Tengo casi sesenta años, y después de seis años de matrimonio, mi esposo —treinta años menor que yo— todavía me llama “mi pequeña esposa”. Cada noche insiste en que beba un vaso de agua antes de dormir. Una noche, me escabullí hacia la cocina y quedé atónita al descubrir un plan escalofriante…

Me llamo Elena Moreau y tengo cincuenta y nueve años. Hace seis años me casé con Daniel Keller, un joven arquitecto alemán treinta años menor que yo. Todos decían que el amor no conocía edad, y durante un tiempo quise creerlo. Daniel me llamaba “mi pequeña esposa”, y aunque la expresión me sonaba infantil, su voz suave la convertía en una especie de caricia. Vivíamos en una casa moderna en las afueras de Marsella, donde el aire olía a pino y a sal.

Desde el principio, Daniel insistió en una costumbre peculiar: cada noche, antes de dormir, debía beber un vaso de agua que él mismo me preparaba. Decía que era por mi salud, para mantenerme hidratada. Al principio me pareció un gesto tierno, hasta que empecé a notar cosas extrañas.

Algunas mañanas me despertaba con un sabor metálico en la boca, y una especie de niebla mental que me impedía recordar los detalles del día anterior. Daniel lo atribuía a mi edad. “El cuerpo cambia, pequeña esposa”, decía sonriendo, mientras me acariciaba el cabello. Pero un día, al revisar el calendario, descubrí que había pasado casi una semana sin haber salido de casa. No recordaba haber cocinado, ni hablado con nadie. Solo tenía vagas imágenes: la luz del pasillo, la voz de Daniel diciéndome que descansara.

Esa noche, fingí beber el agua. Cuando él se durmió, bajé a la cocina. El reloj marcaba las dos de la mañana. Todo estaba ordenado, como siempre. Abrí el frigorífico: botellas de vino blanco, verduras, y una jarra transparente con agua. Observé que en el fondo había un leve sedimento blanco, casi imperceptible. Me temblaban las manos. Busqué mi teléfono, pero no estaba donde lo había dejado. Entonces oí un ruido: un cajón que se cerraba en el despacho de Daniel.

Me acerqué sigilosamente y, a través de la rendija de la puerta, lo vi. Daniel estaba revisando una carpeta con mi nombre: “Elena – seguimiento”. Dentro había hojas con anotaciones médicas, horarios de medicación y fotografías mías dormida. En la esquina superior, una palabra subrayada en rojo: “Control cognitivo – etapa final”.
Sentí que el aire se me escapaba del pecho. Mi esposo, mi joven y atento Daniel, me estaba dosificando algo cada noche.

Y esa jarra de agua era solo el principio.

No dormí esa noche. Cuando Daniel se levantó, fingí normalidad. Le serví café, sonreí, y hasta le agradecí su preocupación por mi salud. Por dentro, un torbellino me quemaba. Necesitaba entender qué estaba haciendo conmigo.

Durante el día, mientras él trabajaba en su estudio, rebusqué en la casa. En el escritorio encontré una llave pequeña dentro de un sobre. Abría una puerta del sótano, un lugar donde nunca entraba porque él decía que guardaba “herramientas peligrosas”. Bajé las escaleras con el corazón en la garganta.

El aire era denso, mezclado con el olor del metal. En una mesa había tubos de ensayo, cajas de medicamentos y frascos etiquetados en alemán: Memorin, Clorazet, Neurofix. En un rincón, una computadora mostraba gráficos con mi nombre y una línea que descendía semana tras semana: “capacidad de retención – 38%”.

Abrí un archivo. Era un correo dirigido a alguien llamado Dr. Heinrich Bauer. Daniel escribía:

“El sujeto muestra pérdida de memoria leve, aún conserva autonomía. Dosis nocturna ajustada. Resultados prometedores.”

El sujeto. Así me llamaba. Yo era su experimento.

Todo encajó de golpe: los olvidos, la somnolencia, los días borrados de mi mente. Recordé que Daniel había trabajado en un laboratorio farmacéutico antes de dedicarse a la arquitectura. Había mencionado, vagamente, un proyecto sobre neuroplasticidad y control conductual.

