Llevé a mi esposa al médico; en cuanto entró para hacerse un análisis de orina, el doctor se inclinó hacia mi oído y susurró: ‘Llama a la policía’. En medio del antiguo hospital Sant Pau de Barcelona, donde los pacientes murmuraban en decenas de idiomas, aquella frase me heló la sangre. El médico miró a su alrededor, como temiendo ser escuchado, y empujó suavemente la puerta iluminada de urgencias. Sentí que algo más que un simple examen médico estaba ocurriendo; había un secreto oculto tras todo aquello…

El médico apenas había cerrado la puerta cuando se inclinó hacia mí. Sentí su aliento apresurado, casi tembloroso, mientras murmuraba:
Llama a la policía. Ahora.

Durante un segundo pensé que había entendido mal. A mi alrededor, el hospital Sant Pau continuaba con su ritmo habitual: pasos rápidos, voces en catalán, pacientes sentados con pulseras de urgencias. Sin embargo, aquel susurro —tan seco, tan decidido— congeló mi respiración.

—¿Perdón? —alcancé a decir.
El médico negó con la cabeza, nervioso.
—No aquí. Sal afuera, al pasillo. Que nadie te escuche.

Lo seguí con la mirada mientras se alejaba para atender a otra enfermera. No tuve tiempo de procesar nada más: mi esposa estaba dentro del laboratorio haciéndose un simple análisis de orina. Habíamos llegado esa mañana porque llevaba días con mareos y dolor lumbar. Nada sugería una emergencia grave. ¿Por qué demonios un médico me pedía llamar a la policía?

Intenté entrar al laboratorio, pero una técnica me bloqueó el paso:
—Solo pacientes —dijo, sin levantar la vista.

Volví al pasillo. Las luces blancas del hospital parecían más frías de lo normal, como si de repente iluminasen un escenario desconocido. Saqué el móvil, pero no llamé. ¿Qué diría? ¿Que un médico anónimo me había susurrado que avisara a la policía sin dar explicación alguna? ¿Quién me creería?

Cuando el médico regresó, tiró suavemente de mi manga y me llevó a un rincón junto a una máquina expendedora.
—Escúchame bien —dijo en voz baja—. No puedo explicarlo todo, pero tu esposa corre peligro. Y tú también, si no haces caso.

Sentí que la garganta se me cerraba.
—¿Qué le pasa? ¿Es algo en los análisis?
—Los análisis confirmarán lo que ya sospechamos —respondió él—. Pero esto no es solo médico. Es… es un asunto policial. Criminal.

Quise preguntarle más, pero levantó la mano.
—Si pregunto demasiado, levantaré sospechas —musitó—. Espera a que salga del laboratorio y no demuestres que sabes algo. Luego, llama a la policía y salgan del hospital por la puerta lateral, la que da al jardín modernista.

—¿Sospechas de quién? —pregunté.
El médico tragó saliva, sin mirarme directamente.
—De alguien que la acompaña —dijo con voz quebrada—. Alguien que podría estar vigilándola.

Mi corazón dio un vuelco.
—¿Yo?
El médico me miró por primera vez, con ojos duros.
—Ojalá lo supiera. Pero no puedo arriesgarme.

En ese instante, la puerta del laboratorio se abrió y mi esposa apareció con la mirada cansada y una tirita pegada en el antebrazo. Cuando me vio, sonrió… pero sus ojos parecían tensos, como si ocultara algo.

El médico se alejó rápidamente.
—Actúa normal —susurró sin volverse.

Y entonces lo supe: aquella visita médica iba a cambiar nuestras vidas.

Cuando mi esposa salió del laboratorio, intenté controlar el temblor en mis manos. Me obligué a sonreír, pero sentía la mirada del médico clavada en la nuca. Ella se ajustó la chaqueta y me dio un beso en la mejilla.

—Tardaron menos de lo que pensaba —dijo.
—Sí… —respondí, esforzándome en sonar natural.

Caminamos por el pasillo, y cada paso parecía replicarse con eco en mi cabeza. El consejo del médico resonaba como un golpe seco: “Tu esposa corre peligro”… “No demuestres que sabes algo”… “Alguien podría estar vigilándola”.
Necesitaba tiempo. Necesitaba pensar.

—Voy a pagar en recepción —dije.
—No hace falta, está todo cubierto por el seguro de viaje —respondió ella.

Cada palabra normal que decía me parecía sospechosa. ¿De qué tenía que protegerla? ¿De quién? ¿De alguien externo? ¿O… de ella misma? La duda me golpeaba como un martillo.

Cuando alcanzamos la sala de espera, mi esposa se distrajo mirando un cartel sobre enfermedades renales. Aproveché para enviar un mensaje rápido al número de emergencias español:

“Un médico me pidió llamar. Dice que mi esposa corre peligro. Estamos en Sant Pau. ¿Qué hago?”

No pasaron ni veinte segundos cuando recibí una llamada. Me separé unos pasos para contestar.

