En 1992, cuatro alumnas de último curso sorprendieron a todo el pueblo cuando, casi al mismo tiempo, se descubrió que cada una estaba embarazada. La conmoción apenas comenzaba cuando las jóvenes desaparecieron sin dejar rastro. Las familias quedaron destrozadas, los rumores crecieron sin control y la policía, pese a sus esfuerzos, no encontró ninguna pista sólida. El instituto, antes lleno de vida, quedó envuelto en un silencio inquietante. Treinta años después, un conserje casi invisible para todos tropezó con un hallazgo inesperado…

En la primavera de 1992, el pequeño pueblo de Valdepino quedó conmocionado cuando, en menos de dos semanas, se supo que cuatro estudiantes del último curso del instituto —María Esteban, Lucía Ordóñez, Teresa Vidal y Carolina Rivas— estaban embarazadas. Las cuatro eran amigas, inseparables desde la infancia, conocidas por su rendimiento académico y por participar en casi todas las actividades escolares. La sorpresa no fue solo el embarazo colectivo, sino también el silencio inexplicable con el que las jóvenes reaccionaron ante las preguntas de sus familias y profesores. Ninguna quiso revelar el nombre del padre ni dar detalles, y ese hermetismo hizo crecer rumores que se esparcieron con la misma velocidad que el escándalo.

El ambiente en el instituto cambió de un día para otro. Las miradas se cargaron de sospecha, los pasillos se llenaron de murmullos y un velo de inquietud comenzó a envolverlo todo. Las cuatro continuaron asistiendo a clase como si nada hubiera ocurrido, siempre juntas, intercambiando miradas tensas, como si compartieran un secreto demasiado grande para su edad.

Y entonces, de manera abrupta, desaparecieron. Fue un viernes por la tarde. Nunca llegaron a sus casas. No dejaron cartas, ni señales, ni objetos personales que indicaran una despedida. La policía inició una búsqueda inmediata: entrevistó a compañeros, maestros, vecinos, incluso al personal del instituto. No surgió ninguna pista sólida. Las familias, desesperadas, desplegaron carteles, ofrecieron recompensas, acudieron a programas de radio. Nada.

Con el paso de los meses, luego de los años, la historia se convirtió en una herida abierta en la comunidad. El instituto, que antaño rebosaba vida, adoptó un aire melancólico. El aula donde ellas se sentaban quedó intacta durante mucho tiempo, como si alguien esperara que regresaran para ocupar sus pupitres. La investigación policial, tras agotar todas las líneas posibles, terminó archivada como un caso sin resolver.

Treinta años después, en 2022, el instituto ya envejecido seguía en funcionamiento, aunque con menos alumnos. Durante una remodelación menor, Julián Muñiz, el conserje más antiguo del centro, fue enviado a revisar un pequeño trastero olvidado, ubicado detrás del antiguo gimnasio. Era un espacio al que casi nadie había entrado en décadas. Al mover un armario metálico, notó que una parte del suelo resonaba hueca. Con curiosidad, retiró unas tablas viejas y halló la esquina de una caja de madera, cubierta por capas de polvo y telarañas.

Cuando logró sacarla, vio que tenía un candado oxidado. Lo forzó hasta romperlo. Dentro había cuatro carpetas escolares, cada una con el nombre de las chicas desaparecidas. Al abrir la primera, Julián sintió que un escalofrío —no sobrenatural, sino puramente humano— le recorría el cuerpo. Lo que encontró dentro cambiaría para siempre la versión oficial de aquella tragedia…

—Y en ese instante, alguien entró abruptamente al trastero y lo sorprendió con la caja aún abierta.

La persona que apareció en la puerta era Laura Morante, la nueva subdirectora del instituto. Había llegado apenas unos meses antes, contratada para modernizar la administración. Julián, sobresaltado, solo atinó a cerrar parcialmente la caja, aunque sus manos todavía la sujetaban con fuerza. Laura fijó su mirada en los documentos amarillentos que sobresalían.

—¿Qué es eso? —preguntó con un tono neutro, pero con una atención evidente.

Julián explicó de forma atropellada el hallazgo. Laura se acercó, se agachó y, sin pedir permiso, tomó una de las carpetas. Al leer la portada con el nombre “María Esteban”, frunció el ceño. Era demasiado joven para haber vivido el caso directamente, pero como muchos en el pueblo, conocía la historia. Se incorporó lentamente y dijo:

—Tenemos que revisar todo esto. Y después avisar a la policía.

Se trasladaron a una pequeña sala administrativa. Abrieron las cuatro carpetas sobre la mesa. Cada una contenía apuntes escolares, fotos recortadas de periódicos, hojas sueltas de diario y, lo más inquietante, varios informes médicos muy similares: resultados de análisis, citas prenatales, firmas de diferentes doctores… pero todos vinculados al mismo centro de salud privado, ubicado en una ciudad vecina.

El primer dato sorprendente fue que los análisis se realizaron el mismo día para todas, apenas dos semanas antes de su desaparición. El segundo fue la coincidencia de un médico: Dr. Gabriel Roldán, ginecólogo reconocido en la región en los años noventa, quien dejó de ejercer de manera repentina en 1994 sin motivo público.

