El chico callado estaba sentado en su cabina de siempre, dibujando formas en el vaho de su vaso. Yo pensaba que solo era tímido, quizá solitario.
Entonces un Jeep del ejército irrumpió en el estacionamiento, casi levantando el asfalto.
Los soldados entraron de golpe, revisando cada rincón como si esperaran que una bomba explotara en cualquier momento.
Su comandante fijó la mirada en el chico y dijo:
—Se acabó. Sabemos lo que hiciste.
El tenedor del chico cayó contra el plato.
Y el miedo en sus ojos me dijo que los soldados no estaban equivocados.
Llevaba meses sirviéndole su comida diaria al “chico callado”. Su nombre, según el ticket que siempre escribía con pulso firme, era Elias Novak. Hablaba apenas lo justo para pedir su menú: tortilla, ensalada templada y un café cortado. Nunca miraba a nadie directamente, pero tampoco parecía esconderse. Simplemente parecía… suspendido en un mundo propio. Yo, Mateo Varela, con dieciséis años y a cargo del restaurante de mi padre desde que enfermó, no veía en él nada extraño. Era solo uno más.
Pero aquella mañana, todo se rompió como un cristal bajo un martillazo.
A las 07:12, cuando estaba fregando la cafetera, escuché el rugido áspero de motores acercándose a la vez. Antes de que pudiera asomarme, cuatro Jeep militares entraron derrapando en el pequeño estacionamiento de nuestro restaurante en las afueras de Zaragoza. El chirrido de las ruedas me hizo soltar el paño. La puerta del primero se abrió de golpe y salieron soldados con chalecos antibalas, cascos y rifles de asalto apuntando hacia todas direcciones.
—¿Qué demonios…? —susurré.
Elías, sentado en su mesa habitual junto al ventanal, apenas levantó la mirada. Su café humeaba todavía.
Los soldados entraron formando un abanico, ocupando cada rincón del local. Los clientes habituales —dos camioneros y una mujer mayor que venía por churros— quedaron congelados. Uno de los militares, un hombre alto y curtido, dio un paso al frente y extendió el brazo, apuntando directamente a Elías.
—¡Manos donde podamos verlas! ¡Ahora!
El grito rebotó en las paredes. A mí se me helaron las piernas. La mujer mayor soltó un chillido ahogado. Elías, en cambio, no se movió. Solo alzó lentamente las manos, sin mostrar miedo. Sus ojos, normalmente apagados, brillaron como si confirmaran algo inevitable.
—Esperaba que no me encontraran aquí… —murmuró.
El soldado frunció el ceño.
—Identifícate —ordenó.
Yo observaba desde detrás del mostrador, incapaz de respirar. Llevaba meses sirviéndole a diario, y jamás habría imaginado que detrás de su silencio se escondía algo que podía movilizar un operativo militar.
Cuando los soldados se acercaron para esposarlo, vi en su rostro una sombra que jamás había notado: no era terror. Era resignación. Como quien acepta un destino que lleva tiempo persiguiéndolo.
Y entonces lo supe: no tenía ni idea de quién era realmente el chico al que había estado alimentando.
El restaurante quedó convertido en un hervidero silencioso mientras los soldados rodeaban a Elías. El comandante, un hombre de unos cincuenta años con acento castellano duro, se acercó más, apuntándolo a menos de un metro.
—Elias Novak, queda detenido por orden del Ministerio de Defensa de España —pronunció con voz de hierro—. No haga nada estúpido.
Elías bajó lentamente la mirada hacia su plato intacto, como si lamentara no haber terminado el desayuno. Los soldados avanzaron para esposarlo, pero uno de ellos, un joven nervioso, tembló tanto que casi se le cayó el arma.
Y ahí sucedió algo inesperado.
Elías levantó un dedo, sin brusquedad, y dijo:
—Antes de que hagan nada… él no tiene culpa.
Todos se quedaron en silencio. Yo me quedé helado cuando noté que me estaba mirando. A mí.
—¿Qué…? —balbuceé.
El comandante siguió su mirada y frunció el ceño.
—¿Este chico te ha ayudado?
Elías negó rápido.
—No sabía nada. Solo me servía comida.
—Entonces no lo metas en esto —respondió el comandante con frialdad.
Esa frase me recorrió como un escalofrío. ¿Meterme en qué? ¿Qué estaba en juego?
Las puertas del restaurante seguían abiertas. Algunos curiosos se habían asomado desde la calle, murmurando. Yo no quería ser parte de ningún espectáculo, así que me armé de valor y di un paso adelante.
—¿Qué ha hecho? —pregunté, tratando de no sonar aterrorizado.
Los soldados se tensaron, pero el comandante me respondió:
—Chico, vuelve a tu sitio. Esto no te concierne.
—Llevamos meses viéndolo —insistí—. Todo el mundo lo conoce aquí. No parece peligroso.
Elías soltó una risa débil.
—Ese es justamente el problema —susurró.
