Cuando tenía apenas dieciocho años, Mateo ya pagaba 450 euros de alquiler para vivir bajo el mismo techo que sus padres. La familia había decidido que, si quería “independizarse”, debía empezar por contribuir como un adulto. Era irónico: no podía permitirse un piso propio, pero sí podía costear un cuarto de diez metros cuadrados, con una ventana que daba a la pared del edificio contiguo. Aun así, esa pequeña inversión mensual le daba la ilusión de avanzar, de empezar a tener un lugar propio, aunque fuera simbólico.
El contraste con su hermano mayor, Diego, era una constante. Diego tenía veintitrés años, ningún ingreso fijo y un talento incomparable para esquivar responsabilidades. Su madre lo describía como “un espíritu libre”, mientras el padre justificaba cada metida de pata alegando que “Diego necesita tiempo para encontrarse a sí mismo”. A Mateo le bastaba derramar un vaso de agua accidentalmente para recibir una lección de tres horas sobre disciplina, falta de enfoque y el peligro de convertirse en “uno más del montón”. Pero Diego podía dejar la cocina hecha un desastre y aun así arrancar sonrisas de aprobación.
Aquella mañana algo cambió.
Mateo había dormido mal, inquieto por un mensaje que recibió la noche anterior de Clara, su amiga de la infancia:
“Necesito hablar contigo. Es importante.”
Clara no solía dramatizar, así que la frase quedó dándole vueltas en la cabeza. Apenas amaneció, bajó a la cocina buscando café. Allí encontró a sus padres sentados, tensos, como si lo estuvieran esperando. Diego no estaba.
—Tenemos que hablar contigo —dijo su padre, usando ese tono solemne que presagiaba problemas.
Mateo sintió un nudo en el estómago.
—¿Qué pasó?
Su madre se miró las manos antes de responder.
—Diego… se ha metido en un lío. Y no pequeño.
Mateo cerró los ojos un instante. No era la primera vez que su hermano los arrastraba a alguna complicación, pero esta vez notó un matiz distinto: miedo real.
—¿Qué tipo de lío?
Hubo un silencio pesado. Finalmente, su padre habló:
—Unos conocidos suyos… digamos que no son buena compañía. Se endeudó. Mucho. Y ahora le exigen que pague.
—¿Cuánto es “mucho”? —preguntó Mateo, aunque ya temía la respuesta.
—Cinco mil euros —susurró su madre.
Mateo sintió que el piso se le movía bajo los pies. Cinco mil euros era el equivalente a casi un año entero de su alquiler. Y lo peor: sabía exactamente lo que venía después. Sus padres lo mirarían esperando que él, el responsable, el que “sí sabía organizarse”, tuviera una solución. Él, siempre él.
Pero antes de que pudiera reaccionar, su padre añadió algo que cambió por completo el rumbo de su vida:
—Y no solo quieren el dinero. Te están buscando a ti también.
La taza tembló entre las manos de Mateo.
—¿A mí? ¿Por qué?
Su madre tragó saliva.
—Porque Diego dijo… dijo que tú podías ayudarlos.
Y ahí comenzó todo.
Durante los primeros segundos, Mateo sintió el sonido del mundo desaparecer. No escuchó el tic-tac del reloj, ni el rumor de la nevera, ni siquiera la respiración nerviosa de sus padres. Solo un eco hueco repetía en su cabeza: Diego dijo que tú podías ayudarlos. No era solo una responsabilidad injusta; era una traición.
Se apoyó contra la encimera para no perder el equilibrio.
—¿Dónde está Diego ahora? —preguntó finalmente.
—No volvió a dormir —respondió su padre, frotándose el puente de la nariz—. Y por lo que entendimos, esos tipos vendrán hoy a buscar respuestas.
El estómago de Mateo se contrajo. Diego, una vez más, había escapado justo antes de que todo estallara. Y él, como siempre, era quien debía sostener los pedazos.
—¿Y por qué creen que me buscan específicamente? —insistió.
Su madre dudó.
—Dijo… que tú trabajabas, que eras responsable, que seguramente podrías conseguir el dinero.
Mateo apretó los dientes.
Claro, pensó. Para Diego, responsabilidad siempre fue sinónimo de comodín. Siempre disponible, siempre dispuesto, siempre a mano.
Tomó aire y dijo:
—No tengo cinco mil euros. Ni aunque vendiera todo lo que tengo.
Sus padres intercambiaron miradas llenas de miedo.
—Entonces… ¿qué vamos a hacer? —susurró su madre.
Mateo sintió el peso de todos los años en los que había sido el “hijo que no daba problemas”. El que bajaba la cabeza, el que entendía, el que cedía. Pero algo dentro de él ya no quería hacerse pequeño.
En ese momento, su móvil vibró. Era Clara.
“Estoy afuera de tu casa. Necesito verte. Es urgente.”
Mateo tomó su chaqueta sin pedir permiso.
—Vuelvo en un momento.
Su madre intentó detenerlo.
—Mateo, no salgas. Es peligroso…
—No voy lejos —respondió, cerrando la puerta antes de oír más objeciones.
Clara estaba apoyada en su bicicleta frente al portal. Tenía los ojos hinchados, como si hubiera llorado.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
Clara respiró hondo, como quien se prepara para soltar una bomba.
—Mateo… anoche vi a Diego.
Las palabras lo golpearon como un cubo de agua fría.
—¿Cómo que lo viste? ¿Dónde?