En la carpeta de Carolina, encontraron algo más personal: una hoja arrancada de un cuaderno con un mensaje escrito a mano. La letra era pequeña, cuidada, sin tachones:

“No podemos seguir así. Esto no era lo acordado. No voy a permitir que nos obliguen a callar. Si mañana no pasa nada, iremos todas. No estamos solas.”

Ni la subdirectora ni Julián sabían interpretar completamente aquello. ¿A qué acuerdo se refería? ¿A quién culpaban? ¿Por qué las cuatro parecían haber participado en algo conjunto?

Revisando más a fondo, Laura descubrió una fotografía en blanco y negro tomada en la entrada del mismo centro médico: las cuatro chicas en fila, aparentemente nerviosas, acompañadas por un hombre cuya cara estaba parcialmente cortada por el encuadre. Aunque no se veía con claridad, el porte elegante del individuo coincidía con descripciones antiguas del Dr. Roldán.

La inquietud aumentó cuando, al vaciar la caja por completo, encontraron un sobre sin nombre. Dentro había un recibo por pago en efectivo registrado a nombre de un tercero: “Fundación Horizonte Juvenil”, una organización que había funcionado brevemente entre 1990 y 1993, dedicada —según los registros públicos— a orientar a jóvenes en situaciones de riesgo. Cerró operaciones abruptamente tras una investigación por irregularidades financieras.

Mientras analizaban los hallazgos, Laura recibió un mensaje en su móvil. Su rostro palideció.

—Julián… —dijo, casi susurrando— alguien ha solicitado acceso al histórico de expedientes del centro esta mañana. Y no ha sido ningún empleado.

El conserje sintió un nudo en el estómago.
Algo, o alguien, había regresado al instituto al mismo tiempo que ellos abrían esa caja.

Determinados a esclarecer el misterio, Laura y Julián llamaron a la policía local. Un inspector veterano, Andrés Montalvo, acudió al instituto al caer la tarde. Él sí había participado marginalmente en la investigación original cuando era un agente joven, y al ver las carpetas, su expresión se tornó grave.

—Creí que estas pruebas nunca habían existido —murmuró mientras revisaba los informes médicos—. Nada de esto estuvo en el expediente oficial.

Esa ausencia levantó la primera conclusión inquietante: alguien había eliminado o retenido información clave en 1992.

El inspector pidió tiempo para cotejar los documentos con archivos antiguos. Mientras tanto, sugirió revisar el registro de seguridad para identificar quién había solicitado acceso a los expedientes del instituto horas antes. El personal de informática confirmó un dato sorprendente: el usuario que había hecho la petición pertenecía a una cuenta dada de baja… pero asociada al antiguo director del centro, don Ricardo Alvar, retirado desde hacía veinte años.

Cuando lograron localizarlo, Alvar admitió que sí había intentado acceder, pero no con intenciones ocultas —según él— sino porque había recibido una llamada anónima esa misma mañana. La voz, masculina y llena de ansiedad, solo dijo:

—“Han abierto la caja. No deje que salga a la luz lo que pasó.”

A pesar de su edad, Alvar recordaba perfectamente aquel año. Las chicas habían solicitado permiso para ausentarse ocasionalmente con el pretexto de “proyectos extracurriculares”, siempre respaldado por cartas firmadas por sus familias… salvo que, al comprobarse posteriormente, ninguna madre ni padre reconoció haber firmado nada. Las copias originales jamás se encontraron.

Con esta información, el inspector Montalvo reconstruyó una posible línea de acontecimientos:
Las adolescentes habían sido reclutadas, voluntaria o involuntariamente, por la Fundación Horizonte Juvenil. Todas habían recibido atención médica en la misma clínica privada, bajo supervisión del Dr. Roldán. El patrón sugería que participaron en un supuesto programa de apoyo que, en realidad, podría haber encubierto prácticas irregulares relacionadas con sus embarazos.

Lo que seguía sin explicación era la desaparición en sí. Pero un detalle emergió gracias a la última pista encontrada en la caja: una tarjeta de visita arrugada con una dirección de las afueras del pueblo. Pertenecía a una residencia que funcionó durante solo un año: “Casa Serena — Centro para Jóvenes Madres”.

El inspector, acompañado por Laura y Julián, decidió visitar el lugar. Allí solo encontraron un edificio semiderruido y registros incompletos. Sin embargo, en un cajón oxidado apareció un libro de ingresos firmado por cuatro nombres: María, Lucía, Teresa y Carolina. Estaban fechados tres días antes de que fueran reportadas como desaparecidas oficialmente.

Esto revelaba que no habían sido secuestradas… sino trasladadas. ¿Contra su voluntad? ¿O como parte de una decisión desesperada tomada por ellas?

Antes de marcharse, Julián notó una última anotación en el libro: “24 de abril — salida conjunta hacia instalación principal. Personal autorizado: GR.”
Iniciales que coincidían con Gabriel Roldán.

El inspector guardó silencio unos segundos.

—Este caso está a punto de abrirse de nuevo —dijo—. Y hay alguien que no quiere que lo hagamos.

Mientras abandonaban el edificio, Laura miró a Julián con expresión tensa.

—Todo esto estuvo oculto treinta años —susurró—. Si esta es solo la superficie… ¿qué encontraremos cuando lleguemos al fondo?