Mi esposo pasó toda la tarde arreglando los frenos de mi coche. “Los reemplacé con pastillas de alta gama, conduce al trabajo mañana por seguridad”, sonrió extrañamente. Al mediodía siguiente, me escribió: “¿Estás conduciendo? ¿Cómo se sienten los frenos?”. Le respondí: “Tu coche no arrancaba esta mañana, así que le presté mis llaves a tu mamá para que fuera al templo de la montaña. Dijo que el coche va muy suave”. 5 segundos después, mi teléfono vibró violentamente; él me hizo una videollamada con la cara sin una gota de sangre: “¡Llama a mamá ahora mismo! ¡Dile que pare! ¡Que pare inmediatamente!”.
Nuestra relación, la de Marcos y yo, llevaba meses tambaleándose sobre una cuerda floja. Las discusiones eran constantes y el silencio reinaba en las cenas, pero aquel domingo, todo pareció cambiar. Marcos, que normalmente pasaba los fines de semana pegado al televisor viendo deportes, de repente mostró un interés inusual y solícito por el mantenimiento de mi coche. Me dijo que había notado un ruido extraño al frenar la última vez que lo usamos y que no quería que yo corriera ningún riesgo. “Déjame encargarme, Elena”, me dijo con una voz suave que hacía tiempo no escuchaba. Pasó toda la tarde del domingo encerrado en el garaje, entre herramientas, grasa y el sonido metálico de las llaves inglesas. Yo me sentí aliviada, pensando que quizás este era su modo de intentar arreglar las cosas entre nosotros, un gesto de cuidado.
Cuando salió, ya anocheciendo, se limpió las manos en un trapo sucio y me miró con una expresión indescifrable. “Listo”, anunció. “He reemplazado todo el sistema con pastillas de alta gama. Son lo mejor del mercado. Conduce al trabajo mañana por seguridad, notarás la diferencia”. Sonrió extrañamente, una sonrisa que no llegaba a sus ojos, fría y calculadora, pero en mi ingenuidad, decidí ignorar mi instinto y le agradecí con un beso en la mejilla que él apenas correspondió.
La mañana del lunes fue caótica. Me levanté tarde y con prisas. Mientras me preparaba el café, escuché a Marcos intentar arrancar su propio vehículo en la entrada. El motor tosió un par de veces y murió. Él tenía una reunión importante y ya se había ido en un taxi furioso cuando yo bajé. Mi suegra, Doña Sofía, una mujer devota y dulce que vivía con nosotros temporalmente, me pidió un favor: necesitaba ir al templo antiguo que queda en la cima de la montaña, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad, para una promesa religiosa. Como el coche de Marcos no arrancaba y yo podía tomar el metro directo a la oficina, no lo dudé.
Al mediodía, mi teléfono vibró. Era un mensaje de Marcos: “¿Estás conduciendo? ¿Cómo se sienten los frenos?”.
Me pareció dulce que se preocupara. Le respondí con naturalidad: “Tu coche no arrancaba esta mañana, así que le presté mis llaves a tu mamá para que fuera al templo de la montaña. Dijo que el coche va muy suave”.
Dejé el teléfono sobre el escritorio y volví a mi ordenador. Pasaron exactamente cinco segundos. Mi teléfono comenzó a vibrar violentamente sobre la madera, rompiendo el silencio de la oficina. Era una videollamada de Marcos. Al contestar, la imagen me heló la sangre. Él estaba en su oficina, pero su rostro estaba desencajado, pálido como el papel, con los ojos desorbitados y una expresión de terror puro que jamás había visto en un ser humano. Parecía un hombre que acababa de ver al diablo.
—¡Llama a mamá ahora mismo! —gritó, con la voz quebrada por el pánico—. ¡Dile que pare! ¡Que pare el coche inmediatamente! ¡Elena, hazlo ya! …
Mi esposo “arregló” los frenos por mi seguridad… y entró en pánico cuando supe quién conducía realmente el coche
El grito de Marcos resonó tan fuerte que varios compañeros de trabajo se giraron a mirarme. Mi corazón comenzó a latir desbocadamente, no por lo que entendía, sino por lo que el instinto me gritaba. Sin colgar la videollamada, minimicé su imagen temblorosa y marqué frenéticamente el número de Doña Sofía.
Uno… dos… tres tonos. Nadie respondía.
—¡No contesta, Marcos! ¡No contesta! —le grité, sintiendo cómo la histeria comenzaba a apoderarse de mí—. ¿Qué pasa? ¿Qué le hiciste al coche? ¡Dímelo!
Marcos no respondió a mi pregunta, solo se agarraba la cabeza con ambas manos, sollozando y maldiciendo. “Dios mío, no, no a ella, no a ella”, repetía. Cortó la llamada abruptamente. Segundos después, me envió su ubicación en tiempo real; ya iba en camino hacia la carretera de la montaña. Salí corriendo de la oficina sin dar explicaciones, tomé un taxi y le pedí al conductor que volara hacia la ruta que lleva al templo.
El trayecto fue una tortura psicológica. Intenté llamar a Sofía diez, veinte, treinta veces. Siempre el mismo resultado: el buzón de voz. Mi mente comenzó a conectar los puntos oscuros que mi corazón se negaba a aceptar. La insistencia de Marcos en que yo usara el coche, las “pastillas de alta gama”, su sonrisa fría, y ahora, su pánico absoluto al saber que era su madre quien estaba al volante. No era un fallo mecánico lo que él temía; era la certeza de un desastre provocado.
