El apartamento era un sueño. Un ático en el corazón de Madrid con vistas de 360 grados, techos altísimos y una terraza que parecía flotar sobre la Gran Vía. Mi esposo, Carlos, y yo habíamos estado buscando nuestra vivienda “para siempre” durante cinco años, y este lugar, anunciado como una “oportunidad de inversor”, parecía ser el elegido. El vendedor era un hombre de negocios alemán llamado Herr Klaus Richter, un hombre corpulento y de rostro adusto, que delegaba las explicaciones a su joven y ansioso intérprete español.
Mi ventaja secreta era que había vivido en Múnich durante mi año de intercambio universitario y mi alemán era fluido, aunque con un acento que rápidamente había aprendido a ocultar. Decidí mantener mi conocimiento en secreto, un simple experimento social: quería ver qué tan honesto era el vendedor cuando creía que su audiencia no entendía la jerga.
El recorrido fue formal. Carlos se encargaba de las preguntas técnicas sobre fontanería y aislamiento. Yo, Sofía, me limitaba a asentir y sonreír, mi papel era el de la esposa encantada que no entiende de números. Mientras caminábamos por el loft principal, el intérprete se detuvo para atender una llamada urgente, dejándonos a solas con Richter, que miraba por la ventana con aire de impaciencia.
Richter sacó su móvil y comenzó a hablar por teléfono, asumiendo que el español incomprensible de Carlos era la única lengua que dominábamos.
“Sí, estoy en Madrid. El apartamento. Sí, el trato se cierra hoy, si es posible,” dijo Richter, su voz grave resonando contra los cristales. “La pareja parece tonta, están embelesados con la vista. Pagarán lo que pida.” Hice una mueca interna ante la arrogancia, pero mantuve mi expresión pasiva.
Luego, Richter se movió hacia una de las paredes del dormitorio principal, que curiosamente tenía un panel de madera moderna que parecía fuera de lugar. Acarició la madera y le habló a la persona al otro lado de la línea. “Todo está limpio, tranquilo. Han revisado los conductos de ventilación y no encontraron nada. Es una pena que no se pueda usar más, pero al menos el precio de venta cubrirá el coste de la… remodelación.”
En ese momento, el intérprete regresó, disculpándose efusivamente. Richter colgó la llamada con un gruñido. Carlos hizo una pregunta sobre los impuestos de la comunidad. Yo seguí sonriendo, pero mis pensamientos corrían a mil por hora. ¿Por qué una “pena” no poder usar más una habitación?
Mientras Carlos y el intérprete se dirigían a la cocina, Richter y yo nos encontramos solos de nuevo junto a ese extraño panel de madera. Él suspiró, frustrado por la lentitud de la negociación, y volvió a hablar en alemán, en lo que parecía ser una queja para sí mismo, un desahogo instintivo en su lengua materna:
“Die Leichen verschwinden nicht so schnell wie die Feuchtigkeit.”
Me paralicé. No era una frase sobre humedad o fontanería. No. Lo que escuché fue: “Los cuerpos no desaparecen tan rápido como la humedad.”…
Mi marido y yo fuimos a ver un apartamento de un propietario extranjero, fingí no entender alemán, pero escuché una frase que me dejó paralizada e incrédula
La sangre se me heló. La sonrisa educada se congeló en mi rostro, una máscara tensa y absurda. Los cuerpos no desaparecen tan rápido como la humedad. La frase era tan grotesca, tan fuera de lugar en ese ático bañado por el sol, que por un instante creí haberla imaginado, una reverberación de mi subconsciente. Sin embargo, la expresión de Herr Richter, de absoluto hastío y molestia, era real.
Recuperé la compostura en una fracción de segundo. Sabía que un parpadeo, un tic nervioso, delataría mi comprensión. Mi formación como contadora me había enseñado a ser metódica y a ocultar el pánico.
“Qué bonita vista, Herr Richter,” dije en un español suave, forzando un asentimiento hacia la ventana.
Richter, aliviado de que su comentario pasara desapercibido, solo gruñó en respuesta: “Sí, sí, es excelente.”
Carlos regresó con el intérprete. “Sofía, cariño, ¿qué te parece el dormitorio principal? La orientación es perfecta.”
“Es… espacioso,” logré decir. Mis ojos, sin embargo, estaban fijos en el panel de madera. Ya no era un detalle de diseño moderno; era la entrada a un secreto oscuro. La frase de Richter sobre la “remodelación” adquirió un significado totalmente siniestro.
Carlos, ajeno a mi tormenta interna, comenzó a negociar el precio. Yo me excusé discretamente, alegando que necesitaba ir al baño. Una vez fuera de la vista, no me dirigí al baño, sino de vuelta al dormitorio, fingiendo admirar la vista desde el otro lado.
