“¡No entres! ¡Llama a tu padre ahora! ¡Hay alguien esperando detrás de esa puerta!”
La voz de la anciana me atravesó como una cuchilla. Me agarró la muñeca con una fuerza sorprendente mientras yo subía los escalones con mi bebé en brazos. Su mirada clavada en mi casa oscura parecía la de alguien que acababa de ver un crimen.
Yo solté una risa nerviosa, intentando quitarle importancia.
—Señora… mi padre murió hace ocho años.
Ella no parpadeó. Sus dedos se apretaron más.
—Entonces… ¿por qué todavía responde?
Me quedé helada. El aire de la noche se volvió pesado. Sentí a mi hijo moverse, incómodo, como si hubiera notado mi miedo.
—¿De qué está hablando?
La anciana tragó saliva y bajó la voz.
—Ese número… el número de tu padre. Yo lo conozco. Lo escuché hace una hora. Y lo escuché desde dentro.
Me reí otra vez, pero esta vez mi risa sonó falsa, casi desesperada.
—Eso es imposible.
Ella soltó mi muñeca lentamente, como si ya hubiera dicho todo lo que podía.
—Llama. Ahora. Y no abras la puerta hasta que lo hagas.
Yo miré mi casa: las ventanas negras, la puerta principal apenas iluminada por el farol. Me dije que era una loca. Pero algo en sus ojos… algo demasiado real, demasiado humano, me hizo obedecer.
Saqué el móvil con la mano temblorosa. El número de mi padre seguía guardado: “Papá”.
“¿Qué ridículo estoy haciendo?”, pensé. Pero marqué.
Un tono.
Dos tonos.
Tres tonos.
Y entonces… alguien contestó.
—¿Hola? —dijo una voz masculina, áspera, con una respiración lenta, como si estuviera pegado al teléfono.
Se me cerró la garganta.
—¿Quién es…?
El hombre no respondió a eso. Solo dijo una frase, clara, seca, como un aviso.
—No abras la puerta. Él ya subió contigo.
Y la llamada se cortó.
En ese mismo instante, mi bebé dejó escapar un llanto ahogado. Y sentí… un leve peso detrás de mí, como si alguien estuviera de pie en el último escalón, respirando muy cerca.
Me giré de golpe, casi perdiendo el equilibrio. No había nadie. Solo la escalera vacía, el jardín silencioso y la calle con un par de coches estacionados. La anciana seguía allí, inmóvil, mirándome como si esperara que yo confirmara su peor miedo.
—¿Qué te dijo? —preguntó sin rodeos.
Yo intenté hablar, pero el pecho me ardía como si hubiera corrido kilómetros.
—Dijo… que no abriera la puerta. Que alguien ya subió conmigo.
La anciana cerró los ojos, como si eso fuera exactamente lo que temía.
—Escúchame, hija. Yo vivo en el edificio de enfrente. Desde mi ventana veo tu entrada. Vi a un hombre acercarse cuando tú estabas bajando del taxi.
—¿Un ladrón? —murmuré.
—No sé qué es. Pero vi que se pegó a la sombra, detrás del coche rojo, y luego… se movió cuando tú cargabas al bebé. Como si te siguiera el paso, aprovechando tu ángulo muerto.
Mi corazón latía tan fuerte que me dolían las sienes. Recordé que al bajar del taxi mi bebé lloraba y yo revisé el bolso, las llaves, el chupete… Nunca miré atrás.
—¿Y por qué me pidió que llamara al número de mi padre? —le pregunté.
La anciana se aclaró la garganta.
—Porque vi algo que me heló la sangre. El hombre… cuando tú te acercaste a la puerta… sacó un teléfono y llamó. Y en la pantalla, desde mi ventana… alcancé a leer un nombre. Decía “Papá”.
Se me aflojaron las piernas.
—Eso no puede ser… —susurré—. Ese contacto solo lo tengo yo.
La anciana asintió.
—Entonces alguien te está observando desde hace tiempo.
Sentí el mundo girar. La puerta seguía ahí, cerrada. Dentro, mi casa estaba oscura. Yo había venido tarde de visitar a mi hermana. Mi marido, Javier, estaba de viaje por trabajo. Estaba sola… y de pronto entendí que entrar era lo más peligroso.
