Mi suegra lleva tres años postrada en cama. Ayer, mientras hacía la colada, mi hija de cinco años encontró algo escondido entre sus mantas. “¡Mami, mira esto!”, gritó con una mezcla de emoción y miedo.

“Mi suegra lleva tres años postrada en cama. Ayer, mientras hacía la colada, mi hija de cinco años encontró algo escondido entre sus mantas. “¡Mami, mira esto!”, gritó con una mezcla de emoción y miedo.

En cuanto lo tuve en mis manos, sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No podía entender cómo un objeto así había llegado allí… y, sobre todo, por qué alguien lo habría ocultado tan bien.

En ese instante supe que nada en esta casa era lo que parecía……

La mañana había empezado como cualquier otra en nuestra casa antigua de las afueras de Toledo. A esa hora, el sol entraba tímidamente por las persianas de madera, y el olor a café recién hecho llenaba la cocina mientras yo me preparaba para afrontar otro día de cuidados.

Desde hacía tres años, mi suegra, Doña Remedios, estaba postrada en cama tras un ictus que le había robado casi todas las palabras y movimientos. Vivíamos con ella por necesidad y por promesa, pero también porque, pese a todo, seguía siendo un pilar silencioso de la familia.

Aquel día, como siempre, subí al piso de arriba para cambiar sus sábanas y recoger la ropa para lavar. Mi hija Lucía, de cinco años, insistió en acompañarme. Dijo que le gustaba “ayudar a la abuelita”, aunque yo sabía que había algo más: le fascinaba la habitación oscura y silenciosa donde solo se oían los suspiros lentos de la anciana y el tic-tac del reloj.

Mientras yo retiraba la colcha, Lucía se asomó por el lado opuesto de la cama, rebuscando en las mantas como si fueran un tesoro escondido. De repente, la oí gritar:

—¡Mami, mira esto!

Me volví con el corazón acelerado, temiendo que hubiese encontrado un medicamento suelto o un alfiler. Pero lo que tenía entre las manos era… otra cosa.

Un objeto pequeño, envuelto en un pañuelo antiguo, amarillo por el tiempo. Cuando lo tomé, sentí un escalofrío tan intenso que tuve que apretar los dientes. El pañuelo tenía bordadas unas iniciales que no reconocía: “M.R.C.” No eran las de mi suegra.

Cuando retiré la tela, apareció un medallón de plata ennegrecido, pesado, con un relieve extraño: una especie de símbolo circular rodeado por figuras que parecían humanas, pero retorcidas, casi deformadas. No sabía describirlo, pero evocaba algo oculto, prohibido. No era un objeto que una anciana guardaría bajo las mantas… a menos que quisiera esconderlo.

Miré a Doña Remedios. Sus ojos estaban abiertos, fijos en mí. No en el techo, no en la ventana: en mí. Y por primera vez desde que sufrió el ictus, vi algo en su mirada. No era ternura. Ni reconocimiento. Era… miedo.

Un miedo dirigido exactamente al medallón que yo sostenía.

Y entonces, con un hilo de voz que no debería haber podido producir, sus labios se movieron y susurraron:

—No… lo… abras…

Me quedé inmóvil. La advertencia, débil pero clara, resonó en mis oídos como un trueno. Lucía me miraba confundida, quizá más por mi expresión que por la de su abuela. La habitación, ya de por sí fría, pareció helarse de golpe.

—Mamá… —susurró mi hija, aferrándose a mi bata.

Respiré hondo y dejé el medallón sobre la mesilla. No quería que Lucía siguiera viendo aquello.

—Cielo, ve abajo y dile a papá que suba un momento. ¿Vale?

—¿He hecho algo malo?

—Claro que no. Has sido muy valiente —le aseguré, dándole un beso en la frente.

Cuando se fue, me giré hacia mi suegra. Estaba pálida, más que de costumbre, y la mano derecha —la única que podía mover un poco— temblaba sobre la sábana. Me acerqué a ella, todavía confundida.

—Doña Remedios… ¿qué es eso? ¿De dónde salió?

Sus ojos, llenos de una mezcla de terror y súplica, me seguían como si quisieran impedir cualquier movimiento mío. Intentó hablar de nuevo; luchó por articular palabras que se escapaban en susurros rotos.

—No… es… mío…

—¿Entonces de quién?

—Él… volvió…

La palabra “volvió” me dejó helada. ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cómo? No tenía sentido. Mi suegra llevaba tres años sin poder mantener una conversación coherente.

Antes de que pudiera preguntar algo más, escuché los pasos rápidos de mi marido subiendo las escaleras. Entró en la habitación con expresión preocupada.

—¿Qué ha pasado? Lucía está asustada.

