Mi esposo estaba bañando a nuestra hija cuando escuché su grito: “¡Entra ya! ¡Ahora!” Corrí al baño con el corazón en la garganta.

Mi esposo estaba bañando a nuestra hija cuando escuché su grito: “¡Entra ya! ¡Ahora!” Corrí al baño con el corazón en la garganta. Él temblaba, incapaz de apartar la mirada del agua. “Tenemos que llamar a la policía…”, murmuró con la voz rota. Y cuando vi lo que flotaba allí —lo que alguien había dejado escondido entre sus juguetes— sentí que el mundo se me desplomaba. Nunca imaginé que nuestra casa, nuestro refugio, ocultara un secreto tan oscuro. Y eso… solo fue el comienzo.

Nunca olvidaré aquel grito. Estaba preparando la cena cuando escuché a Álex, mi esposo, llamar desde el baño con una urgencia que me heló la sangre.

—¡Entra ya! ¡Ahora!

Corrí por el pasillo, casi resbalando, con el corazón golpeándome en la garganta. Cuando abrí la puerta, lo encontré arrodillado junto a la bañera, pálido como una sábana, temblando. Nuestra hija Emma, de apenas cuatro años, chapoteaba sin entender nada, jugando con sus muñecos. Pero Álex no la miraba a ella. Sus ojos estaban clavados en el agua.

—¿Qué pasa? —pregunté, jadeando.

Él levantó la mano y señaló. No podía hablar. Sus labios temblaban.

—Tenemos que llamar a la policía… —murmuró finalmente con la voz rota.

Me acerqué a la bañera. Al principio pensé que era otro de los muñequitos flotantes que siempre dejábamos allí. Pero entonces lo vi con claridad.

Flotando entre los juguetes, había un llavero metálico, pesado, antiguo… uno que no pertenecía a nadie en nuestra casa. Era un llavero con un número grabado: 47B. Y lo más inquietante: estaba atado a una memoria USB.

La tomé con la punta de los dedos, horrorizada. No había forma de que aquello hubiera llegado allí por accidente. Emma no podía haberlo encontrado en la calle; había estado en casa todo el día. Y Álex… bueno, él estaba tan asustado como yo.

—¿Dónde estabas antes? —pregunté, casi sin voz.

—Aquí… bañándola… —respondió él—. Le estaba lavando el cabello cuando la vi jugar con eso. Le pregunté de dónde lo había sacado. Y dijo… —se detuvo, tragando saliva— dijo que “estaba detrás de sus patitos desde esta mañana”.

Nos miramos. Nadie más había entrado en la casa. Nadie.

Yo sentía un frío profundo en la base del estómago, como si mi cuerpo entendiera antes que mi mente que aquello no era un simple objeto perdido.

—Esto… alguien lo dejó aquí —susurré—. Y quería que lo encontráramos.

Álex asintió con un leve movimiento de cabeza.
—No es solo eso, Ana. Mira el borde —señaló—. Está húmedo… pero no del baño. Huele a humedad vieja… a sótano.

Y entonces, Emma habló con total inocencia, ajena al miedo que nos consumía:

—Mami, ¿vas a abrirlo? El señor dijo que era para ti.

El mundo se me detuvo.
—¿Qué señor, cariño?

—El que estuvo en mi cuarto hoy —respondió con naturalidad—. El que buscaba algo.

Álex y yo nos miramos con un terror que nunca había sentido antes.

Porque alguien había entrado en nuestra casa.
Había estado en el cuarto de nuestra hija.
Y lo que había dejado en la bañera… era solo el comienzo.

La policía llegó en menos de quince minutos. Dos agentes de la Comisaría de Chamartín, en Madrid, registraron la bañera, el llavero y la memoria USB. Emma ya estaba dormida; la dejamos con mi vecina mientras explicábamos la situación una y otra vez, tratando de ordenar nuestras propias ideas.

El agente más joven, Rubén Delgado, examinó el llavero bajo una linterna portátil.

—El número 47B corresponde a un trastero del edificio de enfrente —explicó—. ¿Lo conocen?

—No —respondí inmediatamente.

—Pero puede ser de cualquiera —añadió Álex.

Rubén intercambió una mirada con su compañera, la inspectora Marina Roig, una mujer de unos cincuenta años, de mirada firme.

—La memoria USB está encriptada —dijo Marina mientras la conectaba a un dispositivo especial—. Esto no es algo que deje un ladrón común. Para entrar a una casa con un niño dentro, sin forzar cerraduras y sin llevarse nada… se necesita otro tipo de motivación.

Sentí un escalofrío.

—Mi hija dijo que vio a un hombre en su cuarto —susurré.

Marina tomó nota sin mostrar sorpresa.

—¿La niña dio alguna descripción?

Negué con la cabeza.

Álex intervino:
—No queremos asustarla más. Podemos preguntarle mañana, cuando esté tranquila.

La inspectora asintió, comprensiva.

Rubén señaló el borde del llavero.

—Tiene restos de tierra, ladrillo y cal antigua. Muy probablemente de un sótano o un edificio viejo.

—¿Y la USB? —pregunté.

Marina respiró hondo antes de responder.

—El contenido… no puedo verlo aún, pero el tipo de encriptación corresponde a archivos delicados. No suele usarse para algo doméstico.

La noche avanzó entre preguntas, firmas y explicaciones. A las dos de la madrugada los agentes se marcharon, dejando la casa custodiada por una patrulla.

Cuando cerramos la puerta, Álex se dejó caer contra la pared.

—¿Quién demonios entraría aquí? —preguntó.

—No lo sé —respondí, pero mi mente ya estaba girando rápido—. ¿Y si no fue un desconocido?

