecios, las humillaciones que se acumulaban como piedras en el pecho.
Empecé a andar, al principio con pasos torpes, intentando mantener la calma. La carretera secundaria serpenteaba entre viñedos desnudos y campos de olivos que parecían fantasmas bajo la tormenta. Cada paso resonaba como una afirmación: No volveré.
A los pocos kilómetros, el agua había convertido el camino en un río de barro. Mis zapatillas pesaban el doble, y la ropa se pegaba al cuerpo como una segunda piel helada. Pero algo dentro de mí ardía. Recordé las veces que Javier me había dicho que sin él yo no sabría ni encontrar la estación de tren. Sonreí con ironía. Aquel día aprendería lo contrario.
Pasé por un pequeño pueblo —Villalba del Río—, donde las luces parpadeaban en las ventanas cerradas. Una anciana me miró desde su portal y me ofreció una toalla vieja. “¿Todo bien, hija?”, preguntó. No supe qué responder. Solo dije: “Sí, todo bien”, y seguí caminando.
Cuando la tormenta amainó, la luna apareció entre las nubes, iluminando el asfalto. Me dolían los pies, pero no me importaba. Por primera vez en años, tenía una dirección que dependía solo de mí: volver a casa, por mis propios medios.
El amanecer me encontró caminando por la carretera que unía Burgos con Aranda de Duero. La lluvia había cesado, dejando en el aire ese olor limpio que precede a la claridad. Mis manos temblaban por el frío, pero cada kilómetro que dejaba atrás era un trozo de pasado que se disolvía.
La primera gasolinera apareció como una promesa. Entré buscando un café caliente y, sobre todo, un enchufe. El encargado, un hombre de unos cincuenta años con barba gris, me miró sorprendido. “¿Vienes sola a pie desde ahí atrás? Eso son muchos kilómetros.” Asentí, sin querer entrar en detalles. Me ofreció un termo con café y una manta.
Mientras el vapor del café me devolvía la sensación en los dedos, revisé el móvil: aún sin cobertura. Era mejor así. No quería ver su nombre en la pantalla. Ni sus disculpas, ni su rabia, ni sus promesas huecas.
Seguí caminando hasta que el sol alcanzó el cenit. Los músculos ardían, pero cada paso era un triunfo pequeño. Empecé a pensar con claridad. Recordé cómo todo había empezado: las flores, las cartas, las palabras dulces… y luego, las primeras grietas. Los celos disfrazados de preocupación, las críticas envueltas en bromas, los “yo solo quiero lo mejor para ti”.
El segundo día fue peor. Ampollas en los pies, el cuerpo exhausto. Pero ya no podía detenerme. Me alojé en una pensión barata de un pueblo perdido, donde una pareja de ancianos me ofreció sopa y conversación. Les dije que iba a casa, y me desearon suerte sin hacer preguntas.
Mientras me acostaba en la cama dura, pensé en todo lo que había soportado: las discusiones interminables, el aislamiento de mis amigos, la versión de mí que se había ido encogiendo para caber en su mundo. Pero ahora, cada paso era una reconstrucción.
El tercer día amaneció con sol. El viento soplaba fresco, y por primera vez en mucho tiempo sentí algo parecido a la libertad. En un pequeño puente sobre el río Arlanza, me detuve. Saqué el móvil, que por fin mostraba una barra de señal. Tenía doce llamadas perdidas de Javier. Y un mensaje: “Vuelve. No puedo estar sin ti.”
Lo borré sin leerlo completo. Luego, apagué el teléfono y lo tiré al agua.
Llegué a casa al atardecer del cuarto día. Mi ropa estaba hecha trizas, mis pies cubiertos de heridas, pero mis ojos brillaban con algo nuevo: determinación. El edificio donde vivía parecía más pequeño, más inofensivo que nunca. Subí las escaleras, abrí la puerta y respiré el aire familiar, ahora distinto.
Esa noche dormí profundamente, sin pesadillas. Al despertar, el silencio de la casa me abrazó en lugar de oprimirme. Me preparé un café, abrí las ventanas y dejé que la luz llenara cada rincón. Me di cuenta de que no quería irme a ningún otro sitio. Quería reconstruir mi vida ahí, en mi propio terreno.
Empecé por llamar a mi madre, con quien no hablaba desde hacía meses. Lloramos juntas, sin necesidad de palabras. Luego, envié un correo a la empresa donde había dejado de trabajar por “decisión conjunta” de Javier. Me respondieron al día siguiente: “Si quieres, tu puesto sigue disponible.”
Pasaron las semanas. Recuperé el ritmo, la risa, los pequeños placeres. Me uní a un grupo de senderismo, empecé a escribir mis experiencias y a conocer gente nueva. Cuando hablaba de aquel día bajo la lluvia, no lo hacía con odio, sino con gratitud. Aquella caminata fue el punto de inflexión que me devolvió la vida.
Un mes después, Javier apareció en la puerta. Tenía ojeras y una expresión de falsa culpa. “Solo quiero hablar”, dijo. Pero yo ya no era la misma. Lo miré con calma y respondí: “Ya no tengo nada que decirte.” Cerré la puerta. Escuché sus pasos alejarse por el pasillo y supe que no volvería.
Esa noche salí a caminar bajo una llovizna suave. Esta vez, no era castigo ni huida. Era elección. Cada gota que caía me recordaba que había sobrevivido. Que había aprendido a caminar sola.
Desde entonces, cuando alguien me pregunta cómo empezó mi nueva vida, respondo siempre lo mismo:
“Con una tormenta, treinta y siete kilómetros de distancia, y la decisión de no mirar atrás.”