Le mostré el medallón sin decir nada. Su rostro se tensó.

—¿Dónde has encontrado eso?

—Estaba entre las mantas de tu madre —respondí—. Tu hija lo halló.

Él tragó saliva, como si reconociera algo que yo todavía ignoraba.

—Ese medallón… es imposible.

—¿Imposible qué?

—Eso pertenecía a mi tío Mateo, el hermano de mi madre. Desapareció cuando yo tenía doce años. Dijeron que se marchó sin avisar, pero… —Su voz se quebró—. Nadie volvió a verlo.

El silencio que siguió parecía morder las paredes. Yo intenté procesar las palabras.

—¿Y cómo ha acabado aquí?

—No lo sé. Ese medallón siempre estuvo con él. Mi madre decía que lo había heredado de alguien más, alguien de quien nunca hablaba.

Me acerqué a la ventana. La calle estaba vacía, pero tuve la sensación de que había alguien vigilando, alguien que sabía que el medallón había sido descubierto.

—¿Y el símbolo? —pregunté……

—Nunca supe su significado. Mi madre prohibía que lo tocáramos. Decía que era… peligroso.

Aquel instante coincidió con un sonido seco detrás de mí: el medallón se había abierto solo, como si respondiera a algo en el ambiente. Al girarme, vi una luz tenue saliendo desde su interior, pulsante como un corazón vivo.

Mi suegra soltó un grito ahogado.

Y la habitación comenzó a oler a humo… aunque no había fuego en ninguna parte….

El olor a humo era espeso, metálico, imposible de confundir con el de un incendio normal. No parecía provenir de un objeto que se quemara; más bien, era como si el aire mismo se estuviera quemando.

Mi marido retrocedió instintivamente mientras yo me acercaba al medallón, que seguía brillando con una luz inquietante, casi líquida.

—No lo toques —dijo él, casi suplicando.

Pero algo en mí necesitaba comprender. No podía seguir viviendo con secretos en mi propia casa, con objetos misteriosos escondidos entre las mantas de una mujer que ni siquiera podía hablar… hasta ahora.

En cuanto me agaché para observar el interior del medallón, la luz se expandió, proyectando una imagen borrosa sobre la pared. No era un reflejo. Era como una escena en movimiento: una figura caminando por un sendero entre olivos, en un paisaje que reconocí al instante.

Eran los alrededores del pueblo donde nació mi suegra, un lugar que habíamos visitado solo un par de veces.

La figura se detuvo, se giró hacia nosotros. Yo me quedé sin aire.

—Es Mateo —dijo mi marido en un susurro ahogado.

El rostro del hombre proyectado era idéntico al que yo había visto en las viejas fotos del salón. Pero había algo más. Sus ojos estaban oscuros, demasiado oscuros. Y en su expresión había una mezcla de tristeza y advertencia.

La imagen se nubló de repente, distorsionándose como si alguien la hubiera agitado desde dentro. Un sonido grave llenó la habitación, seguido de un golpe seco. Mi suegra empezó a llorar, algo que no hacía desde antes de su ictus.

Me acerqué a ella.

—¿Qué está pasando, Doña Remedios? Por favor… necesitamos saberlo.

Y entonces, con un esfuerzo sobrehumano, logró pronunciar varias palabras seguidas:

—No… le… dejéis… entrar.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

—¿Entrar dónde? —pregunté.

—En… la… casa…

No pude terminar de reaccionar. Abajo, la puerta principal crujió como si alguien la empujara desde fuera. Mi marido bajó corriendo, gritando que se quedara arriba con su madre. Yo quería seguirle, pero mis piernas temblaban como si supieran algo que mi mente aún no comprendía.

La luz del medallón volvió a intensificarse y, en un instante, la habitación entera vibró. Las sombras proyectadas sobre las paredes se movieron como si tuvieran vida propia. Sentí un frío antinatural recorrer mi nuca. No estaba sola en la habitación. Lo supe sin necesidad de mirar.

Mi suegra apretó mi mano con una fuerza inesperada.

—No… lo abráis… más —susurró.

Pero era tarde. El medallón se abrió del todo, revelando un interior imposible de describir. No era un espacio físico; era como mirar directamente a un recuerdo ajeno, o quizá… a una presencia que llevaba demasiado tiempo esperando.

La puerta de la habitación se cerró de golpe.

Y entre el humo que no quemaba la madera, creí distinguir una figura alta, delgada, que avanzaba hacia nosotras con un movimiento lento, casi ceremonioso.

Lucía, desde abajo, gritó mi nombre.

Y yo entendí, con un terror gélido, que aquello que escondía el medallón no estaba intentando entrar en la casa.

Ya estaba dentro.”