Mi esposo cerró la puerta con llave y dejó la casa ardiendo, conmigo dentro y siete meses de embarazo. “No hagas de esto una tragedia griega”, dijo riendo. El humo me quemaba la garganta mientras los veía a él y a su amante por la ventana. Entonces agarré una sartén de hierro y rompí el vidrio. Con el fuego avanzando y mi hijo pateando dentro de mí, hice una promesa silenciosa: si salía viva, el próximo incendio no me tendría como víctima.
Cerró la puerta con llave y el clic metálico sonó más alto que el primer estallido del fuego. Yo estaba de siete meses. El calor subió de golpe, como si la casa hubiera decidido respirar llamas. Él se dio la vuelta en el rellano, con una sonrisa torcida, y dijo riendo:
—No hagas de esto una tragedia griega.
El humo me quemó la garganta antes de que pudiera responder. Corrí hacia la cocina, tosiendo, con una mano en el vientre. Mi hijo pateó, fuerte, como si quisiera salir de allí. Desde la ventana del salón los vi: mi esposo, Álvaro, y su amante, Irene, retrocediendo hacia el coche. No miraron atrás.
La alarma de incendios no sonó. Recordé entonces que él la había “arreglado” la semana anterior. El pasillo ya era un túnel negro. Intenté la puerta: cerrada. El pomo ardía. Me apoyé en la pared, respiré bajo, como me habían enseñado en el curso de parto. Conté segundos. Pensé en mi madre. Pensé en no caer.
Agarré la sartén de hierro del fogón, pesada, familiar. Golpeé el vidrio una vez. Dos. El tercero lo rompió en una lluvia de astillas. El aire frío entró como una bofetada. Me asomé, grité. Alguien respondió. Un vecino. Sirenas.
El fuego avanzaba. Me cubrí la cara con la camiseta empapada en el fregadero y trepé por la ventana rota, cortándome los antebrazos. Caí de rodillas sobre el césped húmedo. Sentí el mundo inclinarse. Oí voces, pasos, órdenes. Una manta. Oxígeno.
Mientras me subían a la ambulancia, con el vientre tenso y el corazón desbocado, hice una promesa silenciosa: si salía viva, el próximo incendio no me tendría como víctima. No sería un acto de rabia. Sería verdad, registrada, con nombres y fechas.
La casa ardía detrás. Yo respiraba. Y eso lo cambiaba todo.
Desperté en el hospital con el pitido constante de un monitor y una mano firme sosteniendo la mía. Era mi padre, Julián. No habló. No hacía falta. El médico explicó que el bebé estaba estable. Yo tenía inhalación de humo y cortes superficiales. Me permití llorar.
La policía llegó ese mismo día. Relaté sin adornos. El clic de la llave. La frase. La ventana. El vecino que llamó al 112 confirmó haber visto a Álvaro salir con una mujer minutos antes de que el fuego tomara el salón. Los bomberos hallaron restos de acelerante cerca de la puerta trasera. No fue un accidente.
Activaron una investigación por incendio provocado con riesgo para la vida. Me asignaron protección. Álvaro no respondió a las llamadas. Irene tampoco. El seguro se negó a pagar hasta que concluyera el peritaje. Todo avanzaba lento y firme.
Desde la cama, con el portátil sobre las piernas, empecé a revisar. Álvaro había cambiado el beneficiario del seguro de vida tres meses atrás. Había buscado “cómo desactivar alarmas domésticas” y “tiempos de combustión”. Lo había hecho desde nuestro wifi. Guardé capturas. Las entregué.
Mi abogada, Marta Salgado, fue clara: no prometía rapidez, sí solidez. Presentamos medidas cautelares. Orden de alejamiento. Bloqueo de bienes. La jueza las concedió. Cuando por fin lo localizaron, negó todo. Dijo que fue un cortocircuito. Que yo exageraba. Que estaba “alterada por el embarazo”.
No lo estaba. Estaba viva.
El parto se adelantó dos semanas. Mateo nació con un llanto que llenó la habitación. Lo sostuve y pensé en el humo, en la ventana, en la sartén. Pensé en el clic de la llave. Y en cómo los hechos, cuando se encadenan, ya no admiten bromas.
El juicio llegó al año siguiente. Entré despacio, con Mateo en brazos y mi padre a mi lado. Declaré. Escuché. No miré a Álvaro. Oí la sentencia: culpable. Prisión. Indemnización. Inhabilitación. No hubo épica. Hubo ley.
Vendí el solar donde estuvo la casa. Con ese dinero compré un piso pequeño, luminoso, sin recuerdos. Volví a trabajar. Dormí con la ventana abierta. Aprendí a no pedir permiso para estar a salvo.
A veces me preguntan cómo supe qué hacer. No supe. Hice. Rompí un vidrio. Respiré bajo. Dije la verdad. Eso fue todo.
Mateo crece fuerte. Cuando llora, lo cojo. Cuando ríe, el mundo cabe. No hay incendios aquí. Solo luz.



