El día que juré como jueza federal, mis padres no estaban allí. Prefirieron un día de spa. Sonreí para las fotos, pero algo se quebró por dentro

El día que juré como jueza federal, mis padres no estaban allí. Prefirieron un día de spa. Sonreí para las fotos, pero algo se quebró por dentro. Esa misma noche, ya sola en mi despacho, llegó un expediente sellado. Cuando leí el nombre en la portada, sentí que el corazón se me detenía. Cerré la puerta con llave. Entendí que el destino tenía un sentido cruel del humor: mientras ellos me ignoraban, el pasado venía a sentarse frente a mí.

El día que juré como jueza federal en la Audiencia Nacional, mis padres no estaban allí. El salón estaba lleno de togas negras, cámaras, aplausos contenidos. Yo pronuncié el juramento con voz firme, la espalda recta, la sonrisa exacta que se espera de alguien que ha llegado lejos. Pero cuando mis ojos buscaron entre el público, confirmé lo que ya sabía desde la mañana: ellos habían elegido un spa en Segovia.

—Nos hace falta desconectar —me dijo mi madre por teléfono—. Además, ya habrá fotos.

Sonreí para las fotos. Apreté la mano del presidente del tribunal. Agradecí felicitaciones. Por dentro, algo se quebró en silencio. No era la primera ausencia. Solo era la más clara.

Esa noche regresé sola a mi despacho. Madrid estaba húmedo, gris. La seguridad ya había cerrado casi todas las plantas. Encendí la luz, dejé el bolso sobre la mesa y respiré hondo. Pensé que al menos allí, en ese espacio ganado con años de estudio y sacrificio, el mérito todavía significaba algo.

Entonces vi el sobre.

Era un expediente sellado, colocado justo en el centro del escritorio. No llevaba nota. Solo un código interno y un nombre en la portada.

Lo leí una vez. Luego otra.

Sentí que el corazón se me detenía.

Antonio Valdés Serrano.

Cerré la puerta con llave.

Ese nombre no pertenecía a un desconocido. Era el hombre que había marcado mi infancia sin saberlo. El socio de mi padre. El que había financiado su empresa. El que, veinte años atrás, había desaparecido tras un escándalo fiscal que mi familia siempre evitó mencionar.

Mis manos temblaban mientras hojeaba el índice. Delitos económicos. Blanqueo. Tráfico de influencias. Una red compleja que llevaba años enterrada.

Y ahora estaba allí. En mi primer día como jueza.

Entendí entonces que el destino tenía un sentido cruel del humor: mientras mis padres me ignoraban, el pasado venía a sentarse frente a mí, exigiendo una sentencia.

Pasé la noche entera leyendo el expediente. Cada página abría una puerta que había permanecido cerrada en mi memoria. Empresas pantalla. Transferencias a paraísos fiscales. Y, entre los nombres secundarios, uno que me heló la sangre: Rafael Martín, mi padre.

No como imputado. No directamente. Pero sí como beneficiario indirecto en los primeros años de la trama.

A las siete de la mañana llamé al secretario judicial.

—¿Desde cuándo está este asunto asignado a mi juzgado? —pregunté.

—Desde ayer —respondió—. Fue reparto automático.

Automático. Legal. Implacable.

Sabía lo que se esperaba de mí: imparcialidad absoluta. También sabía que cualquier decisión sería examinada con lupa. Si me inhibía, se interpretaría como debilidad. Si seguía, como conflicto.

Decidí seguir. Pero documentarlo todo.

Cuando cité a declarar a Antonio Valdés, no avisé a nadie de mi familia. Él entró en la sala esposado, con el cabello canoso y la misma mirada fría que recordaba vagamente de mi infancia.

Cuando nuestros ojos se cruzaron, lo supo.

Sonrió apenas.

El juicio duró meses. Pruebas sólidas. Testimonios precisos. Documentación irrefutable. Mi padre me llamó solo una vez.

—No es necesario remover el pasado —dijo—. Piensa en la familia.

Colgué.

El día de la sentencia, mis padres sí estaban presentes. Por primera vez. Sentados al fondo.

Leí el fallo sin levantar la vista. Condena firme. Penas económicas. Prisión.

Cuando terminé, levanté la mirada. Mi padre estaba pálido. Mi madre lloraba.

No me moví.

Esa noche regresé a casa sabiendo algo con certeza: no todos los padres celebran los logros de sus hijos. Pero yo había aprendido a no necesitar su permiso para ser justa.