El 14 de abril de 2003, la clase de tercero de secundaria del Instituto San Miguel emprendió una excursión escolar al Parque Natural de Valdeagua, una zona montañosa a dos horas de Madrid. Era un viaje rutinario, parte del programa anual de ciencias naturales. Nada en el ambiente anunciaba la tragedia que estaba a punto de marcar a toda una generación del colegio. Entre los alumnos iba Lucía Herrera, una chica de 15 años, callada, responsable, excelente estudiante. Tenía la costumbre de anotar todo en una libreta azul que nunca dejaba en casa.
La excursión comenzó sin complicaciones. Los profesores dividieron al grupo en dos para caminar por senderos ligeramente distintos, que se unían más adelante en un mirador. Lucía estaba en el grupo de la profesora Mónica, una mujer joven que llevaba apenas dos años en el instituto. En algún punto del trayecto, cerca de un arroyo estrecho con piedras resbaladizas, Mónica pidió a los alumnos que se detuvieran para reagruparse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que faltaba una persona.
—¿Alguien ha visto a Lucía? —preguntó intentando mantener la calma.
Nadie respondió. Algunos pensaron que quizá había avanzado más rápido; otros, que se había quedado atrás buscando hojas o flores para su libreta. Todo esto había ocurrido en un lapso de apenas diez minutos, pero el corazón de la profesora ya latía con fuerza.
La búsqueda inicial duró media hora. Gritos llamándola, profesores corriendo en direcciones opuestas, compañeros llorando. Cuando no la encontraron, alertaron al parque y luego a la Guardia Civil. Para las cuatro de la tarde, el lugar estaba lleno de agentes, perros rastreadores y voluntarios. A pesar de los esfuerzos, no se encontró ningún rastro: ni la mochila, ni la libreta azul, ni huellas recientes en la orilla del arroyo. Era como si se la hubiera tragado la tierra.
Durante días, helicópteros sobrevolaron la zona y equipos de montaña revisaron cada sendero y cada barranco. Los padres de Lucía aparecieron en televisión suplicando información. La presión mediática creció, y la policía no tardó en investigar todas las líneas posibles: accidente, fuga voluntaria, secuestro. Pero ninguna encajaba del todo. Lucía no tenía motivos para huir ni antecedentes de depresión. Las zonas peligrosas estaban relativamente lejos del grupo. Y nunca hubo testigos de un posible secuestro.
Al cumplirse una semana sin noticias, España entera conocía su nombre. Las teorías se multiplicaban, algunas irresponsables y morbosas. Sin embargo, el caso terminó enfriándose con el tiempo, enterrado por nuevas noticias, nuevos escándalos y nuevas tragedias. La desaparición quedó marcada como “no resuelta”.
Pero veinte años más tarde, en 2023, una llamada telefónica inesperada hizo que todo volviera a empezar.
La verdad, finalmente, estaba a punto de salir a la luz.
El 3 de octubre de 2023, el inspector jubilado Javier Molina recibió una llamada de un antiguo compañero de la Guardia Civil. Habían trabajado juntos en varios casos, incluido el de Lucía Herrera en 2003, un expediente que siempre había pesado como una derrota personal para Molina. Su amigo, Pedro, sonó tenso, casi incrédulo.
—Javier, han encontrado algo… No vas a creerlo. Es sobre el caso Herrera.
Molina sintió como si los veinte años desaparecieran de golpe. Mientras escuchaba, su mano temblaba ligeramente sobre el volante. Pedro le explicó que un excursionista había encontrado una libreta azul, protegida dentro de una bolsa de plástico deteriorada, escondida bajo una piedra en una zona alejada del parque, a casi cinco kilómetros del sendero donde la joven desapareció. El excursionista la entregó pensando que era basura, pero al abrirla, los agentes reconocieron inmediatamente la caligrafía y el nombre escrito en la primera página: Lucía H.
La libreta estaba dañada, pero se podían leer varias anotaciones. Fechas, dibujos de plantas, pensamientos breves… y una última frase incompleta que sería el primer hilo del desenlace:
“No tenía que haber venido sola con él…”
Aquello era explosivo. Un secreto que nunca había formado parte del expediente original.
Molina condujo hasta Valdeagua con el corazón encogido. La zona donde se encontró la libreta no estaba dentro del perímetro buscado en 2003, lo cual significaba solo una cosa: la habían movido. Alguien había colocado la libreta allí años después, o Lucía había llegado a ese punto por su cuenta antes de morir. Ambas opciones eran aterradoras.
Al revisar la libreta, Molina observó algo que otros habían pasado por alto: en varias páginas finales, había un patrón de marcas pequeñas, como si hubiera escrito apoyándose sobre una superficie dura y rugosa. Eso indicaba que no estaba escribiendo en el bosque abierta al suelo, sino en algún lugar cerrado o improvisado. Las últimas páginas también mostraban cambios en la presión del bolígrafo, señal de estrés o miedo.