—¿Qué hago? —pregunté.
La anciana no dudó.
—Llama a la policía. Pero no desde aquí. Vente a mi portal. Ahora.
Caminamos rápido, casi corriendo. El bebé lloraba más fuerte y yo lo apreté contra mi pecho para calmarlo. Entramos en su edificio y cerró la puerta con llave. Solo entonces mis manos dejaron de temblar lo suficiente para marcar emergencias.
Mientras esperábamos, revisé mi móvil. La llamada del número de mi padre aparecía registrada. Pero lo peor fue algo que noté al final: antes de contestar, el teléfono había mostrado “Llamada entrante” un segundo… como si alguien hubiese intentado llamarme desde ese mismo número minutos antes.
—¿Y si es una broma? —dije, intentando convencerme.
La anciana me miró con una calma brutal.
—Las bromas no tienen respiración de cazador. Yo escuché esa llamada desde mi ventana… y te juro que el hombre sonrió cuando tú marcaste.
Veinte minutos después, llegaron dos patrullas. Les expliqué todo, entrecortada. Un agente entró con linterna por mi puerta usando una llave de repuesto que yo llevaba en el bolso. Otro se quedó conmigo y la anciana.
Y entonces oímos un golpe dentro.
Un golpe seco, como si alguien hubiera pateado una puerta interior.
Los policías se miraron y entraron rápido. El agente que estaba conmigo me pidió que me quedara en el portal de la anciana. Yo sentía que el corazón se me iba a salir mientras el bebé, agotado, empezaba a quedarse dormido en mis brazos.
Los minutos se hicieron eternos.
De pronto, por el walkie-talkie, se escuchó una voz:
—Lo tenemos. Repite: lo tenemos.
Me quedé sin aire. La anciana se llevó una mano al pecho. Un policía salió al cabo de poco y me hizo una seña para que me acercara, sin entrar todavía.
—Señora, está a salvo. Encontramos a un hombre escondido en el cuarto de lavado, detrás de las cajas. Tenía herramientas… y un teléfono.
Me temblaron las rodillas.
—¿Un teléfono…?
El agente asintió.
—Con contactos muy específicos. Incluido uno guardado como “Papá”. Y el número era el mismo que usted marcó.
Yo sentí náuseas.
—¿Cómo… cómo consiguió eso?
—Parece que la siguió varias veces. También encontramos capturas de pantalla de sus redes sociales. Fotos de usted con su bebé, su dirección, y mensajes privados donde menciona a su padre y el aniversario de su muerte. Tenía todo armado para manipularla.
Entonces entendí el plan: no era un fantasma, era algo peor: alguien real, paciente, calculador.
El hombre quería asustarme con una llamada para que yo abriera la puerta rápido o entrara sin mirar, confiada, pensando en mi padre. Y si no funcionaba, igual ya estaba dentro o cerca. Había estudiado mi rutina.
Cuando lo sacaron esposado, me atreví a mirarlo. Era un hombre de unos cuarenta años, con la mirada vacía y la ropa sucia. No parecía un monstruo… parecía alguien común, y eso lo volvía aún más aterrador.
—¿Por qué lo hizo? —pregunté, sin poder contenerme.
Él sonrió apenas.
—Porque la gente siempre abre cuando cree escuchar a alguien que ama.
Un policía lo empujó para que caminara y lo metieron al coche. Yo me quedé paralizada, abrazando a mi bebé, sintiendo que me habían arrancado un pedazo de inocencia.
Esa noche no dormí en mi casa. Me quedé en la de mi hermana. Cambiamos cerraduras, instalamos cámaras, y borré información personal de mis redes. Los policías me dijeron algo que nunca olvidaré:
—Los depredadores no aparecen de golpe. Se construyen con lo que uno publica.
Y la anciana… la anciana llamada Doña Mercedes… me salvó sin conocerme. Solo por mirar por la ventana y atreverse a actuar.
Desde entonces, cada vez que subo unas escaleras, miro atrás. Cada vez que alguien me habla en la calle, escucho su tono. Y cada vez que alguien me pide que abra rápido una puerta, recuerdo esa frase que me congeló la sangre:
“No abras la puerta. Él ya subió contigo.”



