La escuela llamó diciendo que mi hija llevaba tres horas sin que nadie la recogiera. Les respondí, confundido: “No tengo hija. Tengo 28 años y estoy soltero”. Me amenazaron con llamar a la policía por negligencia infantil. Sin entender nada, conduje hasta allí. Al entrar a la oficina, vi a una niña pequeña sentada sola, abrazando su mochila. Cuando levantó la vista y me miró a los ojos, sentí que el estómago se me hundía. Porque su cara… se parecía demasiado a la mía.
La llamada de la escuela me llegó a las cinco y veinte de la tarde, justo cuando salía del trabajo. El número era desconocido, pero contesté por costumbre.
—¿Es usted el padre de Emma Collins? —preguntó una voz femenina, firme.
Me detuve en seco en mitad de la acera de Lavapiés.
—No —respondí, confundido—. Debe de haber un error. Tengo veintiocho años. Estoy soltero. No tengo hijos.
Hubo un silencio incómodo al otro lado.
—Señor, su hija lleva casi tres horas esperando a que alguien la recoja. Si no se presenta de inmediato, nos veremos obligados a llamar a la policía por negligencia infantil.
Pensé que era una broma de mal gusto. Repetí mi nombre, Adrián Walker, y colgué sin esperar respuesta. Pero algo en el tono de la mujer me dejó inquieto. No sonaba equivocada. Sonaba cansada.
Diez minutos después, volví a recibir la llamada. Esta vez, cedí.
Conduje hasta el colegio sin entender qué estaba haciendo. Durante el trayecto, repasé mi vida: relaciones breves, trabajos temporales, ninguna historia que encajara con una hija de seis o siete años. Nada.
Al entrar en la oficina del centro, el aire olía a papeles viejos y desinfectante. La secretaria levantó la vista y me observó con una mezcla de alivio y reproche.
—Por fin —dijo—. Ella está ahí.
Señaló una silla junto a la pared.
La vi entonces.
Una niña pequeña, sentada sola, abrazando una mochila rosa gastada. Sus zapatillas no tocaban el suelo. Tenía el pelo castaño oscuro, recogido de forma descuidada, y una mancha de rotulador en la manga del jersey.
Cuando levantó la vista y me miró a los ojos, sentí que el estómago se me hundía.
Porque su cara… se parecía demasiado a la mía.
No era una semejanza vaga. Era precisa. La misma forma de los ojos. El mismo gesto al fruncir el ceño. Incluso el pequeño lunar bajo la ceja izquierda.
Ella no sonrió. Solo me observó, como si me hubiera estado esperando.
—Llegas tarde —dijo en voz baja.
Y, sin saber por qué, supe que aquella frase iba a cambiarlo todo.
Me senté frente a ella sin atreverme a tocarla. La secretaria carraspeó.
—¿Es usted el padre? —preguntó.
Abrí la boca, pero no salió ningún sonido.
—Mamá dice que te pones nervioso cuando te miran mucho —intervino la niña—. Pero que eres bueno.
Sentí un mareo inmediato.
—¿Tu madre? —pregunté—. ¿Cómo se llama?
—Claire —respondió—. Claire Walker.
Ese apellido me golpeó como un puñetazo.
Claire Walker había sido mi novia cuando yo tenía diecinueve años. Una relación corta, intensa, que terminó de forma abrupta cuando ella se fue de Madrid sin explicaciones. Nunca volvió a contestar mis mensajes.
Nunca me dijo que estaba embarazada.
La directora del colegio me llevó a su despacho. Me mostró la ficha de la niña: Emma Walker, seis años, madre soltera, sin contacto paterno registrado. Dirección antigua, teléfono fuera de servicio.
—Su madre no ha venido a recogerla hoy —explicó—. Ni ayer. Ni anteayer.
Sentí un nudo en la garganta.
Salí del colegio con Emma de la mano, en silencio. No preguntó nada. Caminaba como si ya supiera que no tenía otra opción.
En mi piso, le preparé una cena sencilla. Comió con educación, pero apenas habló. Cuando terminó, sacó un dibujo de la mochila y lo dejó sobre la mesa.
Era un hombre alto, con barba incipiente y una chaqueta como la mía.
—Mamá dice que te dibuje para no olvidarte —dijo.
Esa noche casi no dormí.
Al día siguiente, denuncié la desaparición de Claire. La policía fue clara: no había rastro reciente. Ni cuentas bancarias activas, ni alquiler vigente. Había dejado a Emma en el colegio y no había vuelto.
Los días siguientes se llenaron de pruebas de ADN, visitas a servicios sociales y preguntas incómodas. El resultado llegó rápido.
Probabilidad de paternidad: 99,98 %.
Emma era mi hija.
La rabia llegó después. La culpa. El miedo.
—¿Mamá va a volver? —me preguntó una noche.
No supe qué responder.
Pero alguien sí parecía saber más.
Encontré un correo antiguo en una cuenta olvidada. De Claire. Sin enviar. Con una fecha reciente.
Solo decía:
“Si estás leyendo esto, es porque ya no me quedó tiempo. Protégela. Él no debe encontrarla.”
Y entendí que la historia no había terminado. Apenas empezaba.
La policía confirmó lo que yo temía: Claire había estado huyendo. Deudas, amenazas, un exsocio violento al que había denunciado sin éxito. Emma no había sido abandonada. Había sido protegida.
Durante semanas viví con el miedo constante de que alguien llamara a la puerta.
Pero nadie lo hizo.
Poco a poco, Emma empezó a ocupar el espacio. Su cepillo de dientes junto al mío. Sus dibujos en la nevera. Sus preguntas antes de dormir.
—¿Te vas a ir tú también? —me preguntó una noche.
—No —respondí—. Yo me quedo.
Y era verdad.
Un mes después, la policía cerró el caso de Claire como desaparición voluntaria con indicios de riesgo. Nunca la encontraron. Pero tampoco apareció el hombre del que huía.
Emma empezó a llamarme papá sin pedir permiso.
El día que firmé la custodia definitiva, entendí que mi vida anterior había terminado el día de aquella llamada.
No tuve elección.
Tuve responsabilidad.
Y, por primera vez, sentido.



