Ella se mudó a la casa vacía de al lado, silenciosa y educada. Una semana después, tocó a mi puerta y susurró:
“Esta noche, a las 2 de la madrugada, trae a tu hijo a mi casa y sube conmigo al piso de arriba.”
“¿Por qué?”, pregunté.
“Lo entenderás cuando llegues.”
Así que, a las 2 de la madrugada, cargué a mi hijo adormilado y entré en su casa. Subimos al segundo piso.
En el momento en que miré mi casa a través de su ventana, el corazón me golpeó el pecho… porque había alguien de pie en mi cocina… y no era yo.
Cuando la nueva vecina llegó a la casa vacía de al lado, lo hizo con una discreción casi quirúrgica. Se llamaba Elena Novak, una mujer alta, delgada, siempre vestida con ropa sencilla y tonos neutros. No parecía llamar la atención, y quizá por eso mismo, desde el primer día, noté algo en ella que me inquietó sin saber por qué. Aun así, fue amable conmigo y con mi hijo de seis años, Oliver, saludándonos con un gesto educado cada vez que coincidíamos.
Una semana después de instalarse, llamó a mi puerta. Eran casi las 20:00. Al abrir, la encontré más pálida de lo habitual, mirando detrás de mí antes de hablar.
—Esta noche, a las dos de la madrugada, trae a tu hijo a mi casa y sube conmigo al piso de arriba —susurró.
Sentí un vuelco en el estómago.
—¿Por qué?
—Lo entenderás cuando llegues —respondió sin más, antes de darse media vuelta.
Esa noche casi no pude dormir. Pensé en llamar a la policía, en ignorarla, incluso en quedarme despierta vigilando la casa. Pero había algo en su tono, en la urgencia contenida en sus ojos, que me hizo sentir que esto no era un capricho ni una locura. A las 2:00, con el corazón latiendo en mis oídos, cargué a Oliver, aún adormecido, y salí al jardín silencioso. Toqué su puerta. Elena abrió enseguida, como si hubiese estado esperando justo detrás.
Sin una palabra, me hizo señas para seguirla escaleras arriba.
El segundo piso estaba casi vacío. Solo una mesa plegable y una silla junto a una ventana que daba directamente a mi cocina. La luz interior de mi casa estaba apagada, pero se veía parte de la encimera gracias a la farola exterior.
—Mira —susurró Elena.
Me acerqué. Lo que vi me heló la sangre. Había alguien de pie en mi cocina. Un hombre. Inmóvil. A oscuras. No se movía, pero su silueta era inconfundible.
—¿Quién es? —susurré, temblando.
—Lo he visto todas las noches desde que llegué —respondió ella—. Pero nunca estás tú abajo a esa hora. Y no es tu hijo. Y tampoco eres tú.
Mi respiración se hizo errática. Alguien llevaba días entrando a mi casa sin que yo lo supiera. Y Elena… lo había descubierto antes que yo.
Me quedé paralizada frente a la ventana, con el cuerpo entumecido por el terror más puro que había sentido en mi vida. Mi casa, mi refugio, mi espacio seguro… y sin embargo ahí estaba un extraño, moviéndose cuando yo dormía. Sentí la urgencia de llamar a la policía, pero Elena me agarró del brazo antes de que pudiera siquiera sacar el móvil.
—Espera —murmuró—. No te muevas tan rápido. No queremos que te vea desde aquí.
Mi garganta se cerró.
—¿Cómo que “no queremos que me vea”? ¿Nos está mirando?
—No. Pero podría. Y si sospecha algo, no sé cómo reaccionará.
Tragué saliva, tratando de controlar el temblor de mis manos.
—¿Cuánto tiempo lleva entrando a mi casa?
Elena miró hacia abajo antes de responder.
—Tres noches. La primera pensé que era algún familiar tuyo. Pero ayer, cuando te vi salir temprano y no volver hasta la tarde, supe que ese hombre no tenía nada que ver contigo.
Una mezcla de rabia y pánico me recorrió. Oliver seguía dormido, acurrucado en mi hombro. Cada latido de mi corazón traía un pensamiento más oscuro que el anterior.
—¿Qué hace exactamente?
—Se mueve por la cocina, luego por el pasillo. Lo he visto revisar cajones. Pero nunca sube a la planta de arriba —dijo, mirándome a los ojos—. Creo que sabe exactamente cuándo estás en casa y cuándo no.
La idea de que un desconocido estudiara mis hábitos me revolvió el estómago.
—¿Lo has visto salir?
—No. Pero sí escuché tu puerta trasera anoche. En cuanto desaparece de la cocina, no vuelvo a verlo.
Un ruido sordo abajo nos hizo contener la respiración. Miré por la ventana. La figura ya no estaba.
—¿Dónde…?
—Se ha movido al pasillo —susurró Elena, señalando hacia la izquierda.
Noté cómo mi piel se erizaba por completo.
—¿Has intentado grabarlo?