Para avanzar, necesitaba reconstruir los últimos movimientos de aquel día. Visitó a los profesores y alumnos que aún vivían cerca. Muchos ya tenían sus propias familias; otros se emocionaron al escucharlo mencionar el nombre de Lucía. Uno en particular, Álvaro Ruiz, compañero de clase y uno de los últimos en verla, ofreció algo inesperado.
—Esa mañana, Lucía discutió con alguien… No sé si debería decir esto, pero no era otro alumno. Era un adulto. Alguien del personal del parque.
El nombre surgió con dificultad: Tomás Ledesma, uno de los guardas forestales asignados a la zona en 2003. Nunca fue considerado sospechoso, porque su coartada parecía sólida: aseguró que estuvo todo el día patrullando un sector lejano del parque.
¿Y si la coartada era falsa?
Molina rastreó a Ledesma, ahora un hombre retirado que vivía solo a las afueras de un pequeño pueblo. Cuando el exinspector tocó a su puerta, el antiguo guarda se mostró nervioso, incómodo, como si hubiera esperado esta visita durante años.
—¿Por qué vuelve este caso ahora…? —murmuró, evitando la mirada de Molina.
El exinspector sabía que había algo más. Mucho más.
Y la libreta azul solo había sido el primer indicio.
Pasaron varios días hasta que Javier Molina consiguió que Tomás Ledesma aceptara hablar con él a solas. El hombre, de rostro curtido y mirada cansada, parecía vivir bajo una tensión permanente. Lo citó finalmente en un pequeño merendero cerrado fuera de temporada. Allí, sin testigos, comenzaron a conversar.
—Usted sabe por qué estoy aquí —dijo Molina, dejando la libreta azul sobre la mesa.
Ledesma la miró como si fuese un fantasma del pasado.
—Pensé que nunca aparecería… —susurró—. Yo no la dejé allí.
El exinspector tomó nota mental: no negó haberla tenido en algún momento. Con cautela, le pidió que relatara todo lo que recordaba del 14 de abril de 2003. Al principio, Ledesma repitió la versión oficial. Pero con el paso de los minutos, la tibieza de sus respuestas se fue desmoronando.
Finalmente exhaló un suspiro profundo.
—Vale… hablaré. Pero entiéndalo: no quise hacer daño a nadie.
Contó que conoció a Lucía aquella mañana. La vio separarse brevemente del grupo para fotografiar unas flores cerca del arroyo. Él se acercó para advertirle que la zona podía ser peligrosa. Según su versión, la chica se asustó, resbaló y cayó rodando por un terraplén. Golpeó su cabeza contra una roca y quedó inconsciente.
—Pude haber pedido ayuda —dijo con la voz rota—. Pero me paralicé. Pensé que dirían que fue mi culpa. Decidí cargarla y buscar cobertura con el móvil, pero estaba muerto. Entonces… entré en pánico.
En lugar de llevarla de inmediato a los profesores, la trasladó a un antiguo refugio de cazadores abandonado, a unos tres kilómetros, con la idea de que descansara mientras él pensaba qué hacer. Pero la situación empeoró. Lucía recuperó la consciencia durante breves momentos, desorientada, incapaz de ponerse en pie. Tomás le dio agua, intentó tranquilizarla, pero no sabía cómo manejar lesiones. Según él, la joven escribió en su libreta mientras estaba allí, insistiendo en que quería volver con su clase.
—Yo… tenía miedo. Mucho miedo. La chica empeoró durante la tarde. Y al anochecer… ya no respiraba.
Molina escuchaba en silencio, sin mostrar reacción. Una parte de él dudaba: ¿decía la verdad o era solo la historia más conveniente? Le preguntó por qué nunca informó del accidente.
—Me asusté. Enterré el cuerpo cerca del refugio y limpié todo lo que pude. Tiré la libreta… o eso creí. Alguien la debió encontrar años después.
—¿Quién? —preguntó Molina.
—No lo sé. Pero… yo no volví allí jamás.
Con la confesión grabada, Molina contactó discretamente con la Guardia Civil. Dos días después, una unidad de montaña acompañó a Ledesma al lugar exacto. Encontraron restos óseos, fragmentos de ropa y una vieja cantimplora. Las pruebas de ADN confirmaron lo inevitable: eran los restos de Lucía Herrera.
El caso llegó a los medios con una fuerza desgarradora. Tras veinte años, la verdad había emergido. No hubo secuestro, ni crimen planeado, ni intrigas ocultas. Fue una sucesión de errores humanos, decisiones cobardes, pánico y negligencia. Tomás Ledesma fue detenido acusado de homicidio imprudente y encubrimiento. La familia de Lucía, devastada, agradeció al inspector Molina por no haber abandonado la búsqueda de respuestas.
En enero de 2024, cuando el juicio aún no había comenzado, Molina visitó por última vez el Parque Natural de Valdeagua. Llevó consigo una copia de la libreta azul restaurada. La dejó sobre una roca, en silencio. El viento de la montaña parecía susurrar una historia que, durante dos décadas, había estado aprisionada entre culpa, miedo y silencio.
La verdad, al fin, había visto la luz.