Me acerqué al panel de madera. Era liso, sin manijas ni costuras visibles, una pared falsa bien ejecutada. Recordé la conversación anterior de Richter: “Han revisado los conductos de ventilación y no encontraron nada.” ¿Qué buscaban? ¿Y por qué el panel de madera parecía nuevo, mientras que el resto del apartamento era de diseño clásico de los años 90?
Toqué la madera. Estaba extrañamente fría al tacto, y no emitía el sonido hueco que se esperaría de un tabique simple. Parecía inusualmente densa. Busqué un interruptor o una bisagra oculta cerca del suelo. Nada.
Entonces, mi vista captó un detalle minúsculo: una pequeña marca de raspadura cerca del zócalo, casi imperceptible, como si algo pesado hubiera sido arrastrado. Justo encima de esa marca, el borde del panel no encajaba perfectamente con el marco de la pared de yeso. Era una diferencia de menos de medio milímetro. La cámara oculta.
Richter era un inversor conocido, con muchos negocios en Europa del Este, lo que explicaba su acento. Si “los cuerpos no desaparecen tan rápido…”, esto no era un simple problema de humedad o de malos inquilinos. Esto era criminalidad a gran escala. Necesitaba salir de allí, alertar a Carlos sin alertar al vendedor.
Regresé a la sala. Carlos estaba a punto de estrechar la mano de Richter. “El trato está casi cerrado, Sofía, ¡solo quedan los detalles!”
“Carlos,” dije, mi voz ligeramente aguda. Me acerqué y le susurré, mientras le sujetaba la solapa de su chaqueta: “No. Ahora no. El panel de la pared en el dormitorio tiene que ser revisado. Ahora. No hablemos de eso aquí.” Hice una presión significativa en su brazo, una señal que él conocía bien: peligro inminente, obedecer sin preguntar.
Carlos, aunque confundido por mi repentina frialdad, asintió, supo que algo grave sucedía. Se volvió hacia Richter, forzando una sonrisa: “Herr Richter, disculpe. Mi esposa tiene una corazonada. Nos encantaría hacer una segunda visita con nuestro inspector de obras. ¿Le parece bien mañana a primera hora?” Richter frunció el ceño. La trampa estaba puesta.
El rostro de Herr Richter se contrajo, perdiendo por completo la cortesía forzada. “¿Un inspector? Es innecesario. El apartamento está en perfectas condiciones, como se indica en la documentación.” Su negativa fue demasiado rápida, demasiado vehemente.
“Solo es un trámite,” insistí, poniendo mi mano en el brazo de Carlos, fingiendo una preocupación normal de compradora. “Es la vivienda de nuestros sueños. Queremos estar seguros de que no hay… problemas estructurales imprevistos.”
“Bien. Mañana a las nueve,” gruñó Richter, dándose por vencido con mala gana. Sabía que cualquier retraso aumentaría su riesgo, pero una negativa rotunda habría sido más sospechosa. Salimos del ático en un silencio cargado.
En el taxi, Carlos me miró, pálido. “¿Qué demonios fue eso, Sofía? Estaba a punto de cerrar el trato.”
“Gracias a Dios que no lo hiciste,” le dije, y le repetí la escalofriante frase en alemán. “Los cuerpos no desaparecen tan rápido como la humedad.” Le conté lo de la pared fría y la extraña conversación telefónica sobre los conductos y la “remodelación”.
Llamamos a mi contacto más confiable en la policía, un viejo amigo de la universidad. Le contamos la historia, enfocándonos en la frase, el panel y el historial dudoso de Richter como inversor extranjero. A las 8:30 de la mañana siguiente, no fue un inspector de obras el que llamó a la puerta del ático, sino una orden judicial de registro y un equipo forense.
Lo que descubrieron detrás del panel de madera superó mis peores temores. No había cuerpos, afortunadamente, pero había algo casi igual de grave: un pequeño búnker sellado, herméticamente cerrado y a prueba de sonido, que había sido utilizado como una cámara de seguridad para negociaciones ilegales y probablemente extorsiones. Dentro, encontraron sofisticados equipos de vigilancia, restos de documentos triturados y, crucialmente, pequeñas muestras de lo que los forenses identificaron como restos biológicos (fluidos y rastros de ADN) que indicaban confinamiento forzoso. La humedad, la que Richter había mencionado, no era de tuberías, sino el resultado de un sellado imperfecto después de una limpieza apresurada de algo muy desagradable.
Richter fue detenido esa tarde en el aeropuerto de Barajas, intentando abordar un vuelo a Zúrich. El ático, nuestro “apartamento de ensueño”, se convirtió en la escena de un crimen y el centro de una investigación internacional sobre lavado de dinero y secuestro.
Carlos me abrazó esa noche, aún temblando. “Tu alemán nos salvó. Pensé que solo te serviría para pedir cerveza.”
“Algunas cosas valen más que una buena cerveza, cariño,” le respondí.
El apartamento nunca salió a la venta de nuevo, confiscado por el estado. Pero la historia de la contadora con oído de águila se hizo leyenda entre los círculos inmobiliarios de Madrid.



