Llevaba a mi hija de seis años a la escuela cuando, de repente, gritó: “¡Mamá, tenemos que volver ahora mismo!”. Le pregunté por qué, pero solo suplicaba: “¡Rápido, por favor!”. Di media vuelta, confundida, pensando que había olvidado su mochila. Pero cuando abrí la puerta de nuestra casa, me quedé completamente paralizada. Mi hija se escondió detrás de mí, temblando, mientras susurraba: “Te dije que no estaba solo, mamá… él me habló esta mañana”. Y entonces lo vi.
Aquel martes parecía uno más. Llevaba a mi hija de seis años, Emily, al colegio de San Isidro, en las afueras de Valencia. Íbamos por la avenida principal cuando, de pronto, Emily lanzó un grito que me taladró los oídos.
—¡Mamá! ¡Tenemos que volver ahora mismo!
Di un frenazo que casi hace saltar su cinturón.
—¿Qué pasa? ¿Te olvidaste la mochila?
Emily negó con violencia, con los ojos muy abiertos.
—¡Tenemos que volver, mamá! ¡Por favor!
Algo en su voz —una mezcla de miedo real y urgencia— me encendió todas las alarmas. Dimos la vuelta y regresamos en menos de cinco minutos. Abrí la puerta de la casa con el corazón desbocado, esperando ver algún desastre infantil.
Pero apenas puse un pie dentro, me quedé inmóvil.
Emily se escondió detrás de mis piernas, aferrándose a mi abrigo. Temblaba.
—Te dije que no estaba solo… —susurró con un hilo de voz—. Él me habló esta mañana…
Noté cómo mis manos sudaban. Toda la casa estaba silenciosa, demasiado silenciosa. Y entonces, desde la cocina, escuché un leve ruido: algo metálico que tocaba el suelo.
Tragué saliva y avancé lentamente. La puerta estaba entreabierta. Empujé con cuidado.
Y lo vi.
Un hombre desconocido. Alto, delgado, con una cazadora negra y la cara parcialmente tapada por un pasamontañas. Estaba de pie delante de la ventana, como si llevara horas allí. En la mano izquierda sostenía un destornillador. No parecía sorprendido de verme; al contrario, tenía una serenidad inquietante, como si supiera exactamente a qué hora volvería.
Mi respiración se quebró.
—¿Qué… qué hace en mi casa? —conseguí preguntar.
Él ladeó la cabeza, estudiándome con frialdad.
—No he venido por ti —dijo con un acento extranjero que no pude identificar.
Emily gimió por detrás de mis piernas, y el hombre la miró con lenta precisión. Mis piernas casi fallan.
—Tu hija ya lo sabe —añadió—. Por eso quería volver.
Y entonces señaló con el destornillador el marco inferior de la ventana. Una parte estaba levantada, casi imperceptible.
—Entré por aquí a las cinco de la mañana.
Mi estómago se volcó. A esa hora, yo había estado en la ducha… y Emily preparando su desayuno en la cocina. Sola. Con él allí.
—La niña me oyó —continuó el intruso—. Le dije que no hiciera ruido. Me obedeció.
Emily empezó a llorar en silencio.
Fue el instante en que supe que estábamos en peligro real.
Y también supe que aquel hombre… no era un ladrón.
El hombre levantó ambas manos lentamente, como queriendo demostrar que no tenía intención de atacar. Pero eso no calmó ni un milímetro el torrente de miedo que me recorría el cuerpo.
—No quiero hacerles daño —dijo con voz grave—. Necesito tiempo. Solo eso.
Tiempo. Aquella palabra sonó más siniestra que cualquier amenaza.
Retrocedí lo suficiente para cubrir a Emily por completo con mi cuerpo. Ella se aferró a mi cintura, sollozando de forma entrecortada.
—¿Qué quiere? —pregunté, obligando a mi voz a mantenerse firme.
El intruso señaló la puerta trasera.
—Estoy esperando a alguien.
Mi mente trabajaba a toda velocidad. No tenía sentido: no había coches fuera, no había movimiento, no había señales de que estuviera acompañado. Pero su expresión me decía que lo creía de verdad.
—¿Quién? —pregunté.
No respondió. Simplemente volvió a mirar por la ventana como si vigilara la calle.
El silencio era insoportable.
Entonces Emily tiró de mi abrigo y, con un susurro tembloroso, dijo:
—Mamá… esta mañana me dijo que… que no le contara a Papá que estaba aquí.
Mi sangre se heló.
—¿Papá? —repetí.
El hombre se giró un centímetro, apenas lo suficiente para mostrar una parte del rostro bajo el pasamontañas. Sus ojos eran de un azul helado. Europeos. Distantes. Inmutables.
—Tu marido llegará pronto —dijo.
Me quedé sin respiración.
—Mi exmarido no vive aquí desde hace tres años —respondí.
—Lo sé —contestó él, sin dudar—. Por eso vendrá.