—¿Es usted quien ha enviado el mensaje? —preguntó una voz firme.
—Sí. No sé qué está pasando. Un médico me dijo…
—Señor, escúcheme. Si un profesional sanitario ha pedido intervención policial, debemos actuar. Pero necesitamos saber si usted puede abandonar el edificio con la persona en riesgo sin generar alarma.

Tragué saliva.
—Creo que sí.
—Bien. Diríjanse a la salida lateral de la que le haya hablado el médico. Dos agentes estarán allí en cinco minutos. No cuelgue. Mantenga la línea abierta.

Volví hacia mi esposa.
—¿Salimos un momento a tomar aire? Está un poco cargado aquí —dije, intentando que mi voz sonara casual.

Ella me miró con cierta sorpresa, pero aceptó.
—Claro, yo también necesito un descanso.

Atravesamos un pasillo que daba al jardín modernista del hospital. La arquitectura de Sant Pau, con sus cúpulas y mosaicos, parecía hermosa y amenazante al mismo tiempo. Mis pasos se aceleraban sin que yo pudiera evitarlos.

—Oye… —dijo ella de pronto—. ¿Te pasa algo? Estás pálido.
—Nada, solo cansancio —respondí.

Pero su mirada se volvió más penetrante, casi defensiva.
—¿Seguro? Últimamente te noto… extraño.

Llegamos a la puerta lateral. Miré alrededor. No veía ningún policía. ¿Me habrían entendido mal? ¿Estaba cayendo en una trampa?

De repente, mi esposa colocó su mano sobre mi brazo con más fuerza de lo habitual.
—Amor… —susurró—. Si hay algo que debas decirme, este es el momento.

La forma en que lo dijo… no era preocupación. Era otra cosa. Algo que me tensó todos los músculos.
Intenté zafarme con suavidad, pero ella clavó los dedos con insistencia.
—¿Por qué querías salir? —preguntó, ahora con voz fría—. ¿Qué está pasando?

No supe qué responder. En ese mismo instante, una furgoneta blanca frenó frente a nosotros. Dos personas bajaron con rapidez. No parecían policías. No llevaban uniforme. Uno de ellos gritó mi nombre completo.

Mi esposa me soltó la mano de golpe.
Y entonces, por primera vez, vi verdadero miedo en sus ojos.

Los dos hombres se acercaron velozmente. Uno mostró una identificación policial casi sin detenerse, mientras el otro observaba a mi esposa con atención extrema.

—Policía Nacional —dijo el primero—. Vengan con nosotros. Ahora.

Mi esposa retrocedió un paso. Miró hacia la puerta del hospital, como si buscara una vía de escape. Instintivamente la tomé del brazo, pero ella me apartó con un movimiento brusco.

—No voy a ir a ningún sitio —dijo con voz dura, inesperadamente firme.

El agente dio un paso más.
—Señora, por su seguridad y la de su marido, le pedimos colaboración.

La palabra marido resonó como un golpe. Ella desvió la mirada, y por un instante vi cómo su respiración se aceleraba.
El policía se giró hacia mí.

—El médico nos avisó en cuanto procesaron los primeros resultados preliminares —explicó—. Su esposa no está enferma. Está… intoxicada.

Sentí el mundo caerse bajo mis pies.
—¿Qué significa eso?
—Una sustancia en sangre y orina que no corresponde a medicamentos ni drogas comunes. Una sustancia usada para… controlar a una persona.

Mi esposa apretó los labios, como luchando contra una respuesta automática.

—Es mentira —escupió ella—. ¿Qué clase de broma es esta?

Pero su voz vibraba. No era convicción, era miedo.

El segundo agente habló por primera vez:
—Hemos seguido un caso similar hace tres semanas. Una mujer extranjera en Barcelona, síntomas idénticos, análisis casi idénticos. Descubrimos que la estaban sometiendo a manipulación química para obtener información bancaria y acceso a cuentas internacionales.

Miré a mi esposa, atónito.
—¿Te han drogado? ¿Cuándo?
Ella negó lentamente. Pero su rostro se quebró.

—No… no sé —murmuró—. A veces… no recuerdo bien algunas noches.

La policía nos hizo subir a la furgoneta. No esposaron a nadie, pero la tensión era tan densa que parecía llenar todo el espacio. Mientras arrancábamos, el agente me ofreció un sobre sellado.

—El médico encontró esto en su bolso, entre el forro y la tela —explicó—. Creyó que usted debía verlo.

Lo abrí. Dentro había tres recibos de transferencias internacionales, todas hechas desde una cuenta que yo reconocí: la de mi esposa. Montos altos. Fechas recientes. Lugares distintos de Europa.

Ella se tapó la cara con ambas manos.

—Yo no hice eso —sollozó—. Te lo juro. No recuerdo ni haber estado en esos sitios.

El agente asintió.
—Lo sabemos. Es exactamente el método de la banda que estamos investigando. Captan a alguien, lo someten gradualmente, lo aislan, lo controlan… hasta que dejan de ser una amenaza.

