Dos meses después de que mi mejor amigo Marcus muriera de cáncer, su abogado me llamó y me pidió que fuera solo. Cerró la puerta y me entregó un USB. “Marcus fue claro: míralo a solas. No se lo digas a tu esposa, Vanessa.” Esa noche, frente a la pantalla, vi a Marcus más pálido que nunca diciendo: “Thomas, no me mató el cáncer. Me estaban envenenando… y ahora van por ti.” Sentí pasos detrás de mí. Alguien estaba despierto en casa.
Dos meses después de la muerte de Marcus Hale, el abogado de su familia me llamó a primera hora de la mañana. Dijo que debía ir solo. No mencionó a Vanessa, mi esposa. Tampoco explicó nada más. La oficina estaba en el centro de Barcelona, en un edificio antiguo que siempre olía a madera encerada y silencio caro.
Cuando entré, el abogado cerró la puerta con llave. No exagero: giró la cerradura y guardó la llave en el cajón. Me miró como si estuviera a punto de decir algo que no podía desoír. Sacó un pequeño sobre negro y, de su interior, un USB metálico.
—Marcus fue muy específico —dijo—. Debes verlo a solas. Y no se lo digas a tu esposa, Vanessa.
El nombre de ella sonó fuera de lugar, como una mancha en una frase limpia. Tomé el USB sin hacer preguntas. Marcus y yo habíamos sido amigos durante veinte años. Empresarios en sectores distintos, pero con una confianza que no se explica. Cuando le diagnosticaron cáncer de estómago, todo avanzó demasiado rápido. Tres meses. Eso fue todo.
Esa noche esperé a que Vanessa se durmiera. Eran casi las once cuando conecté el USB en el despacho de casa. El archivo se abrió sin contraseña. La imagen apareció de golpe.
Marcus estaba sentado frente a una pared blanca. Mucho más delgado. Los ojos hundidos. No sonreía.
—Thomas —dijo—, si estás viendo esto, significa que ya no estoy vivo. Y necesito que me creas: no me mató el cáncer. Me estaban envenenando lentamente. Medicación alterada. Dosis mínimas. Controladas.
Sentí que la sangre se me iba a los pies.
—Confié en las personas equivocadas —continuó—. Y cuando empecé a sospechar, ya era tarde. Pero antes de morir descubrí algo peor: el mismo esquema se está repitiendo. Y ahora van por ti.
El vídeo se cortó de forma abrupta.
Me quedé mirando la pantalla en negro, con el pulso en las sienes. Pensé en Vanessa preparando mis pastillas cada mañana. Pensé en las cenas, en los batidos “saludables”, en su insistencia reciente con ciertos suplementos.
Entonces lo escuché.
Pasos suaves detrás de mí. Demasiado conscientes para ser casuales.
Alguien estaba despierto en casa.
Y no era yo.
No me giré de inmediato. Aprendí hace años que reaccionar rápido es una forma de delatar el miedo. Cerré el portátil con calma y dejé el USB en el bolsillo interior de la chaqueta. Los pasos se detuvieron.
—¿Thomas? —la voz de Vanessa sonó desde el pasillo—. ¿Aún despierto?
—Sí —respondí—. Trabajo atrasado.
Apareció en la puerta, descalza, con una bata clara. Su rostro era el de siempre: atento, preocupado, familiar. Nada que delatara a alguien capaz de matar. O de ayudar a hacerlo.
—No te acuestes tan tarde —dijo—. El médico dijo que debías descansar más.
El médico. Esa palabra se me clavó como una aguja.
Esa noche no dormí. Me limité a escuchar su respiración y a reconstruir mentalmente los últimos seis meses. Las comidas que ella insistía en cocinar. Los cambios de farmacia. El nuevo seguro médico que había sugerido “por prevención”. Y, sobre todo, la relación demasiado cercana que había desarrollado con Álvaro Ríos, el asesor financiero que Marcus también había contratado antes de morir.
A la mañana siguiente fingí normalidad. Me tomé el desayuno, pero cambié las tazas cuando Vanessa fue al baño. Guardé mi café sin tocar y lo tiré más tarde. Empecé a hacer lo mismo con todo.
Llamé a Laura Benet, una inspectora privada retirada que me debía un favor. Quedamos en un café discreto del Eixample. Le conté todo. No se rió. No dudó.
—Si Marcus tenía razón —dijo—, esto no es personal. Es financiero.
En los días siguientes, Laura investigó los movimientos médicos y bancarios de Marcus. Lo que encontró encajaba demasiado bien: cambios de proveedores de medicamentos, recetas ajustadas por el mismo médico privado que ahora llevaba mi caso, y transferencias vinculadas a una sociedad en Malta. La misma sociedad donde aparecía, como beneficiaria indirecta, Vanessa.
La pieza final fue Álvaro. El asesor había creado estructuras legales para ambos: Marcus y yo. Tras la muerte de Marcus, sus participaciones habían pasado rápidamente a manos de un fondo gestionado por intermediarios. El mismo fondo estaba preparado para absorber las mías en caso de “fallecimiento repentino”.
No confronté a Vanessa. Aún no. Decidí invertir el juego.
Simulé un empeoramiento de salud. Mareos, náuseas, visitas al hospital. Dejé que ella se encargara de todo. Cada pastilla que me daba era analizada después por Laura. Dos de ellas contenían trazas de una sustancia acumulativa, difícil de detectar, pero devastadora a largo plazo.
La confirmación llegó una noche, cuando Vanessa creyó que dormía.
—Está funcionando —susurró por teléfono—. No sospecha nada. En un mes será suficiente.
No grabé la llamada. No hacía falta. Ya sabía lo que tenía que hacer.
La trampa no fue espectacular. Fue silenciosa, como todo lo que había ocurrido hasta entonces.
Pedí una reunión con Álvaro en su despacho de Madrid. Le dije que quería acelerar ciertos cambios en mi testamento. Vanessa insistió en acompañarme. Fingí dudar, luego acepté. Era importante que estuviera allí.
Laura había coordinado todo con la policía económica y un fiscal anticorrupción. No habría detenciones inmediatas. Primero, necesitaban que hablaran.
Durante la reunión, expuse documentos falsos: nuevas cláusulas, supuestos problemas de liquidez, la posibilidad de transferir mis activos a una estructura aún más opaca. Álvaro mordió el anzuelo. Habló demasiado. Explicó procedimientos, plazos, “eventualidades”.
Vanessa lo observaba en silencio. Cuando mencionó la palabra enfermedad, ella asintió sin darse cuenta.
Eso fue suficiente.
Al final, dejé sobre la mesa el USB.
—Marcus dejó esto para mí —dije—. ¿Lo recuerdas?
Álvaro palideció. Vanessa se quedó rígida.
—No sé de qué hablas —dijo ella.
Reproduje el vídeo. Esta vez completo. Marcus había grabado más de lo que me mostró el abogado. Nombres. Fechas. Cantidades. Y una frase final:
—Si estás viendo esto con alguien más en la habitación, probablemente esa persona esté implicada.
El silencio fue absoluto.
La policía entró minutos después. Nadie gritó. Nadie huyó. Vanessa no lloró. Solo me miró como si yo hubiera cambiado las reglas a mitad del juego.
—No era personal —dijo—. Era inevitable.
La sentencia llegó meses después. Álvaro fue condenado por fraude agravado y homicidio imprudente. Vanessa por complicidad y administración de sustancias nocivas. El médico perdió la licencia y enfrentó cargos.
En el funeral de Marcus, un año después, llevé flores blancas. Me quedé solo frente a la tumba.
No le dije en voz alta que tenía razón.
Él ya lo sabía.



