Siempre tuve la sospecha de que algo no estaba bien con mi té nocturno. Esa noche, cuando mi esposo salió de la habitación, lo vertí por el fregadero y fingí dormir. Contuve la respiración, inmóvil. Minutos después, volvió. Sentí su sombra sobre mí, demasiado quieta, demasiado atenta. Entonces hizo algo que no estaba destinado a ver despierta. En ese instante, con el corazón desbocado, entendí que no era paranoia… era peligro.
Siempre tuve la sospecha de que algo no estaba bien con mi té nocturno. No era el sabor —la manzanilla sabía igual— ni el aroma. Era el efecto. Un peso súbito en los párpados, una torpeza impropia, un sueño espeso que llegaba demasiado rápido. Yo, que siempre había sido ligera para dormir, empecé a caer rendida en minutos. Me decía que era estrés. Que exageraba.
Esa noche, cuando mi esposo salió de la habitación para “prepararlo”, tomé una decisión. Esperé a oír el chasquido de la tetera apagándose y el roce de sus pasos alejándose. Cuando volvió y dejó la taza en la mesilla, le sonreí. Bebí un sorbo mínimo. Cuando cerró la puerta del baño, me incorporé, fui al fregadero y vertí el té con cuidado. Volví a la cama y fingí dormir.
Contuve la respiración. Inmóvil. Escuché el goteo lejano del grifo. Minutos después, volvió.
Sentí su sombra sobre mí, demasiado quieta, demasiado atenta. No se acostó. No suspiró. Observó. El colchón no crujió. Su respiración era lenta, calculada. Entonces hizo algo que no estaba destinado a ver despierta: abrió el cajón de la mesilla, sacó una jeringuilla pequeña, sin aguja, y la acercó a mi cara. No me tocó. La retiró. Como comprobando.
Mi corazón se desbocó, pero mantuve el ritmo del sueño fingido. Él volvió a guardar la jeringuilla y sacó el móvil. Activó la linterna y la pasó por mis pupilas, con una destreza que no se improvisa. Apagó la luz. Esperó. Luego se fue.
No me moví hasta que la puerta se cerró. Entonces, temblando, me incorporé. Abrí el cajón: vacío. Revisé el baño: nada. Volví a la cama con un nudo en la garganta. Ya no era paranoia. Era peligro.
Me quedé despierta hasta el amanecer, repasando cada noche anterior, cada té aceptado con gratitud, cada “duerme, amor”. Y entendí que, si había llegado hasta ahí, no podía cometer un error: debía probarlo. Y salir viva.
A la mañana siguiente, actué como si nada. Desayuné con él. Hablamos del trabajo, del tráfico, de un fin de semana pendiente. Sonreí. Observé. Daniel —mi esposo— estaba tranquilo, quizá demasiado. Me ofreció té de nuevo por la noche. Acepté.
Ese día pedí cita con mi médica de cabecera, Laura Ríos, en el centro de salud del barrio. Le conté lo justo, con voz baja. No se rió. No minimizó. Me pidió que, si volvía a beber el té, guardara una muestra. Me habló de sedantes de acción corta, de hipnóticos líquidos, de cómo algunos dejan rastros si se analizan a tiempo.
Volví a casa con una bolsa de la farmacia: frascos estériles. Esa noche, cuando Daniel salió de la habitación, repetí el ritual. Bebí un sorbo mínimo y vertí el resto en el fregadero… pero antes, llené el frasco. Fingí dormir.
Él volvió. Repitió la escena. Esta vez, además de la linterna, apoyó dos dedos en mi cuello, midiendo el pulso. Tragué saliva por dentro. Cuando se fue, guardé el frasco bajo el colchón.
Al día siguiente, llevé la muestra al laboratorio que me indicó la médica. Esperar fue una tortura. Mientras tanto, comencé a revisar papeles. El seguro de vida estaba actualizado hacía tres meses. Beneficiario: Daniel. La cantidad era alta. Demasiado.
Cuando llegó el resultado, no me sorprendió y, aun así, me derrumbé: benzodiacepina de acción rápida, en dosis suficientes para provocar un sueño profundo. No mortal por sí sola. Peligrosa si se combina. Peligrosa si alguien “ayuda”.
Con el informe en la mano, fui a la policía. No grité. No acusé sin pruebas. Mostré el documento. Expliqué la jeringuilla. El agente escuchó. Activaron un protocolo. Me aconsejaron no confrontar. Acordamos una salida segura.
Esa noche, Daniel preparó el té. Yo lo bebí. Me dejé caer en la cama. Fingí. Esta vez, cuando volvió, no estuvo solo. La puerta se abrió de golpe. Dos agentes entraron. Daniel se quedó petrificado. La jeringuilla cayó al suelo.
No hubo forcejeo. Hubo silencio. El peor.
Daniel declaró que “solo quería ayudarme a dormir”. Nadie le creyó. La investigación sacó a la luz compras online, búsquedas, mensajes borrados. El seguro. La jeringuilla. El patrón. No fue rápido, pero fue claro.
Me mudé durante semanas. Dormí con la luz encendida al principio. Luego la apagué. Aprendí a beber té otra vez, sola, con mis manos. Volví a confiar en mi cuerpo cuando me decía “no”.
En el juicio, no lo miré. Escuché. La sentencia habló de intento de administración de sustancias sin consentimiento y riesgo grave. No fue la palabra que yo quería oír. Fue suficiente.
Hoy vivo en el mismo barrio. Camino de noche. Duermo. Si algo aprendí es que la intuición no es miedo: es información temprana. Y que sobrevivir, a veces, empieza por fingir dormir… y despertar a tiempo.



