Cada mañana era predecible: abrir la puerta, encender las luces, poner la parrilla en marcha. Pero entonces cuatro todoterrenos se estacionaron afuera, perfectamente sincronizados, bloqueando por completo la entrada.

Cada mañana era predecible: abrir la puerta, encender las luces, poner la parrilla en marcha. Pero entonces cuatro todoterrenos se estacionaron afuera, perfectamente sincronizados, bloqueando por completo la entrada.

Se me hizo un nudo en el estómago. Nadie llega en autos así a menos que quiera algo peligroso.

Un hombre alto se apoyó en su puerta, mirándome con una sonrisa como si hubiera esperado exactamente este momento.

—Por fin te encontramos —dijo.

Mis manos se congelaron sobre la caja registradora.
Ni siquiera sabía que estaba “desaparecido”.

Yo solo tenía dieciséis años y llevaba el pequeño restaurante de mi padre todas las mañanas, desde que él enfermó. Abría al amanecer, barría la terraza, colocaba los manteles y dejaba el olor a café recién hecho llenar el local, fingiendo que la vida era normal. Era un ritual que me mantenía cuerdo, una rutina que me hacía sentir que aún tenía el control. Pero aquella mañana, todo cambió.

Eran las siete y cuarto cuando los escuché. El rugido grave de cuatro todoterrenos negros rompiendo el silencio de la calle estrecha en el barrio de Lavapiés. Frenaron al mismo tiempo, milimétricos, como si hubieran ensayado la escena. Los motores quedaron al ralentí, zumbando como una amenaza contenida.

Se abrieron las puertas y bajaron ocho hombres. Trajes impecables, gafas oscuras, comunicadores en la oreja. Miraban a su alrededor como si el barrio entero les perteneciera. No eran clientes. No eran turistas. No eran del barrio. Algo mucho peor.

El primero en acercarse tenía unos cuarenta años, mandíbula cuadrada y un aire frío, calculador. Sus zapatos brillaban demasiado para caminar por esas calles. Miró el rótulo del restaurante, “La Barca de Milo”, luego miró directamente hacia mí, que estaba secando vasos tras la barra.

Su dedo me señaló con una precisión quirúrgica, como un depredador marcando a su presa.

—Ese es —dijo.

Sentí que el corazón me daba un vuelco. No los había visto jamás. No debía haber ninguna razón para que supieran quién era yo.

El hombre avanzó hacia mí sin prisa, apartando una mesa con un pequeño empujón, como si estorbara en su camino. Se detuvo al otro lado de la barra. Me quité el paño de las manos, intentando parecer tranquilo, aunque un sudor frío ya me corría por la espalda.

—Álex Novak —susurró.

Mi nombre. Con acento extranjero, pero pronunciado perfectamente. Yo no había dicho nada. Ni llevaba placa, ni uniforme, ni tarjeta.

—No sé quién es usted —logré decir.

Él sonrió, pero era la clase de sonrisa que hace que te tiemblen las rodillas.

—Lo sabrás pronto.

Y entonces apoyó una carpeta sobre la barra. En la portada había una fotografía… mía. No de ahora. De niño. De cuando vivíamos aún en Zagreb, antes de llegar a España.

Algo dentro de mí se rompió.
Entendí, con una claridad helada, que no habían venido a comer.

El hombre del traje gris se presentó como Marko Vuković, aunque era evidente que no había venido a presentarse, sino a confirmar algo que él ya sabía. Sus acompañantes tomaron posiciones en silencio: uno en la puerta, otro junto a las ventanas, el resto dispersos, vigilando cada movimiento del barrio como si esperaran un ataque inminente.

Marko abrió la carpeta. Dentro había fotos, documentos, certificados, recortes, y algo que me heló la sangre: una imagen mía con mi madre, tomada en un parque en Zagreb. Yo debía tener siete años. Mi madre sonreía. Era la última vez que la había visto con vida.

—Tu padre te mintió —dijo Marko, sin rodeos—. No vinisteis a España por casualidad. No fue un traslado por trabajo. Fue una huida. Una huida de gente como nosotros.

Me quedé sin aliento.

—Mi padre nunca habló de Zagreb —respondí con voz temblorosa—. Nunca.

—Por supuesto —asintió Marko—. Porque él también intentó desaparecer. Cambió de nombre, quemó documentos, falsificó papeles. Hizo lo que pudo. Pero no se puede huir para siempre.

Me apoyé en la barra para no caer. Yo siempre había pensado que mi vida era sencilla, normal, incluso aburrida. Pero escuchar aquello era como si alguien hubiera arrancado el suelo bajo mis pies.

—¿Qué quieren de mí? —pregunté.

Marko cerró la carpeta con un gesto suave, casi paternal.

—Tu padre nos robó algo. Algo muy importante. Y creemos que tú eres la clave para recuperarlo.

Sentí un nudo en la garganta.

—Mi padre está enfermo. Apenas puede levantarse. No puede haber robado nada.

Marko ladeó la cabeza.

—Lo robó hace diecisiete años. Antes de que nacieras. Y créeme… todavía lo estamos buscando.

Yo no sabía qué decir. En mi mente solo había caos.

—¿Qué robó? —logré preguntar.

Marko sonrió por primera vez. Fue peor que cualquier amenaza.

—Información. La clase de información por la que la gente mata.

Dio un paso hacia la puerta y chasqueó los dedos. Uno de los hombres salió y regresó pocos segundos después, empujando a alguien dentro del local.

Mi padre.

Lo traían apoyado sobre un brazo, débil, despeinado, sin su bastón. Sus ojos buscaron los míos, y lo que vi allí fue peor que cualquier sospecha.

Miedo. Un miedo antiguo. Un miedo que no conocía en él.

—Papá… —murmuré.

Pero Marko levantó una mano, pidiendo silencio.

—Aleksandar Novak —dijo con calma—. Por fin volvemos a vernos.

Mi padre cerró los ojos. Como si aceptar que aquello estaba ocurriendo fuera más doloroso que la enfermedad misma.

Y entonces lo supe:
la vida que yo creía real era solo la versión editada de una historia mucho más oscura.