Cuando escuché su coche volver, cerré todo y volví arriba. Esa noche, cuando me ofreció el vaso de agua, sonreí y bebí solo un sorbo. Guardé el resto en una botella que escondí bajo la cama.

Durante los días siguientes, fingí obediencia mientras analizaba la sustancia en una farmacia cercana. El químico que me atendió se sorprendió:
—¿Dónde consiguió esto? —me preguntó.
—Mi marido me lo da todas las noches —respondí.
Él bajó la voz.
—Esto no es agua. Es un tranquilizante experimental. Algunos laboratorios lo usan para inducir estados de sumisión. Está prohibido en ensayos humanos.

Salí de allí temblando. Daniel, el hombre que me decía “pequeña esposa”, me estaba borrando poco a poco.

Tenía que actuar antes de que mi mente se deshiciera por completo. Pero, ¿cómo enfrentarlo sin que sospechara?

La noche siguiente, cuando me ofreció el vaso, le pedí que bebiera conmigo. Sonrió, pero su mirada cambió apenas un instante. Comprendí entonces que él sabía que yo sabía. Y en ese momento, el verdadero peligro comenzó.

Los días siguientes fueron una farsa silenciosa. Fingíamos cariño, pero cada gesto era una trampa. Yo seguía guardando las dosis que me ofrecía; él, cada vez más inquieto, comenzaba a observarme con frialdad científica.

Decidí contactar a Sophie, mi sobrina, una periodista en París. Le conté todo en un mensaje cifrado. Le pedí que no respondiera, solo que viniera. Ella llegó dos días después, haciéndose pasar por una visita familiar.

Mientras Daniel salía al trabajo, bajamos al sótano y grabamos todo: los frascos, los correos, las muestras. Sophie lloraba mientras filmaba. “Esto es un crimen, tía”, decía. Yo apenas podía sostenerme en pie. El miedo me había envejecido diez años más.

Esa noche, cuando Daniel regresó, la tensión era insoportable. Me sirvió el agua como siempre, pero esta vez la puso directamente en mis manos.
—Bebe, pequeña esposa. Lo necesitas.
—¿Por qué no bebemos juntos? —le respondí.

Su sonrisa se desmoronó. El silencio que siguió fue largo y helado. Entonces, con voz tranquila, dijo:
—No lo entiendes, Elena. No es veneno. Es protección. Tú fuiste voluntaria.

Sus palabras me golpearon. “¿Voluntaria?” Rebusqué entre mis recuerdos y algo surgió: una firma en un documento, hace seis años, cuando empezamos a salir. Él me había pedido participar en un estudio “para mejorar la memoria en mujeres mayores”. Yo, enamorada, confié.

Daniel continuó:
—Aceptaste. Dijiste que querías mantenerte joven, lúcida. Lo hicimos juntos. Pero cuando los efectos comenzaron, te volviste impredecible. Tenía que controlarlo.

Yo lo miré, incrédula. No había locura en su tono; hablaba como un investigador justificando su experimento. En ese instante, Sophie apareció desde el pasillo, con la cámara encendida.
—Todo está grabado —dijo con firmeza—. Ya basta, Daniel.

Él intentó arrebatarle la cámara, pero tropezó con la mesa. El vaso se rompió en mil pedazos. Entre los cristales, el agua formó un pequeño charco.
Cuando la policía llegó —alertada por Sophie antes de entrar—, Daniel no opuso resistencia. Solo repitió una frase:
—Yo la amaba. Quería protegerla de sí misma.

Meses después, testifiqué en el juicio. Los médicos confirmaron que había ingerido durante años microdosis de un sedante experimental. Mi cuerpo se recuperó, pero mi mente guarda lagunas que nunca volveré a llenar.

A veces, cuando bebo un vaso de agua antes de dormir, todavía escucho su voz: “Pequeña esposa, esto es por tu bien.”
Y entonces recuerdo que el amor, cuando se disfraza de cuidado, puede ser el veneno más sutil de todos.