Álex levantó la vista, confundido.

—¿A qué te refieres?

Hice memoria, algo que no quería hacer.
—La semana pasada me encontré un sobre en el buzón… sin remitente. Dentro había una nota que decía “No abras la puerta por las mañanas”. Pensé que era una broma.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó, herido.

—Porque no quería preocuparte. No quería preocupar a nadie.

Él se llevó las manos al rostro.

—Ana… alguien está jugando con nosotros.

Pero no era un juego.

A la mañana siguiente, la policía regresó. Marina tenía la USB en la mano, ahora con un precinto rojo.

—Lo abrimos —anunció—. Y lo que encontramos afecta directamente a ustedes.

Álex y yo nos quedamos paralizados.

—¿Qué… qué hay dentro?

Marina tomó aire.

—Grabaciones. Documentos. Registros bancarios. Y fotografías tomadas desde fuera de su casa durante meses.

—¿Meses? —susurré, sintiendo cómo me fallaban las piernas.

—Lo peor —continuó Marina— es que alguien estuvo vigilando específicamente a su hija. Rutinas. Rutas. Horarios de escuela.

Sentí que me ahogaba.

—Marina —preguntó Álex con la voz quebrada—. ¿Quién haría algo así?

La inspectora no respondió enseguida. Luego nos miró con una seriedad escalofriante.

—Creemos que ya lo conocen.

Y entonces, por primera vez, pronunció un nombre que ni Álex ni yo queríamos volver a escuchar.

Martin Kessler.

El exsocio de Álex.
Desaparecido hacía un año.
Con una denuncia por estafa y amenazas archivada por falta de pruebas.

Y ahora… de vuelta en nuestras vidas.

Álex se desplomó en una silla.

—No… no puede ser él —murmuró—. Martin dejó el país. La policía lo buscó durante meses.

Marina negó con la cabeza.

—Nunca salió de España. Tenemos registros. Y según el análisis del contenido de la memoria, llevaba tiempo ocultándose… muy cerca de ustedes.

Mi estómago se contrajo.

—¿Ocultándose… dónde?

Rubén abrió su tablet y mostró un mapa del barrio.

—Los restos del llavero 47B coinciden con la estructura del edificio de enfrente. Un edificio viejo, casi vacío… excepto por un trastero alquilado hace un año a nombre de un hombre que no existe. Hemos cruzado datos. Es él.

Álex enterró la cara entre las manos.

—Dios mío…

Yo me obligué a mantenerme en pie.

—¿Pero qué quiere de nosotros? —pregunté.

Marina abrió un documento.

—Kessler acusó a Álex de “arruinar su vida”. Al parecer perdió dinero en la empresa, dinero que él mismo había desviado. Cuando el caso se archivó, creemos que empezó a obsesionarse. Con ustedes. Con la idea de que su familia le debía algo.

Álex golpeó la mesa.

—¡Pero no hicimos nada! ¡Fue su culpa!

La inspectora siguió con calma profesional.

—El llavero, la memoria, las fotos… son un mensaje. Un aviso. Cree que ustedes saben algo que él necesita recuperar.

Rubén añadió:

—Y lo peor es que no trabaja solo. Hay huellas de al menos otra persona en el trastero.

Sentí un temblor incontrolable recorrerme los brazos.

—¿Qué hay en ese trastero?

Marina se puso seria.

—No podemos decírselos aún. Estamos organizando un registro completo con una unidad especial. Pero antes necesitábamos una confirmación.

—¿Cuál? —preguntó Álex, tenso.

—Que Kessler ha entrado a su casa más de una vez.

El silencio que siguió fue insoportable.

Rubén explicó:

—Encontramos marcas en la parte exterior de la ventana del cuarto de Emma. Herramientas de apertura. Las mismas que usa él desde hace años.

Me llevé la mano a la boca.

Álex me rodeó con los brazos, temblando.

Marina continuó:

—Tenemos que trasladarlos a un lugar seguro. Hoy mismo.

Pero entonces Rubén soltó algo que cambió por completo el rumbo de la conversación:

—Hay un problema. El trastero se abrió anoche. Y la cámara térmica captó dos figuras saliendo… pero ninguna volvió.

Marina lo miró con dureza.
—Rubén.

—Tienen derecho a saberlo —respondió él.

—¿Saber qué? —pregunté, sintiendo que el aire se volvía pesado.

Marina suspiró profundamente.

—Creemos que Kessler está dentro de este edificio. Ahora mismo.

Álex se levantó de golpe.
—¿Qué? ¡¿Aquí?!

Rubén asintió.

—Tenemos un piso de vigilancia montado frente al suyo. Pero hay señales claras de movimiento dentro del edifico desde las cinco de la mañana.

Yo tragué saliva.

—¿Y si vuelve? —pregunté.

Marina me miró con una expresión que nunca olvidaré: una mezcla de compasión y alerta.

—Por eso les pedimos que hagan exactamente lo que les diremos. No abran la puerta. No enciendan las luces del pasillo interior. No hablen en voz alta. Y recojan solo lo esencial para salir ahora mismo.

De repente, sonó un golpe en la ventana del salón.
Seco.
Corto.
Frío.

Todos nos giramos al mismo tiempo.

Rubén desenfundó su arma.

Marina avanzó hacia la cortina con pasos silenciosos.

Yo sentí cómo mi corazón intentaba escapar de mi pecho.

Ella abrió la cortina de golpe.

Y allí, pegado al cristal, había algo que nos heló hasta la médula.

Una nota manuscrita, clavada con una pequeña navaja.

Solo decía:

“No habéis visto nada todavía.”