—En la estación de buses. Estaba con dos tipos que me dieron muy mala espina. No parecía en control. Más bien parecía obligado a estar allí. Lo escuché decir tu nombre.
—¿Mi nombre? —Mateo sintió la piel erizarse.
—Sí. Y uno de los hombres dijo algo como: “Si no aparece, tú sabes lo que viene”. Mateo, creo que tu hermano se ha metido en algo muy serio. Y peor aún… creo que te arrastró con él.
Un coche negro dobló la esquina en ese instante. Clara se tensó.
—Mateo… creo que vienen por ti.
El coche se detuvo frente a ellos. La puerta trasera se abrió lentamente. Un hombre de unos cuarenta años, trajeado, cabello engominado y mirada fría, asomó la cabeza.
—Mateo Ruiz, ¿verdad? Necesitamos hablar contigo.
La garganta de Mateo se cerró. Clara lo miró, pálida.
—No subas —susurró ella.
Pero el hombre añadió una frase que heló la mañana:
—Es sobre tu hermano. Y créeme, el tiempo corre.
Mateo sintió cómo su corazón golpeaba contra el pecho, pero no se movió. Permaneció quieto, analizando cada detalle: el coche sin placas visibles, los vidrios tintados, el tono calmado pero amenazante del hombre. Clara temblaba a su lado, pero él dio un paso adelante. No podía ignorar la posibilidad de que Diego estuviera realmente en peligro.
—Hablar… ¿dónde? —preguntó Mateo con un hilo de voz que logró mantener estable.
El hombre sonrió de forma casi imperceptible.
—Aquí mismo. No tienes que subir, aún no.
Mateo tragó saliva.
—¿Y mi hermano?
El hombre abrió más la puerta, como si lo invitara a mirar dentro, aunque no lo hizo explícitamente.
—Tu hermano está… cómo decirlo… en una situación delicada. Y tú puedes ayudar a resolverla.
—No tengo dinero —respondió Mateo, anticipándose.
El hombre soltó un leve suspiro, como quien escucha la misma excusa por enésima vez.
—El dinero es una parte del problema, sí, pero no es lo más urgente ahora. Tu hermano nos debe, pero también nos debe tiempo. Mucho tiempo desperdiciado. Y tú… —lo señaló con un gesto suave— eres alguien que él dijo que valía la pena.
Clara apretó su brazo.
—No tienes por qué escuchar esto. Vámonos.
Pero Mateo sabía que huir no haría que el problema desapareciera. Si algo tenía claro era que esta gente no se iría solo porque él lo deseara.
—¿Qué quieren exactamente? —preguntó.
El hombre cerró la puerta del coche y caminó hacia ellos. No parecía apresurado, lo que era aún más inquietante.
—Quiero que entiendas nuestra posición. No somos monstruos. Solo hacemos negocios. Y tu hermano aceptó uno. Muy por encima de sus capacidades, claro, pero eso ya lo sabíamos. Lo que no sabíamos es que ustedes dos… —miró a Mateo y luego a Clara— serían variables tan relevantes.
Clara frunció el ceño.
—¿Yo qué tengo que ver en esto?
El hombre la ignoró por completo.
—Mateo, necesitamos que convenzas a tu hermano de presentarse. No que lo busques, no que lo escondas. Que se presente. Si lo hace, hablaremos de números. Si no… —ladeó la cabeza—, las consecuencias recaen sobre quien él señaló como responsable.
—¿Responsable de qué? —dijo Mateo, cada vez más indignado.
—De su palabra. De la promesa que hizo en tu nombre.
Mateo sintió rabia por primera vez en mucho tiempo.
—Nunca autoricé nada.
—Eso es irrelevante para nosotros. Él habló. Tú respondes. Así son las reglas cuando alguien juega con dinero que no tiene.
El silencio se volvió espeso. Clara intentó intervenir:
—Mateo no va a hacer nada hasta que sepamos dónde está Diego.
El hombre la miró por primera vez, con una mezcla de curiosidad y molestia.
—Tu amigo es valiente, pero habla demasiado.
Mateo dio un paso adelante.
—A ella la dejas fuera. Lo que sea que quieran, va conmigo.
El hombre sonrió como quien consigue lo que esperaba.
—Perfecto. Entonces escucha. Tienes veinticuatro horas. Encuentra a Diego. Haz que venga a nosotros. Si no, pasaremos a la siguiente fase. Y te aseguro… no te gustará.
El hombre regresó al coche. La puerta se cerró y el vehículo arrancó suavemente, perdiéndose calle abajo.
Clara soltó por fin el aire retenido.
—Esto es una locura. Llama a la policía.
Mateo negó con la cabeza.
—¿Y qué les digo? ¿Que un grupo sin nombre me amenaza por una deuda que ni siquiera es mía? Necesitamos a Diego primero.
Clara lo miró con una mezcla de angustia y determinación.
—Entonces lo encontraremos. No vas a hacer esto solo.
Por primera vez en mucho tiempo, Mateo sintió algo nuevo: no estaba huyendo, estaba enfrentando. Y sabía que lo que viniera después marcaría su vida para siempre.
—Bien —dijo, ajustándose la chaqueta—. Empezamos por la estación de buses. Fue lo último que viste, ¿no?
Clara asintió.
—Y tengo una idea más —añadió—. Creo que Diego dejó algo para ti. Algo que no sabía cómo decir.
Y así, con el miedo a cuestas pero sin opción de retroceder, comenzó la búsqueda que cambiaría la relación de Mateo con su hermano… y consigo mismo.