—Lo hice anoche. Pero cuando revisé el video… estaba borrado. El archivo aparece, pero está vacío. No sé si es un fallo del móvil o si él lo detecta.
Me quedé mirando a Elena.
—¿Cómo sabes todo esto?
Ella respiró hondo, claramente dudando antes de hablar.
—Porque yo ya he pasado por esto antes. Hace dos años. En Valladolid. Mi casa fue invadida durante semanas sin que me diera cuenta. El hombre nunca dejó señales evidentes… hasta que un día me encontré una nota en la mesa de la cocina, escrita con mi propio bolígrafo.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—¿Qué decía?
—“Sé que sabes que estoy aquí.”
Mi estómago se contrajo.
—¿Lo encontraron?
—Sí. Pero tardaron demasiado. Antes de que lo arrestaran, había estado observándome, anotando mis rutinas, mis horarios… Entraba siempre que yo no estaba. La policía me dijo que este tipo de perfiles rara vez actúan de forma impulsiva. Observan. Se preparan. Esperan el momento exacto.
Un silencio espeso llenó la habitación.
—¿Crees que este es el mismo hombre?
—No lo sé. Pero su comportamiento… es inquietantemente similar.
Miré a mi hijo. Miré mi casa. Y por primera vez entendí que quizá lo que ocurría no era una coincidencia, sino que alguien había decidido convertirme en un objetivo.
No podía quedarme allí sin hacer nada. Tenía que actuar, pero cada parte de mi cuerpo temblaba. Elena cerró la cortina lentamente para evitar que cualquier movimiento llamara la atención del intruso.
—Lo primero es asegurar al niño —dijo—. Déjalo en mi habitación, ponle los cascos de música y cierra con llave. No quiero que vea ni oiga nada.
Asentí. Llevé a Oliver a la habitación de invitados, lo acosté en la cama y le puse unos audífonos con música suave. Entonces volví con Elena.
—Tenemos que llamar a la policía ya —dije con voz firme.
—Sí, pero desde aquí. Y con el volumen al mínimo.
Llamé al 091. Expliqué lo esencial: había alguien dentro de mi casa. No dije “tal vez”, no dije “creo que”. Lo dije con la certeza más cruda del mundo. La operadora me pidió que me mantuviera en un lugar seguro y que una patrulla ya venía en camino.
Colgué. Miré a Elena.
—¿Y si sale antes de que lleguen?
—Entonces lo veremos. Pero no bajes por nada del mundo.
Los minutos siguientes fueron una tortura. Silencio absoluto. Solo nuestros latidos. Yo intentaba escuchar algún ruido proveniente de mi casa, pero la distancia impedía distinguir nada con claridad.
—Lo que más me preocupa —murmuró Elena— es que ahora mismo él sabe que estás despierta.
Mi corazón dio un salto.
—¿Cómo lo sabría?
—Porque no te ha visto bajar la persiana de la cocina como todas las noches. El comportamiento repetido crea patrones. Si él te ha observado suficiente tiempo, notará cualquier cambio.
La idea me dejó sin respiración. Pero antes de que pudiera responder, escuchamos algo: un golpe seco. No venía de mi casa… sino del exterior.
Elena abrió apenas un dedo la cortina.
—Ha salido por la puerta trasera —susurró con los labios temblorosos—. Mira… está cruzando hacia la calle.
Me asomé con cautela. Vi una figura masculina, de complexión media, con una sudadera oscura y gorra. Caminaba rápido, sin voltear. Un tipo perfectamente común, perfectamente invisible.
—¿Lo reconoces? —preguntó Elena.
—No —respondí, sintiendo un frío horrible—. Nunca lo he visto en mi vida.
En ese momento, las sirenas comenzaron a oírse a lo lejos. El hombre giró la cabeza hacia mi casa, luego hacia la nuestra. Y aunque no pude ver su rostro con claridad, estoy segura de que sus ojos cruzaron por un segundo los míos.
Aceleró el paso hasta desaparecer en la esquina.
La policía llegó instantes después. Registraron mi casa a fondo. No había signos de entrada forzada. Nada roto. Nada revuelto. Nada robado.
Pero había una nota en la mesa de la cocina.
Una sola frase:
“Nos veremos pronto.”
El agente que la recogió me miró con la expresión de alguien que ya había visto demasiados casos similares.
—Esto no es un ladrón —dijo—. Es alguien que conoce psicología, patrones, tiempos. Alguien que observa primero… y actúa después.
La policía patrulló el barrio durante semanas. Instalaron cámaras, reforzaron cerraduras, me dieron instrucciones precisas. Pero nunca encontraron al hombre.
Elena y yo nos volvimos más cercanas por necesidad. Ella, con su experiencia anterior, me enseñó a detectar señales, a cambiar rutinas, a no dejar luces fijas, a no repetirme. A no ser predecible.
Y aunque han pasado meses sin rastro del intruso, cada noche, antes de dormir, reviso dos veces cada ventana.
Porque hay algo que ya entiendo demasiado bien:
No hay amenaza más peligrosa que aquella que sabe esperar.



