Estaba terminando una revisión rutinaria del presupuesto cuando mi jefe, Miguel Herrero, golpeó suavemente el marco de mi cubículo. Nunca aparecía por esta parte de la oficina; siempre llamaba a la gente a su despacho acristalado.
Así que cuando levanté la vista y lo vi allí, pálido y tenso, supe que algo iba muy mal.
Sin decir una palabra, dejó un sobre blanco y grueso sobre mi mesa.
—No lo abras aquí —susurró, con la voz extrañamente forzada—. Vete a casa. Haz la maleta.
Parpadeé, confuso.
—Miguel, ¿qué…?
Él me cortó con un movimiento brusco de la cabeza.
—Tienes 24 horas.
Y, acercándose más, añadió en un susurro aún más bajo:
—Y hagas lo que hagas, no le digas a nadie que te di esto.
Antes de que pudiera hacer otra pregunta, se alejó rápidamente, fingiendo que nada inusual había ocurrido.
Mis compañeros no notaron nada. Estaban demasiado ocupados discutiendo sobre dónde pedir la comida. Mientras tanto, mi corazón latía con una fuerza dolorosa. Miguel no era un hombre dado a bromas; era un exmilitar, alguien que escogía cada palabra con precisión. Yo llevaba cinco años trabajando bajo su supervisión—sabía cuándo hablaba en serio.
Me quedé mirando el sobre durante minutos. No abrirlo era una tortura, pero sus instrucciones resonaban en mi cabeza.
Tomé mi bolso, murmuré que no me encontraba bien, y salí del edificio.
En el trayecto a casa, cada coche detrás de mí parecía sospechoso. Miraba los retrovisores compulsivamente. Di dos vueltas innecesarias solo para comprobar si alguien me seguía. Tal vez era paranoia… pero el miedo en los ojos de Miguel había sido real.
Al llegar a casa, cerré la puerta con llave, corrí las persianas y me senté frente a la mesa de la cocina con el sobre delante. Me temblaban las manos cuando lo abrí.
Dentro había un pendrive.
Y debajo, una nota escrita a mano:
“Lo que estás a punto de ver involucra a gente poderosa. Ya estás en peligro porque accediste a los archivos sin saberlo. Sal de la ciudad. Ahora.”
El estómago se me hundió.
¿Qué archivos?
¿Qué había tocado sin darme cuenta?
Con un nudo en la garganta, conecté el USB a mi portátil.
Apareció una carpeta al instante—
llena de vídeos de vigilancia, correos internos y documentos financieros.
Y en el centro, una captura de pantalla de una transferencia bancaria.
Con mi nombre.
Y una cantidad tan grande que podía enviar a alguien a prisión durante décadas.
Entonces entendí por qué Miguel había dicho:
“Tienes 24 horas.”…
PARTE 2:
Mi pulso retumbaba en mis oídos mientras abría los archivos uno por uno. Cuanto más leía, más miedo tenía.
Eran documentos de una investigación interna secreta—una de la que yo no sabía absolutamente nada.
Los correos revelaban años de fraude, blanqueo de dinero y sobornos entre altos cargos de nuestra empresa y varios contratistas gubernamentales.
Pero lo peor era que alguien había insertado mi nombre en una serie de autorizaciones falsas. Según los documentos, yo había firmado transferencias millonarias vinculadas a cuentas offshore ilegales.
Jamás había visto nada de eso.
No era un error.
Me estaban incriminando.
Miré los vídeos. Algunos eran grabaciones del edificio, otros conversaciones clandestinas filmadas con móviles.
En uno de ellos, dos directivos que conocía—Ricardo Conde y Tomás Beltrán—hablaban.
—“No sabe que tocó los registros del sistema” —decía Ricardo—. “Pero la marca de tiempo enlaza con sus credenciales. Cuando los auditores lo revisen, él cargará con todo.”
La sangre se me heló.
—“¿Cuánto falta para cerrar esto?” —preguntó Tomás.
—“A finales de semana. Si hace preguntas, lo solucionamos. En silencio.”
