En 1991, cuatro chicas adolescentes de la misma clase de instituto dejaron atónita a toda su comunidad cuando, una tras otra, se descubrió que estaban embarazadas. Antes de que nadie pudiera comprender lo que estaba ocurriendo, desaparecieron sin dejar rastro. Los padres quedaron destrozados, el pueblo se ahogó en rumores y la investigación policial no encontró ninguna pista. El instituto, antes lleno de vida, se volvió inquietantemente silencioso, con pasillos cargados de secretos y preguntas sin respuesta. Pero treinta años después, un conserje casi olvidado del centro encontró algo inesperado…

En 1991, el instituto público Alto del Prado, situado en las afueras de Santander, era un centro como cualquier otro: un edificio gris, profesores cansados y adolescentes que soñaban con marcharse lo antes posible. Nada parecía indicar que aquel curso quedaría marcado para siempre en la memoria del pueblo. Hasta que, en cuestión de semanas, cuatro chicas de la misma clase—Nerea Salvatierra, Clara Busto, Marisa Ceballos y Julia Arjona, todas de 16 años—fueron descubiertas embarazadas.

La noticia corrió como pólvora. Las familias reaccionaron con incredulidad y vergüenza, mientras los profesores evitaban hacer comentarios. Los rumores eran incontables: que si un pacto entre ellas, que si un mismo padre, que si una broma que se había ido de las manos. Pero nada fue tan desconcertante como lo que ocurrió después. Una mañana de abril, Nerea no llegó al instituto. Tampoco volvió a casa. Dos días más tarde desapareció Clara. Luego Marisa. Finalmente, Julia. Una tras otra, sin despedidas, sin notas, sin señales de lucha. Simplemente… se esfumaron.

La Guardia Civil investigó a fondo: entrevistas, búsquedas en bosques cercanos, controles en carreteras, interrogatorios a los novios, a los profesores, incluso a los propios padres. Ninguna pista. La prensa regional presionó con titulares sensacionalistas, hasta que el caso terminó archivado por falta de avances. El instituto perdió alumnos, los pasillos quedaron silenciosos y el pueblo se sumió en una mezcla de culpa y miedo. Con los años, el recuerdo de las cuatro chicas se volvió casi un tabú.

Treinta años después, en 2021, el instituto seguía en pie, aunque parcialmente remodelado. El conserje más antiguo, Eusebio Santín, era uno de los pocos que había trabajado allí desde los noventa. Era reservado, meticuloso y con una memoria sorprendentemente clara. Una mañana de octubre, mientras revisaba un trastero que pronto sería demolido, descubrió que una vieja rejilla de ventilación estaba suelta. Al retirarla, encontró un hueco detrás de la pared: estrecho, profundo y cubierto de polvo. Dentro había una carpeta húmeda, envuelta en plástico escolar de los años noventa.

La llevó a la luz y, al abrirla, se quedó inmóvil. Había fotografías de las cuatro chicas, algunas dentro del propio instituto, otras en un lugar desconocido; dibujos de planos; anotaciones de horarios; listas de nombres; y, al final del todo, una carta fechada en marzo de 1991. La letra era temblorosa. El remitente: Julia Arjona.

Eusebio, con las manos frías y el pulso acelerado, entendió que aquello no podía ignorarse. Había protegido un secreto durante demasiado tiempo, quizá sin saberlo. Y ahora, por primera vez en tres décadas, algo se había movido.

Tengo que enseñar esto a alguien”, murmuró.

Pero antes quería leer la carta.

Y lo que encontró dentro cambiaría para siempre la versión oficial de la historia…

La carta estaba escrita a mano, con tinta azul desvaída. Algunas palabras se habían corrido a causa de la humedad, pero el mensaje era perfectamente legible. Eusebio comenzó a leer mientras se sentaba en el banco del pasillo, como si necesitara apoyo físico para soportar lo que estaba a punto de descubrir.

Si alguien encuentra esto, por favor, no nos juzgue. No teníamos otra salida”.

Julia comenzaba explicando que ella y sus amigas no habían planeado nada al principio. Cada una llevaba su propio proceso emocional con el embarazo: miedo, vergüenza, incertidumbre. Lo extraño, decía, fue que las cuatro se enteraron prácticamente a la vez de que estaban esperando un bebé. Ninguna tenía una relación estable. Ninguna quería admitir quién era el padre. Y sin embargo, todas coincidían en una cosa: habían confiado en la misma persona.

Ese nombre aparecía subrayado en la carta y también repetido varias veces en las notas de la carpeta: Alfonso Mera, profesor interino de Historia, contratado solo ese curso y descrito por los alumnos como “encantador”, “joven” y “excesivamente cercano”.

Según Julia, Mera había sabido manipularlas de forma distinta a cada una. Con Nerea había fingido ser un confidente; con Clara, alguien que la protegía del bullying; con Marisa, un guía académico; con ella, Julia, alguien que entendía su situación familiar complicada. En otras palabras, había sido un depredador que supo ocultarse bajo un disfraz de que le importaban sus alumnas.