La carretera hacia el templo es conocida por sus curvas cerradas, sus barrancos profundos y la falta de protecciones en los tramos más antiguos. Es una vía hermosa pero implacable, que requiere frenos en perfecto estado para controlar el descenso. A medida que el taxi subía, empezamos a ver señales de congestión. Coches detenidos, gente mirando hacia el precipicio. Mi estómago se cerró.
A lo lejos, vi el coche de Marcos mal aparcado en el arcén. Él estaba de pie junto al borde de la carretera, sujetado por dos desconocidos, gritando hacia el vacío. Pagué al taxista y corrí hacia él. El aire olía a goma quemada y a pino. Cuando llegué al borde y miré hacia abajo, el mundo se detuvo.
Casi cien metros más abajo, encajado entre rocas y árboles viejos, yacía mi coche. O lo que quedaba de él. Era un amasijo de hierros grises, volcado sobre el lado del conductor. El techo estaba aplastado y el humo salía del capó. No había movimiento. Los equipos de rescate ya estaban descendiendo con cuerdas, sus chalecos naranjas brillando como pequeñas esperanzas en medio del desastre grisáceo.
—¡Mamá! —el aullido de Marcos fue desgarrador, un sonido animal que me erizó la piel. Se giró hacia mí, y en sus ojos vi la culpa más profunda y oscura que un ser humano puede cargar. No era tristeza por un accidente; era el peso de un verdugo que ha ejecutado a la víctima equivocada.
La policía llegó minutos después y acordonó la zona. Nos mantuvieron alejados mientras los bomberos trabajaban con las herramientas hidráulicas para cortar el metal. Cada minuto era una eternidad. Marcos estaba en estado de shock, balbuceando incoherencias. Yo me mantenía de pie solo por la adrenalina, observando cómo sacaban un cuerpo cubierto con una sábana blanca. En ese momento supe que Sofía se había ido. La mujer amable que me había acogido como a una hija había pagado el precio de una guerra que no era suya.
Un oficial de policía se acercó a nosotros con una libreta en la mano y el rostro serio. Miró el coche destrozado allá abajo y luego a Marcos.
—Señor, señora… lamento informarles que la conductora ha fallecido. El impacto fue demasiado violento. Pero hay algo más… —el oficial hizo una pausa, mirando fijamente a Marcos—. Los peritos preliminares han notado algo muy extraño en las marcas de frenado sobre el asfalto. O mejor dicho, en la ausencia de ellas.
Las palabras del oficial cayeron como una sentencia. “Ausencia de marcas de frenado”. En una carretera de montaña, eso solo significaba dos cosas: o el conductor se durmió, o los frenos no existían. Marcos se desplomó de rodillas, vomitando sobre la hierba seca del arcén. Yo lo miré, y en ese instante, el miedo se transformó en una claridad helada. No necesité preguntar. Lo supe.
La investigación fue rápida y brutal. El coche fue izado y llevado al depósito judicial esa misma tarde. Yo fui interrogada como testigo, pero Marcos fue llevado en calidad de sospechoso casi de inmediato. Su comportamiento errático y sus gritos de “¡Yo la maté!” antes de que nadie confirmara la causa técnica del accidente, fueron suficientes para levantar todas las alarmas.
Dos días después, el informe pericial confirmó mis peores pesadillas. No había pastillas de freno de “alta gama”. De hecho, los latiguillos del líquido de frenos habían sido cortados intencionalmente, de tal manera que aguantaran un par de frenadas suaves en la ciudad, pero colapsaran ante la primera presión fuerte y sostenida… como la necesaria para bajar una montaña. Fue un sabotaje calculado, meticuloso y cobarde.
Marcos confesó durante el segundo interrogatorio. Se derrumbó bajo la presión de su propia conciencia. Admitió que había planeado mi muerte para cobrar un seguro de vida considerable y huir con una amante que yo ni siquiera sabía que existía. Había pasado la tarde del domingo no arreglando mi coche, sino convirtiéndolo en un ataúd con ruedas. Su plan era perfecto: un accidente trágico en mi camino al trabajo, una viudez rápida y una fortuna en el banco.
Pero el destino, con su ironía cruel, jugó su propia carta. El fallo en la batería de su propio coche —un simple azar mecánico— obligó a la única persona que él realmente amaba en este mundo, su madre, a subirse a la trampa mortal diseñada para mí. Doña Sofía condujo hacia su muerte creyendo que su hijo cuidaba de ella, sintiendo el coche “suave” hasta que llegó la primera curva descendente y el pedal se fue al fondo sin respuesta.
El juicio fue un espectáculo mediático, pero yo apenas presté atención. Ver a Marcos esposado, envejecido diez años en diez días, llorando cada vez que mencionaban el nombre de su madre, no me produjo satisfacción. Solo sentí un vacío inmenso. Él había querido destruir mi vida, y en su lugar, destruyó su alma y mató a la mujer que le dio la vida. Fue condenado a prisión perpetua, no solo por el homicidio imprudente de su madre, sino por el intento de asesinato premeditado contra mí.
Hoy, visito la tumba de Sofía a menudo. Le llevo las flores que a ella le gustaban y le pido perdón por haberle prestado esas llaves, aunque sé que la culpa no es mía. A veces pienso en esa sonrisa extraña de Marcos en el garaje. Esa intuición que sentí y que ignoré por querer confiar en mi marido. Esa pequeña voz que me decía “no conduzcas”, y que al final, salvó mi vida pero condenó a otra.