Sentí náuseas.
Miguel debió descubrir esos archivos mientras colaboraba con los auditores externos. Se dio cuenta del montaje y robó pruebas para salvarme.
Pero eso también significaba que quienes estaban detrás sabían que él había tomado algo.
Revisé las fechas. Eran recientes. Demasiado recientes.
Mi móvil vibró.
Un mensaje de un número desconocido:
“Tenemos que hablar. Ahora.”
No respondí.
Otro mensaje:
“Si huyes, será peor.”
Y otro más:
“Sabemos que tienes los archivos.”
El corazón me golpeó el pecho.
Ya lo sabían.
Cerré el portátil, guardé el USB y lo metí en el bolsillo. Miguel me había dicho que hiciera la maleta. Debí escucharlo desde el principio.
Tiré ropa, dinero, mi pasaporte y un móvil prepago en una mochila. Estaba cerrándola cuando unos faros iluminaron la pared del salón.
Un todoterreno negro se detuvo frente a mi casa.
Luego otro detrás.
Puertas abriéndose.
Pasos.
Voces.
Me habían encontrado.
Apagué todas las luces y me arrastré hacia la puerta trasera. Mis manos temblaban violentamente.
Antes de llegar al portón del jardín, oí cómo derribaban mi puerta principal.
Miguel tenía razón:
Ya no tenía 24 horas. Tenía minutos.
PARTE 3:
Me escondí detrás de la valla, intentando respirar en silencio mientras los intrusos registraban mi casa.
—“Revisad el despacho” —dijo uno—. “Puede que dejara el portátil.”
Otro respondió:
—“El jefe quiere el pendrive. Nada más.”
Sus pasos eran pesados, seguros. No buscaban al azar—sabían exactamente dónde mirar.
Eso significaba que habían estado vigilándome mucho antes de hoy.
Abrí el portón sin hacer ruido y salí al callejón detrás de mi casa. No tenía plan alguno; solo sabía que si me quedaba quieto, me atraparían.
Corrí entre las sombras hasta llegar a una gasolinera a dos manzanas. Me escondí tras un contenedor y encendí el móvil prepago.
Marqué a Miguel.
Respondió al segundo tono.
—“¿Daniel?” —su voz era apenas un hilo—.
—“Están en mi casa” —susurré—. “Dos todoterrenos. Me estaban esperando.”
—“Lo sé” —su voz se quebró—. “Han venido a la mía también.”
—“¿Estás bien?”
—“No.”
Una pausa.
—“Pero he ganado tiempo. Les dije que te di el sobre a la persona equivocada.”
Me dieron ganas de vomitar.
—“¿Te están buscando a ti?”
—“Siempre me estuvieron buscando.”
Otra pausa, más larga.
—“Escucha con atención. Conduce hacia el oeste. Contacté con una abogada especializada en auditorías: Laura Jennings. Sabe todo. Enséñale los archivos y te conseguirá protección.”
—“¿Y tú?”
Silencio. Luego:
—“Mi trabajo era sacarte de ahí. Tú eres el único que puede exponerlos.”
De fondo oí un claxon, gritos, movimiento. Su voz se aceleró:
—“Daniel, vete. Ahora.”
Y la llamada se cortó.
Apreté los dientes, pero me obligué a seguir adelante.
En la gasolinera, un hombre repostaba un coche viejo. Me acerqué.
—“Mi coche no arranca. ¿Podrías llevarme al siguiente pueblo? Te pagaré.”
Dudó un momento, luego asintió.
Viajamos una hora hacia el oeste hasta que me dejó cerca de un motel de carretera. Esperé a que se marchara, entré y alquilé una habitación bajo un nombre falso.
Solo entonces pude respirar.
Saqué el USB.
Todo—mi vida, mi libertad, la de Miguel—dependía de ese pequeño dispositivo.
Encendí el portátil y comencé a subir los archivos al buzón seguro de Laura.
Mientras avanzaba la barra de carga, una sola idea golpeaba mi mente:
Ya no estaba huyendo. Estaba contraatacando.