La carta describía cómo, cuando las chicas empezaron a sospechar que él había podido abusar de varias a la vez, intentaron enfrentarlo. Pero Mera reaccionó con frialdad: les hizo creer que nadie las apoyaría, que él tenía contactos, que podía negar todo y convertirlas en las “adolescentes mentirosas que querían arruinar su vida”. Entonces, les propuso una “solución”: marcharse temporalmente a una casa rural que, según él, pertenecía a su familia y donde podrían “pasar el embarazo en paz”.

Julia confesaba que, en ese momento, no estaban pensando con claridad. Ninguna quería enfrentar a sus padres. Ninguna quería convertirse en titular de periódico. Y todas sentían un miedo paralizante. Así que aceptaron.

El 14 de marzo de 1991, después de clase, Mera las llevó en coche, de dos en dos, hacia un pequeño caserío abandonado cerca de los Picos de Europa. Julia narraba que, al principio, parecía un refugio. Pero pronto se dieron cuenta de que no era un escondite, sino una trampa. Las puertas se cerraban por fuera, no tenían teléfono, y Mera llegaba cada pocos días para dejar víveres y repetir que “todo saldría bien si seguían calladas”.

La carta terminaba abruptamente:

Si esto acaba mal, que se sepa la verdad. No nos fuimos porque quisimos. Nos llevaron. Y no somos las únicas.

Eusebio sintió un escalofrío. No solo por lo que revelaba la carta, sino por una frase que había aparecido repetida en varios papeles de la carpeta:
“Buscar en el pabellón viejo — testimonios — aula 3B”.

Fue entonces cuando entendió que había más.

Mucho más.

Eusebio decidió no acudir de inmediato a la policía. Quería verificar, aunque fuera parcialmente, aquello que había encontrado. El “pabellón viejo” seguía en pie, aunque clausurado desde hacía años por problemas de humedad. Nadie entraba allí. Nadie salvo él, que tenía llaves de todas las puertas.

Ya dentro, se dirigió al aula 3B. El polvo cubría los pupitres, y del techo colgaban cables pelados. A un lado, encontró un archivador metálico oxidado. Tiró de él y descubrió una carpeta idéntica a la primera, aunque mejor conservada. Dentro había hojas sueltas con declaraciones escritas a mano por otros estudiantes, todas fechadas entre enero y marzo de 1991.

Allí estaba la pieza que faltaba: otros alumnos también habían sospechado de Alfonso Mera. Algunos mencionaban que lo habían visto entrar a la sala de audiovisuales con diferentes chicas. Otros decían que él borraba y reescribía horarios de tutorías sin avisar. Una alumna relataba que él le hizo preguntas demasiado personales y la tocó en el brazo de forma incómoda. Había incluso un dibujo de la matrícula del coche de Mera.

Lo más alarmante era un informe redactado por el orientador del centro, fechado dos semanas antes de las desapariciones, donde sugería investigar formalmente al profesor Mera por “conductas impropias”. Alguien había escrito al margen, en tinta roja: “NO MOVER — Orden del director”.

Eusebio cerró los ojos. Recordaba perfectamente aquel director: un hombre riguroso, de contactos políticos y obsesionado con evitar escándalos. Ya había fallecido hacía más de diez años.

Todo el rompecabezas empezaba a encajar.

Pero faltaba lo esencial: ¿qué había sido de las chicas?

Eusebio acudió al registro de propiedades rurales de Cantabria. Tras horas de búsqueda, encontró que Alfonso Mera había heredado una pequeña casa en un paraje aislado de Liébana. Coincidía con la descripción de la carta.

Fue allí.

El caserío estaba semiderruido por el paso del tiempo. La puerta principal cedió con facilidad. Dentro, encontró restos de colchones viejos, latas de comida, botellas de agua con fechas de 1991. Y en una esquina, semioculto bajo unas tablas, un cuaderno infantil con cuatro nombres escritos en la portada: Nerea, Clara, Marisa, Julia.

El contenido era devastador. Notas breves, intercambiadas entre las chicas:
“Hoy no vino. No queda leche.”
“He oído un coche, pero no era él.”
“Mi barriga duele.”
“Tenemos que salir.”

La última página estaba escrita con prisa:
Vamos a intentarlo esta noche. No podemos seguir aquí. Si nos encuentra, ya sabes lo que pasa.

Nunca se supo si lo lograron. No había restos, ni señales de lucha, ni pistas nuevas. Pero ahora existían documentos suficientes para reabrir el caso, demostrar la manipulación, y exponer la red de silencios que lo había encubierto.

Eusebio entregó todo a las autoridades. Las investigaciones posteriores revelaron que Mera había abandonado España en 1992 y vivía bajo otra identidad en Portugal, donde finalmente fue detenido. Nunca confesó qué ocurrió aquella noche en la casa rural.

Pero gracias al conserje, al fin se rompió el silencio.

Y el pueblo de Santander, treinta años después, pudo empezar a nombrarlas otra vez.

Nerea. Clara. Marisa. Julia.

Cuatro historias que por fin dejaron de estar enterradas.