“Durante la boda de mi hermana, mi hijo de siete años me agarró la mano y susurró: “Mamá… tenemos que irnos. Ahora.” Sonreí y le pregunté: “¿Por qué?”
Él sacó su móvil en silencio. “Mira esto…”
En ese instante, me quedé paralizada…..
La boda de mi hermana se celebraba en un pequeño y luminoso pueblo de Andalucía, rodeado de olivos y con el murmullo lejano de una guitarra flamenca como telón de fondo. Las mesas estaban decoradas con flores silvestres, y el aire cálido de junio hacía que todos se movieran con una mezcla de alegría y relajada despreocupación.
Yo estaba hablando con unos primos cuando sentí que alguien tiraba suavemente de mi mano. Era mi hijo de siete años, Mateo, con los ojos muy abiertos.
—Mamá… —susurró con un hilo de voz apenas audible— Necesitamos irnos. Ahora.
Al principio pensé que tenía hambre, sueño, o quizá había discutido con algún niño. Sonreí intentando tranquilizarlo.
—¿Pero por qué, cariño?
Mateo no respondió de inmediato. Miró alrededor como asegurándose de que nadie le prestaba atención y sacó lentamente su pequeño móvil, ese que le habíamos dado solo para juegos y fotos. La pantalla estaba encendida, y él la sostenía como si ardiera.
—Mira esto… —dijo.
Me incliné hacia él. En la pantalla había un video que no reconocí al instante. Todo lo que se veía era un pasillo oscuro iluminado por una luz intermitente. Luego, una figura pasó rápidamente frente a la cámara, tan rápido que casi no pude distinguirla… pero supe que algo no iba bien. Mateo tragó saliva.
—Mamá… ese pasillo es el del hotel donde nos estamos quedando. —Sus palabras me atravesaron como un relámpago—. Y ese vídeo… me lo han enviado hace dos minutos.
Mi corazón se aceleró. Intenté mantener la calma, pero una sensación fría me recorrió la espalda. ¿Quién habría grabado eso? ¿Y por qué se lo enviaban a un niño?
Cuando levanté la vista, noté algo que me heló la sangre: al final del jardín del restaurante, justo detrás de un seto, una sombra parecía moverse. No sabía si era real o si mi mente me jugaba una mala pasada, pero en ese instante entendí que algo estaba muy, muy mal.
La música seguía sonando, la gente seguía brindando…
Y yo, con Mateo agarrado a mi mano, sentí cómo el mundo se detenía justo antes del caos.
Apreté la mano de Mateo con suavidad, intentando no transmitirle el temblor que ya recorría mis dedos. Respiré hondo e intenté pensar con claridad. En una boda con más de cien invitados, cualquier reacción brusca podía desencadenar pánico. Tenía que actuar con prudencia.
—Vamos a hablar con calma —le dije a Mateo, inclinándome hacia él—. ¿Quién te envió el vídeo?
—No sé, mamá. Solo apareció… sin nombre, sin número. —Su voz temblaba.
Lo primero que pensé fue en un error, una broma, un envío equivocado. Pero algo dentro de mí —quizá el instinto de madre, quizá el detalle del pasillo del hotel— me decía que no era simple casualidad.
Mientras caminaba con él hacia un lateral más tranquilo del salón, volví a reproducir el vídeo. Esta vez presté atención al sonido: un leve crujido metálico, como de una puerta abriéndose lentamente. Y entonces lo escuché: una respiración profunda, irregular… demasiado cerca del micrófono. Mateo se agarró a mi brazo.
—Mamá, yo estaba en ese pasillo hace una hora, cuando subí a dejar mi chaqueta… —susurró.
El corazón me dio un vuelco.
Antes de que pudiera responder, sonó otro aviso en su móvil. Una nueva notificación. En la pantalla aparecía una fotografía: era la puerta de nuestra habitación en el hotel. La imagen era reciente… demasiado reciente. Los detalles de la luz del pasillo coincidían con la hora exacta del atardecer.
—Nos vamos ya —dije en voz baja.
Llamé rápidamente a mi marido, pero no respondió. Supuse que aún estaría hablando con el fotógrafo o con algún invitado. Miré a mi alrededor buscando a mis padres, pero todos parecían felices, ajenos a todo lo que estaba ocurriendo. No quería alarmarlos sin necesidad.
