Decidí representarme sola en el juicio. Mi esposo se rió en voz alta: “Es demasiado pobre para pagar un abogado.”

Decidí representarme sola en el juicio. Mi esposo se rió en voz alta: “Es demasiado pobre para pagar un abogado.” Algunos asintieron, otros evitaron mirarme. Me levanté despacio, sentí el peso de cada mirada y empecé a hablar. No grité. No supliqué. Tras mi primera frase, el murmullo murió y el juez levantó la vista. En ese silencio absoluto comprendí que no estaba allí para defenderme… estaba allí para ganar.

Decidí representarme sola en el juicio. No fue un gesto heroico ni una apuesta ciega; fue la consecuencia de meses leyendo, ordenando pruebas y entendiendo que nadie conocía los hechos mejor que yo. Aun así, cuando entré en la sala, sentí el peso del prejuicio como un abrigo mojado.

Mi esposo, Julián, se rió en voz alta desde su banco.
—Es demasiado pobre para pagar un abogado.

Algunos asintieron. Otros bajaron la mirada. El secretario pidió silencio. Yo respiré despacio y caminé hasta el atril. No llevaba toga. Llevaba una carpeta gris, gastada, con separadores de colores y un índice escrito a mano. Me temblaron las piernas un segundo. Luego pasó.

—Con la venia, señoría —empecé.

No grité. No supliqué. Dije mi nombre completo y el objeto del procedimiento. Leí la primera frase que había ensayado mil veces:
—Este caso no trata de dinero ni de orgullo. Trata de hechos verificables y de responsabilidades asumidas.

El murmullo murió. El juez levantó la vista. Julián dejó de sonreír.

Expliqué el contexto con fechas. Mostré contratos firmados, transferencias, correos electrónicos. No adjetivé. Numeré. Citaba folios. Pedí que se incorporaran documentos. El juez asintió. Julián intentó interrumpir. El juez le pidió que esperara.

Cuando terminé la exposición inicial, hubo un silencio absoluto. Entendí entonces que no estaba allí para defenderme. Estaba allí para ganar.

La estrategia fue simple y, por eso, sólida: orden. Durante semanas había convertido el caos en una línea de tiempo. Separé lo emocional de lo demostrable. Anticipé objeciones. Preparé respuestas breves.

Julián tenía abogado. Un profesional correcto, seguro de que el desequilibrio de recursos jugaría a su favor. Empezó con preguntas capciosas, intentando llevarme al terreno de la interpretación. No entré. Volvía a los documentos. A los números. A las fechas.

—¿Puede señalar el folio? —pregunté una vez.
El abogado dudó. El juez tomó nota.

Cuando llegó mi turno de interrogar, pedí permiso y me mantuve firme. Pregunté lo justo. Una respuesta, un documento. Otra respuesta, otro documento. Julián se contradijo dos veces. No levanté la ceja. Señalé la contradicción con calma. El juez pidió aclaración. El silencio volvió.

Hubo un momento clave: un correo reenviado con hora y asunto intactos que demostraba conocimiento previo de una operación que él negó. Lo presenté sin teatralidad. El abogado pidió un receso. El juez lo concedió.

En el pasillo, nadie me miró. Yo bebí agua y respiré. Volvimos a entrar. La sala parecía más pequeña. El abogado cambió de tono. Empezó a negociar. Yo pedí que constara en acta. El juez asintió.

Al final de la jornada, el juez anunció que quedaba visto para sentencia. Julián me miró por primera vez sin desprecio. Con cálculo. Yo recogí mis papeles y me fui a casa caminando. No llamé a nadie. Dormí como no dormía desde hacía meses.

La sentencia llegó tres semanas después. La leí sentada en la mesa de la cocina, con el café enfriándose. Estimación sustancial de mis pretensiones. Reconocimiento de hechos. Condena en costas.

No celebré. Cerré los ojos. Dejé que el cuerpo entendiera.

Julián apeló. Yo contesté en plazo. Con el mismo método. La Audiencia confirmó. Ahí terminó.

Volví a trabajar. Pagué deudas. Guardé la carpeta gris en un cajón. No por nostalgia, sino por respeto al proceso que me había sostenido.

A veces me preguntan si lo recomiendo. Representarse sola. No doy consejos. Digo la verdad: no es para demostrar nada a nadie. Es para hacerse responsable de cada palabra.

Yo no gané por ser pobre ni por ser valiente. Gané por estar preparada. Y por no confundir justicia con ruido.