Había escuchado gritos la noche anterior… pero nadie me creyó. Así que al día siguiente fingí irme a trabajar y me escondí debajo de mi propia cama, con el corazón golpeando mis costillas. Pasaron horas. La casa estaba en silencio… hasta que la puerta de mi habitación se abrió lentamente. Reconocí la voz que entró, y en ese instante la sangre se me heló. Porque esa persona… no debería estar allí. Y lo que vi después cambió todo.
Había escuchado gritos la noche anterior, un sonido ahogado que venía del piso de arriba, justo cuando estaba apagando las luces para acostarme. Pensé que quizá era la televisión del vecino, aunque algo dentro de mí sabía que no. Cuando subí a revisar, mi corazón se aceleró sin razón lógica… pero no encontré nada. La casa estaba vacía: solo yo, mi gato Orión y el silencio. Llamé a mi hermana, a mi amiga, incluso a mi exmarido, pero todos me dijeron lo mismo: “Laura, estás agotada. Imaginaste cosas”.
No me convenció. Esa voz… era real. Y no era la voz de un extraño. Era una voz que reconocería en cualquier lugar. Pero no podía aceptar esa idea; era imposible.
Así que al día siguiente tomé una decisión que ni yo misma me habría imaginado capaz de tomar: fingí salir temprano a trabajar, como siempre. Cerré la puerta con normalidad, bajé las escaleras del edificio, saludé al portero… y cuando estuve segura de que nadie me veía, subí de nuevo por la escalera de incendios. Entré por la ventana de la cocina —que había dejado entreabierta a propósito— y me escondí debajo de mi propia cama.
El frío del suelo me atravesaba la ropa. Olía a polvo y a madera vieja. El corazón golpeaba tan fuerte que pensé que se escucharía desde el pasillo. Pasaron minutos, luego horas. Miraba la hora en mi móvil cada pocos segundos, esperando algún ruido, una sombra… algo que confirmara que no estaba loca.
A las 12:47 escuché el primer sonido: pasos.
Me quedé completamente inmóvil. No eran imaginaciones. Alguien caminaba en mi salón, con el ritmo tranquilo de quien se mueve por su propia casa. Pisadas firmes, confiadas.
Luego, el clic suave de mi tetera eléctrica.
Sentí un sudor frío recorrerme la espalda. Esa máquina solo se encendía pulsando un botón, y yo no había puesto agua desde el día anterior.
Los pasos se acercaron por el pasillo. Lentamente. Muy lentamente. Cada pisada era un martillazo en mi pecho. Entonces, la puerta de mi habitación se abrió con un chirrido casi ceremonioso.
Y escuché la voz.
Una voz que me paralizó. Una voz que no debería estar allí, porque la persona a la que pertenecía se había ido de mi vida hacía años, dejándome cicatrices que aún dolían.
Y cuando la vi… supe que nada volvería a ser igual.
La silueta que entró en mi habitación se recortó contra la luz tenue del pasillo. Reconocí sus hombros, su forma de caminar, incluso el sonido familiar de su respiración cuando estaba concentrado. Me llevé la mano a la boca para no gritar.
Era Diego, mi hermano mayor.
El mismo Diego que llevaba seis años desaparecido, tras una discusión brutal con nuestra familia, una discusión que terminó con él marchándose de casa jurando que no volvería jamás. Habíamos recibido noticias sueltas, rumores de que estaba en Portugal, luego en Alemania… pero nunca volvió. La policía llegó a investigar su paradero durante un tiempo, pero al no haber señales claras de peligro, cerraron el caso.
Y ahora estaba aquí. En mi casa. Preparando café.
Diego se sentó en el borde de mi cama. Desde el ángulo en el que yo estaba, solo veía sus botas, gastadas, llenas de polvo, y la mano que sostenía su vieja taza metálica —esa misma que se llevaba a todos los viajes, como si fuera un amuleto.
—Laura… —dijo en voz baja.
El sonido de mi nombre en su boca me desgarró. Pero lo que dijo después me destrozó aún más.
—Sé que estás aquí.
Sentí un latigazo en el pecho. ¿Cómo lo sabía? Me quedé inmóvil, sin respirar siquiera.
—No quiero asustarte —continuó—. Solo necesito hablar contigo. Es importante. Muy importante.
Diego se levantó despacio, como si temiera que un movimiento brusco me espantara. Dio unos pasos hacia la ventana y la cerró con cuidado. Movimientos precisos, meticulosos, casi militares. Mi hermano nunca había sido así. Era impulsivo, caótico, emocional. Pero aquel Diego… era otro.
—Anoche te escuché —dijo de pronto—. Bajaste las escaleras demasiado rápido. Sé reconocer tu forma de caminar.
Entonces lo entendí: él también sabía que yo había escuchado algo. Estaba en la casa la noche anterior.
Me temblaban las manos. Mi móvil vibró con una notificación y pensé que él lo había escuchado, pero no reaccionó. Estaba concentrado mirando mis estanterías, mis fotos, mis libros… como si analizara cada centímetro.
