En mi última revisión antes del parto, la doctora dijo en voz baja: “Señora, su bebé ha dejado de crecer.” —¿Qué… por qué? —pregunté temblando. —¿Está tomando algún medicamento o suplemento? —Sí… vitaminas prenatales. —¿Las compró usted, o alguien se las dio? Mi voz se quebró cuando respondí: —Fueron de…

En la última revisión antes del parto, el pasillo del Hospital General de Valencia parecía más silencioso de lo habitual. Era una mañana luminosa de abril, pero en la sala de ecografías el aire era denso, como si el tiempo se hubiese detenido a mitad de un suspiro. Me recosté sobre la camilla mientras la ginecóloga, la doctora Serrano, deslizaba el ecógrafo por mi abdomen. Estaba acostumbrada a sus movimientos seguros, a su manera de fruncir el ceño cuando se concentraba… pero aquella vez fue distinto.

Su mano se detuvo.
Su respiración también.

—Señora… —dijo finalmente, con una voz más baja que un murmullo—. Su bebé… ha dejado de crecer.

Sentí que el sonido del mundo se apagaba, como si estuviera bajo el agua.
—¿Cómo? ¿Por qué? —logré preguntar, aunque noté cómo la garganta se me cerraba al pronunciar cada palabra.

La doctora no respondió enseguida. Revisó la pantalla, volvió a medir, volvió a mirar.
—Necesito hacerle una pregunta —dijo al fin—. ¿Está tomando algún medicamento o suplemento?

—Solo vitaminas prenatales.

—¿Las compró usted o se las dio alguien?

El corazón me martilleaba el pecho. Algo en su tono me hizo sentir un frío que no venía del aire acondicionado.
—Me las dio… —tragué saliva— …me las dio una amiga. Bueno… eso creía.

El rostro de la doctora cambió. No era miedo, sino alarma profesional.
—¿Una amiga? ¿Tiene el envase? ¿Puede traerlo hoy?

Asentí sin poder articular palabra. En mi mente aparecía la imagen de la caja de vitaminas, la misma que me había entregado Clara, la compañera de trabajo que desde el principio se había mostrado demasiado “interesada” en mi embarazo. Había insistido, casi obligado, en que usara “las mejores vitaminas del mercado”, unas que ella misma había conseguido “por contactos”.

La doctora dejó el ecógrafo a un lado y me tomó de la mano.

—Necesito que me haga caso. De inmediato. Puede que no estemos hablando solo de vitaminas.

El suelo pareció moverse bajo mis pies.
—¿Qué quiere decir? —pregunté, con un hilo de voz.

—Quiero decir… que es posible que su bebé haya sido expuesto a algo dañino. Muy dañino.

Mi respiración se volvió irregular. De pronto, todo encajó: las actitudes extrañas de Clara, sus “regalos” inesperados, sus preguntas demasiado íntimas…

Y justo cuando la doctora abrió la boca para explicarlo con más claridad, la puerta de la consulta se abrió de golpe.

La figura que entró sin llamar hizo que la doctora Serrano frunciera el ceño. Era una enfermera joven, completamente agitada.

—Doctora, tiene que ver esto. Es urgente.

—Estoy con una paciente. ¿Puede esperar un minuto?

La enfermera negó con la cabeza, pálida.
—Es sobre el análisis preliminar de las vitaminas que trajo el laboratorio. No pueden esperar.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—¿Qué… qué pasa con mis vitaminas? —susurré.

La doctora se levantó, pidiéndole a la enfermera que cerrara la puerta. Yo me incorporé lentamente, incapaz de controlar las manos que me temblaban.

—Mire —dijo la doctora, dirigiéndose a mí—. El hospital envió hace unos días una alerta interna por casos sospechosos en la región: mujeres embarazadas tomando suplementos adulterados. No pensé que pudiera estar relacionado con usted… hasta ahora.

Mi corazón empezó a retumbar tan fuerte que casi me dolía.
—¿Adulterados? ¿Con qué?

—Con inhibidores de crecimiento fetal —respondió la enfermera, apretando un informe contra su pecho—. Sustancias prohibidas, de uso experimental, extremadamente peligrosas.

Sentí que me quedaba sin aire.

—Pero… ¿quién haría algo así?

La doctora me miró con gravedad.
—Alguien que quisiera perjudicar su embarazo. O a usted. O a ambos.

Las piernas se me aflojaron y tuve que sentarme. Y entonces apareció, como un golpe, la imagen de Clara. El día que me entregó la caja. La forma en que sonrió, demasiado dulce, demasiado perfecta. Y después, todos esos comentarios que en su momento me parecieron inocentes:

“Qué pena que la maternidad pueda retrasar tu ascenso…”
“Con lo talentosa que eres, sería una lástima que ahora tu carrera se frenara…”
“Hay mujeres que tienen embarazos perfectos… y otras que no tuvieron tanta suerte.”