El comandante lo miró con dureza.
—Te advertí que no hablaras.
Pero Elías continuó, ahora con la voz más firme.
—No soy quien creen que soy. O al menos… no lo soy desde hace un tiempo.
El ambiente se volvió más denso, como si el aire hubiera engordado. Los soldados intercambiaron miradas tensas. No era la actitud típica de un detenido; parecía alguien que sabe demasiado.
—Mateo —me llamó de repente—. No escuches nada de lo que dirán después. Y no dejes que te usen.
Mi corazón golpeó tan fuerte que pensé que me desmayaría.
—¿Usarme? ¿Quién?
El comandante, harto, le tapó la boca con la mano enguantada.
—Basta. Sáquenlo.
Cuando intentaron levantarlo, Elías murmuró algo que solo escuché yo:
—Cuida el sobre que está bajo la mesa.
Sentí un vuelco en el estómago.
¿Un sobre? ¿Desde cuándo? ¿Y por qué me lo confiaba justo ahora?
En medio de los gritos, del forcejeo y del ruido de armas, el comandante ordenó evacuar el local. Mientras todos salían, yo me arrodillé disimuladamente. Y allí, pegado con cinta bajo la mesa donde Elías se sentaba cada día, encontré un sobre marrón, grueso.
En la esquina, escrito con letra clara, ponía:
“Para Mateo. Si me atrapan.”
Mi respiración se entrecortó. Solté un suspiro tembloroso.
Había algo dentro. Algo pesado.
Y supe, con un terror que me aferró la garganta, que nada de lo que había ocurrido esa mañana iba a ser lo peor.
Lo peor estaba en mis manos.
Me encerré en la trastienda, temblando. Desde fuera se escuchaban los motores arrancando, órdenes gritadas y el estrés de un operativo todavía en marcha. Pero yo solo miraba el sobre marrón, como si fuera un artefacto peligroso.
Tuve que obligarme a respirar antes de abrirlo.
Dentro había tres cosas:
Una llave metálica diminuta, como de una taquilla o caja fuerte.
Una tarjeta de identificación de seguridad con el nombre de otra persona: Alexander Heintz.
Una carta escrita a mano.
Mis dedos sudaban cuando la desplegué.
Mateo, si estás leyendo esto, significa que ya no tengo escapatoria.
No soy quien crees. Fui parte de un proyecto de investigación militar en Alemania. Renuncié cuando descubrí para qué se usarían nuestros avances. Desde entonces me buscan. No por lo que hice, sino por lo que sé.
La llave abre un compartimento en la estación de tren de Zaragoza-Delicias. Allí hay documentos que demuestran las irregularidades del proyecto y nombres de los responsables. Todo está codificado, pero alguien intentará que tú me lo entregaras sin saberlo.
No lo hagas. No confíes en nadie, Mateo. Ni siquiera en los que digan venir a protegerte.
Yo sé que te observarán en cuanto me detengan. No permitas que te utilicen.
Perdóname por arrastrarte a esto.
Elias.
Tuve que sentarme. Mis piernas estaban flojas.
¿Un proyecto militar? ¿Documentos? ¿Nombres? ¿Y yo, un crío que apenas podía con los estudios y el restaurante, atrapado en algo que sonaba a conspiración internacional?
No podía quedarme solo con eso. Tenía que pensar. Tenía que actuar.
Pero no tuve tiempo.
A los tres minutos, alguien golpeó la puerta de la trastienda.
—Mateo, abre —dijo una voz masculina—. Venimos a ayudarte.
No era una voz de soldado. No era la del comandante. Sonaba demasiado tranquila. Demasiado… calculada.
Me quedé paralizado.
—Sabemos lo que te dejó ese hombre —continuó la voz—. Y queremos asegurarnos de que estés a salvo.
No. No. No.
Elias me lo había advertido.
Me acerqué a la puerta sin hacer ruido y miré por la rendija inferior. Vi zapatos caros, no botas militares. Traje oscuro. No era el ejército.
Eran otros.
Algo golpeó la puerta con fuerza, haciéndome brincar.
—Mateo, abre ya. Esto es más grande de lo que imaginas.
Mi mente corría a mil por hora. Tenía solo dos opciones:
1. Abrir y entregarlo todo.
2. Escapar por la salida trasera.
Recordé la mirada de Elias, la urgencia en sus palabras. Tomé la llave, la tarjeta y la carta, las guardé en el bolsillo interior de mi chaqueta y salí corriendo por la puerta trasera.
El aire frío de la mañana me golpeó, pero no me detuve. Crucé la calle, salté la verja de la casa vecina y seguí corriendo. Detrás de mí escuché cómo rompían la puerta de la trastienda.
Sabían que llevaba el sobre.
Sabían que había escapado.
Y en ese instante, mientras me escondía tras un muro, supe que mi vida, la de un simple chico que servía desayunos, había dejado de ser normal para siempre.