—Hay alguien más aquí —murmuró.
Mi estómago se encogió.
—No he venido por ti —añadió, casi en un susurro—. He venido por él.
No entendía nada. ¿Él? ¿Quién?
De pronto, Diego se inclinó y metió una mano bajo la cama.
La metió exactamente en dirección a mi rostro.
Estuve a punto de soltar un grito, pero entonces él sacó… un objeto pequeño, envuelto en cinta adhesiva. Lo observó unos segundos y luego lo guardó en su mochila.
—No deberías vivir aquí sola —dijo con un tono que no reconocí.
Su respiración se aceleró.
Dio dos pasos hacia la puerta y se detuvo.
—Laura —susurró, sin girarse—. No salgas. No llames a nadie. No abras la puerta. Bajo ninguna circunstancia.
Y se fue.
Escuché la puerta de entrada cerrándose con fuerza.
Me quedé allí, paralizada, sin saber si debía llorar, salir corriendo o llamar a la policía. Mi hermano había regresado después de seis años, irrumpiendo en mi casa, buscando a… ¿quién?
Entonces, desde el fondo del pasillo, escuché otro movimiento.
Y supe que Diego no había venido solo.
El ruido fue leve, casi imperceptible: un crujido de madera, como si alguien hubiera apoyado el peso sobre una tabla suelta. Me incorporé lentamente, mi corazón galopando, y salí de debajo de la cama con movimientos controlados. La habitación estaba vacía, pero el pasillo seguía en penumbra. No sabía si correr hacia la puerta o encerrarme en el baño.
Cuando asomé la cabeza, vi algo que me heló la sangre: la sombra de una figura moviéndose en el salón. Intenté retroceder, pero una voz —una voz suave, joven, desconocida— habló antes de que pudiera reaccionar:
—No tengas miedo.
Giré hacia la puerta del salón. La figura dio un paso hacia la luz. Era un chico de unos diecisiete años, delgado, alto, con una sudadera negra. Tenía los ojos enrojecidos y ojeras profundas. No parecía peligroso, pero su presencia allí era una amenaza en sí misma.
—¿Quién eres? —pregunté, intentando sonar firme.
El chico tragó saliva.
—Me llamo Iván. Diego… me dijo que esperara aquí.
Mi respiración se cortó. ¿Diego lo había traído? ¿Por qué? ¿Qué estaba pasando?
—No quiero problemas —dijo Iván, levantando las manos—. Solo necesitaba un sitio seguro. Él dijo que esta casa lo era.
—¿Seguro para qué?
Iván dudó, pero finalmente respondió:
—Para esconderme.
Dio un paso atrás, como si temiera mi reacción. Tenía cortes recientes en los brazos, golpes mal disimulados, y una expresión que mezclaba miedo y desesperación.
—¿Diego te hizo daño? —pregunté.
Iván negó con fuerza.
—No. Diego me ayudó. Si no fuera por él… yo…
No terminó la frase. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Me acerqué un poco, aún alerta.
—¿De quién te escondes?
Iván respiró hondo.
—De la misma persona de la que Diego te está protegiendo a ti.
El piso pareció inclinarse bajo mis pies.
—¿Quién? —susurré.
Iván me miró como si temiera pronunciar el nombre.
—De nuestro padre.
Sentí que el mundo se derrumbaba.
—No… papá murió hace cinco años —dije, casi sin voz.
Iván me observó con una compasión extraña, como si él supiera una verdad que yo no.
—Diego me contó todo. Me enseñó documentos, informes de policía, nombres falsos, lugares donde estuvo escondido. Tu padre no murió en ese accidente. Fingió su muerte. Y lleva años buscándoos.
La habitación giró. Me agarré al marco de la puerta.
—¿Por qué?
—Porque cree que sabéis algo de él. Algo que podríais usar en su contra. Diego descubrió una red de negocios ilegales. Por eso desapareció. Por eso fingió que había roto con la familia. Para mantenerte a salvo.
Un ruido seco, como un golpe en la puerta de entrada, nos hizo temblar.
Iván se puso rígido.
—Ya llegó —susurró.
No tuve tiempo de preguntar nada. La cerradura giró con fuerza.
Yo retrocedí hacia la cocina. Iván se deslizó hacia el pasillo.
La puerta se abrió.
Un hombre entró, alto, de movimientos calculados, con una chaqueta gris y una mirada que llevaba años persiguiéndonos. Era él. Vivo. Real.
Mi padre.
—Laura —dijo con una sonrisa helada—. Qué alegría verte por fin.
Mi mente se apagó. No sabía si correr, gritar o defenderme. Pero entonces escuché pasos pesados subiendo las escaleras del edificio.
La voz de Diego retumbó desde el rellano:
—¡Laura, al suelo!
Y entendí que todo lo que había temido durante años estaba a punto de estallar.



