Me llamo Lucía Morales y llevo doce años dando clases de arte en una escuela pública de Sevilla. He visto de todo: niños que lloran porque el azul “no se porta bien”, otros que convierten una tarea en un campo de batalla de témperas. Pero Iván Rojas, mi alumno más silencioso, siempre fue distinto. No molestaba, no reía fuerte, no pedía nada. Solo dibujaba. Siempre dibujaba.
Aquel martes, la actividad era simple: “Dibuja tu hogar”. Les di hojas blancas y una caja de crayones nuevos. Los demás hicieron casas con tejados rojos, ventanas grandes, perros en el patio. Iván, en cambio, se quedó inmóvil, como si hubiera olvidado cómo respirar. Luego tomó un crayón rojo y empezó a presionar con tanta fuerza que la punta se partió con un chasquido seco.
—¿Todo bien, Iván? —pregunté, intentando sonar casual.
No respondió. Sus ojos no estaban en el papel… estaban en algún lugar muy lejos de allí. Caminé hacia su mesa y vi que su mano temblaba. El dibujo no era una casa. Era una figura de mujer, sin rostro definido, cubierta completamente de rojo. El rojo no era el color del vestido; era algo que se extendía como una mancha. Al lado, una figura masculina enorme, con hombros cuadrados, sostenía un objeto negro alargado. No parecía un teléfono ni una herramienta. Era demasiado recto, demasiado oscuro, demasiado familiar.
En la esquina superior, Iván había escrito una palabra con letras torcidas, como si le doliera: “AYUDA”.
Mi estómago se cerró. Por un segundo pensé en llamar a la directora. En la escuela siempre nos repetían el protocolo: informar, esperar, no dramatizar. Pero aquel dibujo no era “una emoción mal gestionada”. Era un mensaje, y el niño lo había escrito con la urgencia de quien no sabe si llegará a mañana.
Me agaché a su altura.
—Iván… ¿quién es ella?
Los labios le temblaron. Apenas susurró:
—Mi mamá.
Tragué saliva.
—¿Y él?
Iván bajó la mirada y apretó el pedazo roto del crayón como si fuera un escudo.
—Él vive con nosotros… y hoy está muy enfadado.
Miré otra vez el objeto negro. Mi mente no quería nombrarlo, pero mi instinto ya lo había hecho.
—¿Está en casa ahora? —pregunté.
Iván asintió, casi imperceptible.
En ese momento, sonó el timbre del recreo. Los niños salieron corriendo, gritando. Iván se quedó sentado, clavado a la silla, como si irse fuera un riesgo mortal. Yo guardé el dibujo en mi carpeta, saqué el móvil, y sin pedir permiso a nadie… marqué el 911.
Y justo cuando el operador respondió, Iván levantó la cabeza y dijo algo que me heló la sangre:
—Señorita… si no vienen rápido, la va a matar.
La voz del operador sonaba firme, profesional, como si estuviera acostumbrado a escuchar tragedias por teléfono.
—¿Emergencias, cuál es su situación?
Traté de mantener la calma, aunque sentía la garganta seca.
—Soy profesora. Tengo un alumno que acaba de hacer un dibujo… está pidiendo ayuda. Dice que su madre está en peligro ahora mismo. Hay un hombre en su casa con un objeto que parece un arma.
El operador pidió datos: dirección, nombre del niño, dónde vivía, si la madre estaba consciente, si había escuchado gritos. Yo no tenía respuestas completas, pero tenía algo más fuerte: la certeza. Pedí a una compañera que vigilara la clase, llevé a Iván a la sala de orientación y cerré la puerta. Allí, por primera vez, el niño habló más de dos frases seguidas.
—Él se llama Raúl —dijo, apretando las rodillas contra el pecho—. No es mi papá. Llegó hace seis meses. Al principio era amable… pero luego empezó a gritarle a mamá. Rompía cosas. Si yo lloraba, me decía que me callara.
—¿Te ha pegado? —pregunté con cuidado.
Iván no respondió con palabras. Solo levantó la manga del uniforme y me mostró un moretón amarillento en el antebrazo. Sentí un golpe de rabia tan fuerte que me costó respirar.
—Hoy en la mañana… escuché que mamá le decía que se fuera —continuó—. Él le dijo que si lo dejaba, la iba a hacer pagar. Luego sacó “eso” negro del cajón… y lo puso sobre la mesa.
El operador escuchaba todo a través de mi móvil. Me pidió que no colgara. Me indicó que mantuviera a Iván en un lugar seguro, que evitara confrontaciones con familiares y que esperara a la patrulla. También me pidió algo clave:
—¿Tiene la dirección exacta del domicilio?
Iván la recitó como si la hubiera repetido en su cabeza cien veces: Calle Alhelí, número 18, tercer piso. Un edificio antiguo en un barrio que yo conocía por pasar cerca, pero jamás había entrado.
Pasaron quince minutos que se sintieron como una hora. Iván no se movía. Ni siquiera lloraba. Era una quietud extraña, la misma quietud de quien ha aprendido que el miedo no sirve para detener a un adulto violento.