Era imposible que supiera algo tan íntimo. Nadie excepto Emily y yo conocíamos las rutas, horarios y manías de mi exmarido, Thomas Meyer, un alemán que había trabajado como analista para una empresa tecnológica con contratos estatales. Y que, tras nuestro divorcio, había empezado a comportarse de forma errática, paranoica, convencido de que lo estaban vigilando.
Pero… ¿acaso tenían relación?
—Emily —susurré—, ¿qué te dijo esta mañana exactamente?
Mi hija apretó más mis piernas y murmuró:
—Que escuchó a Papá hablando con alguien por teléfono. Que tenía miedo. Y que vendría hoy.
Mi corazón martilló tanto que pensé que iba a desmayarme.
El intruso respiró hondo.
—Tu marido es el motivo de todo esto —dijo sin rodeos—. Tú y la niña no sois el objetivo. Pero necesito a Thomas.
Entonces lo entendí de golpe.
No era un ladrón.
Tampoco un loco.
Era un buscador. Un hombre que venía siguiendo a Thomas desde hacía tiempo.
Y si había entrado en mi casa… era porque Thomas estaba huyendo de alguien.
O de algo que había hecho.
Un ruido en la entrada nos hizo sobresaltarnos. Pasos.
El intruso tensó los hombros.
—Ya está aquí —susurró.
Y la puerta principal comenzó a abrirse.
El sonido de la llave girando en la puerta principal resonó como si alguien estuviera abriendo un ataúd. Emily se aferró a mí con tanta fuerza que me dejó las manos entumecidas. El intruso se colocó detrás de la nevera, ocultándose, aunque su sombra seguía visible desde la puerta.
Mi respiración era tan ruidosa que me obligué a contenerla.
La puerta se abrió.
—¿Emily? ¿Sofía? —la voz de Thomas llenó el corredor—. ¿Por qué no estáis en el colegio?
Quise responder, pero mi garganta estaba bloqueada. Thomas entró en la cocina y se detuvo al ver nuestros rostros. Emily lloraba. Yo estaba rígida como una estatua. Él frunció el ceño.
—¿Qué pasa? ¿Qué hacéis así?
Y entonces, desde detrás de la nevera, el intruso habló con una calma mortal:
—Hola, Thomas.
La reacción de mi exmarido fue inmediata y brutal. Retrocedió tres pasos, chocando con la mesa.
—No… no… no puede ser —balbuceó.
—Te dije que no podías esconderte para siempre —respondió el intruso mientras salía de su escondite.
Emily gritó. Yo retrocedí para cubrirla.
Thomas levantó las manos como si intentara detener una tormenta.
—Sofía, por favor. Llévate a la niña arriba. Ahora.
El intruso negó con la cabeza.
—Nadie sube. Nadie sale. Esto termina hoy.
Thomas se derrumbó de rodillas. Literalmente. Yo nunca lo había visto así.
—No lo hice. Te juro que no lo hice —dijo entre lágrimas.
El intruso sacó un pequeño dispositivo del bolsillo. Un pendrive negro.
—Esto dice lo contrario.
Mi mente se llenó de piezas sueltas: llamadas nocturnas, desapariciones inesperadas, tarjetas SIM nuevas cada mes, paranoias sobre ser seguido. Lo que siempre pensé que era estrés… quizás no lo era.
El intruso se volvió hacia mí.
—Tu exmarido robó información sensible del proyecto Helix. Debía entregarla. No lo hizo. Y mucha gente pagó por ello. —Me miró con frialdad—. Tú y tu hija no tenéis culpa. Pero estáis en medio.
Thomas gritó:
—¡No hay nada en ese pendrive! ¡Me usaron! ¡Me culparon a mí!
El intruso no parpadeó.
—Lo sabremos en cinco minutos. Mis compañeros están llegando.
Mis piernas casi fallaron. Emily se abrazó a mí como si su vida dependiera de ello. Thomas lloraba, suplicando.
De pronto, un segundo coche se detuvo fuera. Puertas cerrándose. Pasos firmes. Varios.
El intruso suspiró.
—No será agradable. Pero se acabó la fuga.
Me giré hacia Thomas. Lo único que pude preguntarle fue:
—¿Pusiste en peligro a nuestra hija?
Thomas, hundido, murmuró:
—Nunca quise… pero sí. Lo hice.
El piso bajo mis pies pareció desaparecer.
Los hombres entraron. Identificaciones oficiales. Thomas fue esposado sin resistencia. El intruso —que resultó ser Markus Lindberg, agente europeo de seguridad tecnológica— se acercó a mí.
—Lamento que usted y la niña hayan vivido esto. No volverá a repetirse.
Cuando cerraron la puerta y se llevaron a Thomas, el silencio que quedó fue espeso, insoportable. Emily lloraba en mi cuello.
Pero por primera vez entendí que nada, absolutamente nada, había sido una imaginación infantil.
Ella tenía razón desde el principio.
Él no estaba solo.
Y lo que había visto esa mañana… era solo el comienzo.