La doctora continuó:
—Necesito que me traiga el envase inmediatamente. Y necesito saber exactamente quién se lo dio.

—Fue Clara… —respondí, sintiendo cómo cada palabra me desgarraba—. Trabaja conmigo. Confío… confiaba… en ella.

La doctora intercambió una mirada preocupada con la enfermera.
—Esto podría ser un caso penal. Necesitamos toda la información. Y también debemos actuar rápido para proteger al bebé y a usted.

Intenté mantener la calma, pero mis pensamientos giraban vertiginosamente. ¿Por qué Clara? ¿Por qué yo? ¿Era envidia? ¿Rivalidad laboral? ¿O algo aún más oscuro?
Recordé también otro detalle: unos mensajes extraños que Clara me envió días atrás diciéndome que no mezclara las “vitaminas” con otras marcas, advirtiendo de “efectos secundarios innecesarios”. En ese momento había pensado que simplemente estaba exagerando.

La doctora colocó una mano firme sobre mi hombro.
—Vamos a luchar por su bebé. Pero necesitamos esa caja ahora. ¿Puede ir a su casa a buscarla?

Iba a responder cuando el sonido vibrante de mi móvil rompió el silencio. Lo saqué del bolso.

Un mensaje.
De Clara.

Solo una frase:
“No abras esa caja delante de nadie.”

Sentí un latigazo de terror recorrerme el cuerpo.

La doctora Serrano leyó el mensaje sobre mi hombro y su expresión se endureció de inmediato.

—Esto ya no es una simple sospecha —dijo con voz firme—. Necesitamos alertar a seguridad del hospital… y quizá también a la policía.

Mis manos temblaban tanto que casi dejé caer el móvil.
—¿Cree que… que ella podría seguir vigilándome? —pregunté, incapaz de evitar mirar hacia la puerta como si en cualquier momento Clara pudiera aparecer allí.

La enfermera se adelantó.
—Vamos a ponerla en una sala segura mientras hablamos con dirección.

Pero yo negué.
—No. Tengo que ir por esa caja. Si sirve para salvar a mi bebé… tengo que hacerlo.

La doctora respiró hondo.
—De acuerdo. Pero no irá sola. Voy a pedir que un agente de seguridad la acompañe. No sabemos hasta dónde llega esto.

Acepté sin fuerza para discutir. Los minutos siguientes fueron un torbellino de pasillos, puertas automáticas, la sensación de que cada sombra podía esconder una amenaza. El guardia me escoltó hasta el coche y me siguió en su propio vehículo hasta mi edificio.

Mientras subía las escaleras hacia mi piso, cada paso resonaba como un latido. Al abrir la puerta, todo parecía normal… pero el silencio me resultó casi sospechoso. Me dirigí a la cocina, donde había dejado la caja en un cajón. Me incliné, lo abrí…

La caja ya no estaba.

Un vacío helado se abrió en mi pecho.
—No puede ser… —susurré.

El guardia llegó enseguida.
—¿Está segura de que estaba aquí? ¿Nadie más tiene acceso al piso?

—Solo yo… y Clara, que un par de veces vino a verme cuando me encontraba mal.

Lo dije… y me arrepentí al instante.
Si Clara había vuelto por la caja, ¿por qué? ¿Para borrarlo todo? ¿Para evitar que alguien descubriera la verdad?

O, peor aún…
¿Y si pensaba volver?

El guardia inspeccionó el apartamento mientras yo trataba de respirar. Cuando regresamos al hospital, la doctora Serrano estaba esperando, junto a un agente de policía. Me hicieron preguntas, tomaron nota, revisaron el mensaje de Clara, y poco a poco el caso tomó forma: una posible manipulación deliberada, un delito contra la salud pública, quizá algo más personal.

Pero entre todo el caos había un rayo de esperanza:
La doctora informó que, aunque el crecimiento del bebé se había detenido temporalmente, aún había margen para actuar si eliminábamos completamente la sustancia del organismo y aplicábamos tratamiento inmediato.

—No está todo perdido —me aseguró—. Tenemos opciones. Y las vamos a usar.

Aun así… el miedo no desaparecía. Porque Clara seguía ahí fuera.
Y yo no sabía qué era lo que realmente quería.

Esa noche, mientras permanecía ingresada bajo observación, recibí otro mensaje.

Esta vez no era de Clara.
Era un número desconocido.

“Ya es demasiado tarde.”

Sentí que la sangre se me helaba.
Pero también sentí algo más: una determinación feroz que antes no tenía. No iba a rendirme. No iba a dejar que nadie me arrebatara a mi hijo.

Y tú, que estás leyendo esto…
¿Qué crees que debería hacer ahora? ¿Enfrentar a Clara? ¿Dejarlo todo en manos de la policía? ¿O hay algo que aún no he visto?
Tu opinión puede cambiar el rumbo de esta historia…
¿Qué harías tú en mi lugar?