Llegué a la fiesta de inauguración del bufete de mi esposa y lo primero que escuché fueron risas. “Miren, el esposo de prueba llegó.” Señalaban sin pudor. Ella me entregó un sobre y sonrió: “Nuestro primer caso es nuestro divorcio. Firma y vete.” No discutí. Me fui en silencio. Cancelé pagos, viajes, contratos… y retiré mis 20 millones de inversión. Minutos después, mi teléfono explotó con 456 llamadas perdidas. Y entonces alguien golpeó mi puerta.
Llegué a la fiesta de inauguración del bufete de abogados de mi esposa con quince minutos de retraso. El tráfico en Madrid estaba imposible, pero aun así, no esperaba que al cruzar la puerta lo primero que escuchara fueran risas. No risas discretas. Risas abiertas, crueles.
—Miren, el esposo de prueba llegó —dijo alguien, sin molestarse en bajar la voz.
Varias copas se levantaron. Algunos me señalaron como si yo fuera parte del entretenimiento. Busqué a Laura entre la multitud. Estaba impecable, vestida de blanco, rodeada de socios, jueces y clientes potenciales. Cuando me vio, no mostró sorpresa. Caminó hacia mí con paso firme y una sonrisa calculada.
—Alejandro —dijo, entregándome un sobre—. Nuestro primer caso oficial como bufete es… el nuestro.
Abrí el sobre. Papeles de divorcio. Todo preparado. Sin errores.
—Firma y vete —añadió en voz baja—. No hagas un espectáculo.
No grité. No pregunté. Tampoco rogué. Miré alrededor: colegas suyos, personas que yo había ayudado a financiar, observaban con curiosidad morbosa. Asentí, guardé el sobre y me di la vuelta.
Salí del local sin despedirme.
En el coche, las manos me temblaban, pero no por tristeza. Era rabia fría. Controlada. Llegué a casa, me quité la chaqueta y abrí el portátil. Durante las siguientes dos horas, cancelé pagos: el alquiler del edificio del bufete, el servicio de marketing, el contrato de relaciones públicas. Luego, llamé a mi gestor financiero.
—Retira todo —dije—. Los veinte millones. Hoy.
No hubo preguntas. Nunca las había.
Bloqueé mis tarjetas conjuntas, cancelé los viajes a París y Roma que estaban pagados a nombre del despacho y transferí mis participaciones a una cuenta personal. Cuando terminé, apagué el teléfono.
Lo encendí veinte minutos después.
456 llamadas perdidas.
Mensajes. Audios. Correos. El nombre de Laura aparecía una y otra vez, mezclado con números desconocidos.
No respondí.
Me serví un vaso de whisky. Justo cuando di el primer sorbo, alguien golpeó la puerta. Fuerte. Insistente.
Miré el reloj. Eran casi las once de la noche.
El golpe volvió a sonar.
Y supe que la fiesta acababa de empezar.
Abrí la puerta sin prisas. Al otro lado estaba Laura. Ya no llevaba la sonrisa de la fiesta. Su maquillaje estaba intacto, pero los ojos delataban pánico. Detrás de ella, dos hombres trajeados que reconocí al instante: socios del bufete.
—Alejandro, tenemos que hablar —dijo ella, entrando sin esperar invitación.
—No —respondí—. Tú ya hablaste esta tarde.
Uno de los socios, Fernando Ruiz, intentó intervenir.
—Esto es un malentendido. Lo de hoy fue… simbólico. Marketing. Humor interno.
Solté una carcajada seca.
—¿Llamar “esposo de prueba” al principal inversor es humor?
Laura apretó los dientes.
—No sabías manejarte en mi mundo —dijo—. Necesitaba independencia. Imagen.
—La pagué yo —contesté—. Cada metro cuadrado, cada anuncio, cada contacto.
Fernando respiró hondo.
—Sin tu inversión, el bufete no puede operar. Los contratos se caen. El alquiler vence en diez días.
Me encogí de hombros.
—Firmaste el divorcio antes de preguntarte eso.
Laura avanzó un paso.
—Te devolveré el dinero. Solo… danos tiempo.
La miré por primera vez con verdadera atención. Durante años había financiado su carrera creyendo que éramos un equipo. Descubrí demasiado tarde que para ella yo era un escalón.
—No quiero tu dinero —dije—. Quiero distancia.
Uno de los hombres miró su móvil.
—Alejandro, los bancos están congelando líneas de crédito. Los empleados preguntan. Esto puede acabar muy mal para todos.
Sonreí con calma.
—Para mí no.
Les pedí que se fueran. Laura fue la última en salir. Antes de cruzar la puerta, se giró.
—No tienes idea de lo que estás destruyendo.
—Sí —respondí—. Una mentira.
Los días siguientes fueron un caos para ellos y una revelación para mí. Recibí llamadas de periodistas. Rechacé entrevistas. El bufete anunció “restructuración”. Dos socios dimitieron. Clientes importantes retiraron casos al descubrir que el despacho dependía de un solo inversor… que ya no estaba.
Una semana después, me llamaron del banco central. Todo en orden. Mis activos, protegidos.
Laura me citó en una cafetería del barrio de Salamanca. Dudé, pero acepté.
Llegó sin escolta esta vez. Sin arrogancia.
—Nunca pensé que harías esto —dijo.
—Nunca pensé que me humillarías en público.
Silencio.
—Me equivoqué —admitió—. Pensé que siempre estarías ahí.
—Ese fue tu error —respondí—. Pensar.
Firmé el divorcio allí mismo. Sin abogados. Sin drama.
Al salir, sentí algo inesperado: alivio.
Esa misma tarde recibí una oferta para invertir en una empresa tecnológica en Barcelona. Fundadores jóvenes. Claros. Directos.
Acepté.
Tres meses después, el nombre del bufete de Laura ya no aparecía en los titulares por éxito, sino por demandas laborales. Yo estaba en Barcelona, instalándome en un despacho pequeño pero luminoso, viendo crecer un proyecto que no necesitaba humillaciones para funcionar.
No celebré su caída. Simplemente seguí adelante.
Un día, recibí un correo inesperado. No de Laura, sino de Marta López, una exabogada junior de su despacho. Me pidió café. Dudé, pero acepté.
—Gracias por venir —dijo—. Solo quería que supieras algo.
Me explicó que la “broma” de la inauguración no había sido improvisada. Había sido planeada. Querían marcar territorio, mostrar poder, dejar claro que Laura ya no “dependía” de mí.
—Muchos nos fuimos ese mismo mes —añadió—. No por el dinero, sino por la ética.
Asentí. No me sorprendía.
—No busco venganza —dije—. Solo cerrar capítulos.
Marta sonrió.
—Entonces ya ganaste.
Esa noche caminé por la playa de la Barceloneta. Pensé en todo lo que había construido y en lo fácil que fue perderlo… y recuperarme. El dinero vuelve. La dignidad, no siempre.
Un mes después, recibí la última llamada de Laura. No la atendí.
No hizo falta.
Había aprendido algo esencial: quien te pide que te vayas en público, no merece explicaciones en privado.
Y por primera vez en mucho tiempo, dormí en paz.