Empecé a caminar hacia la salida con Mateo cuando, de pronto, mi móvil vibró. Era un mensaje desconocido:
“No corras.”
Sentí que las piernas me fallaban. ¿Alguien nos observaba desde dentro de la boda? ¿Desde el hotel? ¿Desde ambos lugares?
Mateo apretó mi mano con tanta fuerza que casi me dolió.
—Mamá… ¿qué hacemos?
Miré hacia la zona donde antes había visto la sombra tras el seto. Ya no había nada. O quizá nunca hubo algo concreto. Pero la sensación de amenaza era real, casi palpable, como si el aire se hubiera vuelto más denso.
Tenía dos opciones: pedir ayuda e interrumpir la boda de mi hermana, arriesgándome a que todo fuese una falsa alarma… o salir discretamente y comprobar por mí misma qué estaba ocurriendo en ese hotel.
Elegí lo segundo.
—Vamos —le dije a Mateo—. Vamos a averiguar quién está detrás de esto.
Y así, con el corazón latiendo a toda velocidad, crucé el arco de flores hacia la noche cálida, sin saber qué nos esperaba al otro lado del camino.
PARTE 3 – (≈520 palabras)
El trayecto hasta el hotel no era largo: apenas cinco minutos caminando por una calle iluminada con farolas antiguas. A cada paso, mi mente saltaba entre hipótesis y temores. Mateo caminaba a mi lado, y aunque intentaba mostrarse valiente, podía sentir su miedo en la manera en que se aferraba a mi mano.
—Mamá… ¿crees que alguien está en nuestra habitación? —preguntó finalmente.
—No lo sé, cariño. Pero vamos a averiguarlo juntos. Estoy contigo. —Le dediqué una sonrisa que quizá no llegó del todo a mis ojos.
Cuando llegamos al hotel, la recepcionista —una mujer joven con acento sevillano— nos saludó con naturalidad. Nada parecía fuera de lugar. Pedí discretamente que revisara si alguien había pedido una copia de nuestra llave. Ella negó con la cabeza, segura.
Subimos en el ascensor. El sonido del motor parecía más fuerte que de costumbre. Mateo miraba fijamente los números que ascendían. Cuando se abrió la puerta en nuestro piso, el pasillo lucía exactamente como en el video: la luz parpadeante, el suelo brillante, el silencio absoluto.
Mi garganta se secó.
Avanzamos despacio. Yo miraba cada puerta, cada sombra, esperando cualquier movimiento. Cuando llegamos frente a nuestra habitación, vi algo que me detuvo en seco.
La alfombrilla estaba ligeramente corrida.
No recuerdo haberla dejado así.
Tragué saliva y saqué la tarjeta para abrir la puerta. Antes de deslizarla, llegó otra notificación al móvil de Mateo. Lo miró, y su rostro perdió todo el color.
—Mamá… —susurró, y me mostró la pantalla.
Era una foto tomada desde dentro de nuestra habitación.
Desde nuestra ventana.
Apuntando directamente hacia la boda a la que acabábamos de salir.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
Alguien había estado observándonos desde hacía horas.
Abrí la puerta de golpe. La habitación estaba en silencio. La ventana entreabierta. La cortina moviéndose suavemente con la brisa nocturna. Y sobre la cama… un pequeño objeto que no era nuestro. Me acerqué lentamente.
Era el móvil de un adulto. Sin funda. Sin bloqueo.
Y en la pantalla aparecía un mensaje en borrador, como si alguien hubiese empezado a escribirlo justo antes de que llegáramos:
“Aún no es el momento.”
Me quedé paralizada. ¿Qué significaba eso? ¿Por qué Mateo había sido el receptor de los mensajes? ¿Quién había estado tan cerca de nosotros sin que lo notáramos?
Mientras analizaba el móvil, escuché pasos en el pasillo. Pasos lentos. Constantes.
Mateo me miró aterrorizado.
—Mamá… viene alguien.
Apagué las luces. Me acerqué a la puerta con el corazón desbocado y miré por la mirilla.
Lo que vi al otro lado hizo que contuviera la respiración.
No era un desconocido.
No era un empleado del hotel.
Era alguien que jamás habría imaginado…



