La llamada llegó una tarde de sábado, cuando el cielo de Madrid estaba empezando a teñirse de naranja. Yo estaba terminando de preparar la merienda cuando sonó el teléfono con ese tono que uno sabe, instintivamente, que trae malas noticias. Era la madre del amigo de mi hijo, con la voz temblorosa:
—Ha ocurrido algo… estáis en el Hospital Niño Jesús, ¿verdad? Están de camino.
No alcancé a preguntarle nada más. El corazón me empezó a latir con una fuerza brutal, como si quisiera escaparse del pecho. Cogí el bolso, las llaves y salí corriendo, sin siquiera cerrar bien la puerta.
Cuando llegué al hospital, había dos coches patrulla fuera. El primer pensamiento que me cruzó la mente fue que había sido un accidente grave: tal vez un atropello, una caída terrible, una reacción alérgica. Pero cuando intenté entrar por urgencias, un agente de la Policía Nacional extendió un brazo para bloquearme el paso.
—Señora, es mejor que no pase ahora mismo.
—¿Cómo que no? —casi grité—. ¡Mi hijo está ahí dentro! ¿Qué ha pasado?
El policía me miró con una mezcla extraña de compasión y tensión.
—Lo sabrá en unos minutos. Por favor, espere aquí.
Esa frase, “lo sabrá en unos minutos”, se convirtió en un zumbido interminable en mi cabeza. Mi respiración se aceleró, las piernas me temblaban. Nunca me había sentido tan impotente. ¿Qué podía estar pasando dentro para que no me dejaran entrar a ver a mi propio hijo?
Me obligaron a permanecer en el pasillo vacío frente a urgencias, donde el eco de las sirenas, los pasos de los sanitarios y el olor metálico del desinfectante parecían amplificar mi angustia. Intenté llamar a mi marido, pero no respondía. ¿Sabía más que yo? ¿Estaba ya dentro? ¿Por qué no había salido?
Pasaron diez minutos que se sintieron como una hora entera. Vi a médicos pasar con miradas tensas, vi a otro agente hablar por radio en voz baja, como si temiera que yo escuchara algo que no debía. El nudo en mi garganta era tan fuerte que apenas podía tragar saliva.
De pronto, la puerta automática se abrió y mi marido salió. Lo primero que me golpeó no fue su presencia, sino su expresión: estaba sonriendo. Pero no una sonrisa normal; era una mezcla extraña de alivio y desconcierto, como si una enorme carga se hubiera levantado de sus hombros.
—¿Qué pasa? —le pregunté con la voz rota—. ¿Está bien nuestro hijo?
Él respiró hondo, se acercó, y justo cuando abrió la boca para hablar, el policía detrás de él me dijo:
—Señora… tenemos que explicarle algo.
Y entonces empezó el verdadero infierno.
Mi marido me tomó del brazo con suavidad, pero con firmeza, como si temiera que pudiera desplomarme. Me guio hacia una pequeña sala de familiares: paredes color beige, una mesa metálica y sillas incómodas que parecían diseñadas para aumentar la ansiedad. Dos agentes y una pediatra entraron detrás de nosotros.
Yo ya no podía más.
—Por favor, ¿alguien puede decirme qué narices está pasando? ¡Quiero ver a mi hijo!
La pediatra intercambió una mirada con los agentes antes de hablar.
—Su hijo está bien físicamente —dijo despacio, eligiendo cada palabra con precisión quirúrgica—. No ha sufrido lesiones graves.
—¿Entonces por qué…?
—Pero ha tenido un episodio —continuó ella—. Un ataque de pánico, muy fuerte. Cuando llegó, estaba hiperventilando, temblaba y no podía articular palabras.
Mi mente se aferró a la única frase positiva.
—Entonces… está fuera de peligro.
—Sí —confirmó la doctora—. Pero el motivo del ataque es lo que nos preocupa.
Uno de los agentes tomó la palabra:
—Su hijo llamó al 112 desde casa de su amigo diciendo que había “visto algo” y que “tenían que venir rápido”.
—¿Algo? ¿Qué es algo? —pregunté, ya casi sin voz.
El policía se aclaró la garganta.
—Él dijo que vio… sangre. Mucha sangre. Dijo que su amigo estaba “tirado en el suelo”, inmóvil. Dijo que había “un hombre en la cocina”.
Me quedé paralizada.
—Pero… ¿el niño está bien? ¿Su amigo?
—Perfectamente —respondió el agente—. Cuando llegamos, no había heridos, no había nadie más en la casa. Todo estaba en orden.