Cuando finalmente recibí el aviso de que los agentes ya estaban en camino, una parte de mí se derrumbó en silencio. No porque estuviera tranquila, sino porque el miedo se transformó en otra cosa: determinación. La gente dice que los profesores solo enseñamos colores y letras. Pero ese día, lo entendí: a veces somos la última puerta antes del abismo.
Un par de policías llegaron a la escuela para recabar información. Yo les entregué el dibujo. Uno de ellos, un hombre mayor, lo miró y frunció el ceño.
—Esto no es imaginación —murmuró—. Esto es un niño describiendo algo.
Les expliqué lo que Iván había contado. Un agente habló por radio. El otro pidió que Iván no saliera de la escuela hasta nuevo aviso. Después se marcharon rápidamente.
Dos horas después, el teléfono de la dirección sonó. La directora me llamó con el rostro pálido.
—Lucía… la policía está en la casa —dijo—. Han tenido que tirar la puerta.
Sentí que el corazón se me subía a la garganta.
—¿Y la madre?
La directora tragó saliva.
—La han encontrado… exactamente como en el dibujo. Viva, pero herida. Encerrada en el baño, cubierta de sangre. Y el hombre… estaba en el salón con una pistola sobre la mesa.
Yo me quedé sin voz. No era una sospecha. No era un presentimiento. Era real. El crayón roto no era un accidente: era un grito de socorro.
Esa tarde, Iván me miró por primera vez directo a los ojos. Tenía la mirada cansada de un adulto dentro de un cuerpo de niño.
—¿La salvaron? —preguntó.
Yo me agaché y le tomé la mano.
—Sí, Iván. La salvaron porque tú fuiste valiente.
Pero por dentro, yo sabía una verdad más dura: la salvaron porque alguien decidió escuchar.
Días después, la escuela se llenó de rumores. Algunos decían que yo había exagerado. Otros, que “esas cosas no deberían pasar aquí”. Hubo incluso quien me sugirió que habría sido mejor seguir el protocolo, llamar primero a la dirección, evitar “armar un escándalo”. Me sorprendió escuchar esas palabras de adultos. Como si el riesgo más grande fuera la incomodidad social… y no la vida de una mujer.
La madre de Iván se llamaba Marta Rojas. La conocí en el hospital una semana más tarde, cuando me pidieron declarar. Tenía puntos en la frente y marcas moradas en el cuello. Al verme, intentó sonreír.
—Usted es la profesora… —susurró con la voz rota.
Yo asentí, sin saber qué decir.
Marta cerró los ojos, como si las lágrimas le dolieran.
—Mi hijo… siempre fue callado. Yo creía que no entendía lo que pasaba. Pero lo entendía todo. Y ese día… —tragó saliva— él me salvó la vida.
Me temblaron las manos. Porque en realidad, no fue solo Iván. Fue el gesto desesperado de un niño que no sabía cómo pedir ayuda sin provocar una explosión en casa. Fue el lenguaje que tenía disponible: un dibujo.
Después supe más detalles por los agentes. Raúl, el agresor, tenía antecedentes por violencia doméstica en otra provincia, pero nunca había sido condenado porque su anterior pareja no denunció. Marta tampoco había denunciado antes. No por falta de valor, sino por miedo. Miedo a quedarse sola, a no ser creída, a que él volviera peor.
Esa historia no era una película. Era la realidad diaria de demasiadas familias.
Iván volvió a clase un mes después, más delgado, más serio. Viviendo temporalmente con una tía. Cuando entró al aula, los demás niños siguieron con su vida como siempre, pero él avanzó con una cautela que me rompió el alma.
Ese día, le propuse que dibujara lo que quisiera. Sin tema. Sin presión. Iván escogió un crayón verde. Empezó a trazar líneas lentamente. Cuando terminó, me lo enseñó sin decir nada.
Era un árbol enorme, con raíces profundas y ramas que se extendían hacia el cielo. Y debajo, una figura pequeña de niño y otra de mujer, sosteniéndose la mano.
—¿Qué es? —pregunté.
Iván pensó un momento y respondió, con una calma extraña:
—Es… cuando ya no tienes que esconderte.
Yo sentí un nudo en el pecho. Porque entendí que él no estaba dibujando un lugar. Estaba dibujando un estado: seguridad.
Desde entonces, cada vez que un niño hace un dibujo raro, una frase extraña o se queda demasiado callado, yo no lo paso por alto. No porque quiera ver peligro en todas partes, sino porque ahora sé que hay gritos que solo se escuchan si te detienes a mirar.
Y aquí es donde quiero hablarte a ti, que estás leyendo esto.
En tu vida, en tu escuela, en tu barrio, ¿alguna vez has sentido que un niño, una amiga, un vecino… estaba pidiendo ayuda de manera indirecta?
A veces no dicen “me está pasando algo” con palabras. Lo dicen con silencios, con cambios, con dibujos, con miradas.



