De repente, mi esposo se volvió demasiado atento. Aquella mañana me preparó un desayuno especial porque sufría fuertes náuseas por el embarazo. Algo no encajaba. Fingí gratitud y se lo di a su secretaria personal en la oficina. Una hora después, un grito desgarrador atravesó el pasillo. Todos corrieron. Yo me quedé inmóvil cuando la vi pálida, temblando… y comprendí que ese desayuno nunca había sido para mí.
De repente, mi esposo se volvió demasiado atento. Demasiado.
Aquella mañana me despertó con una bandeja de desayuno: zumo natural, tostadas, una infusión de jengibre “para las náuseas”. Estaba embarazada de doce semanas y llevaba días vomitando. Iván nunca había sido así de cuidadoso. Ni siquiera cuando supimos del embarazo.
—Come despacio —dijo—. Hoy no vayas tarde a la oficina.
Sonreí y le di las gracias. Por dentro, algo no encajaba.
Iván era director comercial en una consultora en Barcelona. Yo trabajaba en el mismo edificio, en el área legal. Conocía sus rutinas, sus prisas, su impaciencia. Aquella calma repentina me puso en alerta. Mientras se duchaba, olí el té. Tenía un aroma metálico, extraño. No bebí.
Decidí fingir gratitud. Me llevé la bandeja a la oficina. Al llegar, Marina, su secretaria personal, me saludó con la sonrisa de siempre. Treinta años, impecable, eficiente. Demasiado cercana a Iván, según los rumores.
—Te traje desayuno —le dije—. A mí me revuelve el estómago hoy.
Dudó un segundo, luego aceptó.
—Qué detalle —respondió.
Volví a mi despacho. Intenté concentrarme, pero el presentimiento no se iba. Miré el reloj. Pasaron cuarenta minutos. Luego, el grito.
Un alarido desgarrador atravesó el pasillo. Sillas arrastrándose. Gente corriendo. Me asomé. Marina estaba en el suelo, pálida, temblando, con la respiración entrecortada. Un compañero gritaba que llamaran a emergencias.
Yo me quedé inmóvil.
Los sanitarios llegaron rápido. Se llevaron a Marina en camilla. Iván apareció poco después, descompuesto, preguntando qué había pasado. Nadie tenía respuestas claras. Intoxicación, quizá. Ataque de ansiedad, dijeron.
Cuando nuestras miradas se cruzaron, algo se quebró. No fue culpa. Fue miedo.
En ese instante lo comprendí: aquel desayuno nunca había sido para mí.
Esa noche, Iván no dijo una palabra durante la cena. Yo tampoco. Observé cada gesto, cada pausa. No me tocó el vientre como solía hacer últimamente. No preguntó por el bebé.
—¿Cómo está Marina? —pregunté, fingiendo normalidad.
—En observación —respondió—. Nada grave.
Mentía mal.
Al día siguiente supe la verdad a medias. Marina había sufrido una reacción severa por ingestión de una sustancia desconocida. No era alergia. No era estrés. El hospital había informado a la policía por protocolo.
Empecé a unir piezas.
Iván llevaba semanas nervioso. Llamadas a deshoras. Reuniones “urgentes”. Un cambio de contraseña en el portátil. Aquella atención excesiva hacia mí no era amor: era culpa anticipada.
Esa tarde hablé con una amiga farmacéutica. Le describí el olor del té.
—Podría ser digitalina o algún derivado —dijo—. En dosis bajas puede provocar náuseas, mareos… En dosis altas, es peligroso. Muy peligroso.
Sentí un frío seco en la espalda.
Esa noche, cuando Iván dormía, revisé su ordenador. Encontré correos cifrados, búsquedas médicas, transferencias pequeñas a cuentas desconocidas. Y un mensaje que me heló la sangre, enviado a un contacto guardado como “M”:
“Mañana es el día. Con el embarazo, parecerá natural.”
No dormí.
A la mañana siguiente, la policía se presentó en la oficina. Querían hablar conmigo. Les conté exactamente lo ocurrido. Entregué el correo. Entregué la bandeja, que había guardado sin tocar.
Los análisis confirmaron lo impensable: el desayuno contenía una sustancia que, en una mujer embarazada con vómitos persistentes, podía causar un colapso fatal y parecer una complicación del embarazo.
Iván fue detenido esa misma tarde.
Durante el interrogatorio, negó todo. Dijo que yo exageraba. Que estaba paranoica por las hormonas. Pero las pruebas hablaban solas.
Lo que no esperaban —ni él— era la declaración de Marina. Desde la camilla, con voz débil, dijo algo que lo hundió definitivamente:
—No era la primera vez que me pedía “probar” cosas antes… por seguridad.
Iván no solo quería matarme. Quería ensayar.
El juicio duró meses. Iván intentó declararse inocente alegando estrés laboral, confusión, un “malentendido”. Nadie le creyó. Los peritos fueron claros: había planificación, intención y conocimiento médico básico suficiente para saber el riesgo.
Fue condenado por intento de homicidio agravado.
Yo di a luz a una niña sana seis meses después. La llamé Lucía.
Durante el embarazo viví escoltada, con miedo, pero también con una claridad brutal. El hombre con el que compartí mi vida había decidido que yo era un obstáculo. Y que mi muerte podía ser conveniente.
Marina sobrevivió. Nos vimos una vez, meses después. Lloró. Me pidió perdón por no haber sospechado antes. Yo la abracé. Ninguna de las dos era culpable.
Hoy vivo en otro barrio de Barcelona. Trabajo menos horas. Respiro más.
A veces pienso en aquel desayuno. En cómo la intuición —ese susurro incómodo— me salvó la vida. Y la de mi hija.
Porque a veces, el mayor peligro no viene con gritos ni violencia…
sino con una bandeja, una sonrisa, y un “lo hice por ti”.