—Entonces mi hijo… —miré a mi marido buscando respuestas. Él seguía con esa sonrisa rara, aliviada, pero con una sombra de preocupación.
El policía continuó:
—Su hijo insistió en que había visto una escena muy real. Estaba aterrorizado. Cuando lo llevamos al hospital para que lo revisaran, mencionó algo más.
Sentí cómo la temperatura de mi piel caía de golpe.
—¿Qué más?
El agente carraspeó.
—Dijo que el hombre en la cocina tenía la misma voz que su padre.
Yo me giré bruscamente hacia mi marido. Él levantó ambas manos.
—No estaba allí —dijo enseguida, con un tono que mezclaba sorpresa y desesperación—. Ya se lo dije a la policía. Estaba en el trabajo toda la tarde. Podéis comprobarlo.
La pediatra intervino:
—Queremos que hablen con él. Está despierto, más tranquilo, pero… está asustado. Quiere ver a sus padres.
Mis piernas apenas respondían. El trayecto hacia la habitación se me hizo interminable. Allí estaba él, sentadito, con una manta térmica sobre los hombros, los ojos aún rojos por el llanto.
Cuando me vio, rompió a llorar de nuevo.
—¡Mamá, yo lo vi! ¡Te lo juro! Era papá… pero no era papá.
Y antes de que pudiera preguntar nada, añadió temblando:
—No tenía ojos.
Me arrodillé frente a él y le acaricié el pelo, intentando transmitir una calma que no sentía. Mi marido se quedó cerca de la puerta, inmóvil.
—Cariño —le dije suavemente—, estás a salvo. Todo está bien ahora.
—No, mamá —repitió, desesperado—. Él estaba allí. En la cocina. Yo entré porque pensé que era el padre de Marcos, pero cuando se giró… no tenía ojos. Sólo dos huecos negros. Y hablaba como papá, exactamente igual.
Miré a mi marido. Él negó con la cabeza, pero pude ver cómo un temblor recorrió su mandíbula.
La pediatra intervino con tono profesional:
—A veces, los niños pueden mezclar miedo, imaginación y realidad. Puede haber sido una ilusión causada por la ansiedad.
Pero las palabras resbalaron sin efecto. Mi hijo seguía aterrorizado.
—Se acercó a mí —dijo él, bajando la voz—. Y me dijo “no digas nada”. Pero yo corrí. Corrí muy rápido.
Noté cómo un escalofrío me recorría la espalda. Lo tomé entre mis brazos mientras la pediatra sugería observación y posiblemente una evaluación psicológica. Asentí sin oponerme; cualquier cosa que ayudara a mi hijo era bienvenida.
Cuando salimos del hospital ya entrada la noche, el aire frío de Madrid pareció despejarnos un poco la mente. Mi hijo dormía en brazos de su padre mientras caminábamos hacia el coche. Nadie habló en todo el trayecto.
Al llegar a casa, lo acostamos. Yo me quedé sentada a su lado hasta que su respiración se volvió lenta y profunda. Entonces bajé al salón, donde mi marido estaba esperándome con los codos apoyados en las rodillas.
—No sé qué vio —dijo él sin levantar la vista—. Pero no era yo. Lo juro.
—Lo sé —respondí, aunque había un temblor en mi voz.
Me acerqué a él. Quería abrazarlo, decirle que todo estaba bien, que sólo era un malentendido. Pero había algo… una pequeña espina. El tipo de duda que no debería existir entre dos personas que se conocen desde hace años.
—¿Estabas realmente en la oficina? —pregunté, bajito.
Él levantó la vista, herido.
—Sí. Puedes preguntar en recepción si quieres.
Asentí.
—Lo haré. No porque dude de ti… sino por saber qué le pasó a nuestro hijo.
Esa noche dormimos poco. Y no por el niño. Sino porque, en medio de la madrugada, mientras intentaba conciliar el sueño, escuché un ruido en la cocina. Algo que se cayó. Algo que arrastró contra el suelo.
Me levanté, todavía somnolienta, y bajé las escaleras. La luz de la nevera estaba encendida.
Y allí, justo antes de cerrarla, vi una sombra. Alta. Sin rasgos.
Un susurro, idéntico a la voz de mi marido, dijo:
—No digas nada.
Y la luz se apagó.
¿Quieres que continúe esta historia?
Puedo escribir un epílogo, una precuela, una explicación sobrenatural o incluso una segunda parte desde la perspectiva del “hombre sin ojos”.
¿Qué versión te interesa más?