Un escalofrío me recorrió.
—¿Una amenaza para quién?
—Para ellos —respondió—. Su esposa trabaja en finanzas internacionales, ¿no? Ya hemos visto este patrón. Gente con acceso a información sensible.

Mi esposa me miró, desesperada.
—Yo pensé que solo estaba cansada… Que el viaje me afectaba. Pero… hay lagunas en mi memoria. Cosas que no encajan.

El segundo agente añadió:
—Todo indica que la estaban vigilando desde antes del viaje. Alguien cercano, alguien con acceso físico frecuente. El análisis de toxicología completa nos dará más datos.

De pronto, la pregunta que me había torturado desde el primer momento regresó como un golpe directo al pecho.

—¿Y creen que yo…? —pregunté con dificultad.

El agente sostuvo mi mirada sin pestañear.
—No podemos descartarlo aún. Usted es quien pasó más tiempo con ella. Pero tampoco lo estamos acusando. Lo que necesitamos es protegerlos a ambos… hasta saber quién está detrás.

Mi esposa se inclinó hacia mí, temblando.
—Amor… yo nunca dudé de ti. Pero dime la verdad… ¿hay algo que no me has contado?

Yo inhalé profundamente. En ese instante, con la sirena apagada y las calles de Barcelona pasando como sombras, me di cuenta de que aquella frase del médico no solo había salvado la vida de mi esposa…

Había abierto una puerta que ya no podía cerrarse.

La furgoneta se detuvo en un edificio gris cerca de la Avenida Meridiana. No era una comisaría tradicional; no había rótulos visibles, ni civiles entrando o saliendo. Parecía más bien una oficina administrativa, anodina, diseñada para pasar desapercibida. Los agentes nos pidieron descender.

—Necesitamos tomar declaración por separado —dijo uno de ellos—. No es un interrogatorio formal. Solo queremos aclarar inconsistencias.

La palabra inconsistencias flotó en el aire como una acusación tácita. Miré a mi esposa. Ella parecía más cansada que asustada, como si todo lo ocurrido en los últimos días hubiese erosionado su resistencia emocional. Aun así, me apretó la mano antes de que nos separaran.

Me llevaron a una sala pequeña con una mesa metálica y una grabadora portátil. El agente más joven se sentó frente a mí.

—Vamos a empezar con lo básico —dijo—. ¿Cuándo notó usted los primeros síntomas de su esposa?

Pensé en los últimos días. En los mareos, en su irritabilidad, en esas noches en que decía “no recuerdo bien lo que hice”. Yo había asumido que era estrés, jet lag, ritmo de trabajo.

—Hace una semana, quizá un poco más —respondí.

El agente tomó notas.
—¿Alguna salida extraña? ¿Personas que ella viera y usted no conociera?

Sacudí la cabeza.
—Somos bastante previsibles. Trabajo, casa, gimnasio, cenas de empresa… Nada fuera de lo normal.

—¿Y en el viaje? —preguntó él—. ¿Hubo algún momento en que ella se separara de usted?

Lo pensé.
Recordé la tarde en que yo me retrasé en el hotel buscando mi tarjeta mientras ella bajaba al bar para pedir algo de beber. Fueron solo diez minutos.
Recordé también la visita al Parc Güell, cuando yo fui al baño y ella dijo que se quedaría sentada mirando el paisaje.

Pequeños lapsos. Momentos que nunca me parecieron importantes.

—Sí, hubo momentos cortos —admití—. Pero nada que pareciera sospechoso.

El agente cerró su cuaderno.
—A veces solo necesitan segundos —murmuró.


Mientras tanto, en otra sala, el segundo agente hablaba con mi esposa. No lo oía, pero alcanzaba a ver su silueta a través del cristal opaco. Se movía inquieta, como alguien que lucha contra dos despedazamientos: la duda hacia sí misma y el miedo a lo desconocido.

Después de casi una hora, ambos volvimos a coincidir en un pequeño corredor. Ella parecía emocionalmente drenada, pero cuando me vio, buscó mi mano con desesperación.

—Dijeron que… que podría haber alguien en mi entorno laboral —susurró—. Alguien que tenía acceso a mi agenda, a mis horarios, a mis desplazamientos.

—¿Un compañero? —pregunté.

Ella negó.
—No lo sé. Pero hace unos meses hubo un proyecto con clientes de Europa del Este. Mucha presión, plazos imposibles… Y un consultor externo que venía de vez en cuando. No pensé en él hasta ahora. Siempre hacía preguntas que yo consideraba profesionales… pero ahora no sé qué pensar.

Antes de que pudiéramos hablar más, entró uno de los agentes.

—Tenemos una actualización —anunció—. Hemos recibido los análisis completos del laboratorio del hospital.

Mi esposa tragó saliva.
—¿Y…?

—La sustancia encontrada coincide con un compuesto usado en casos recientes de manipulación involuntaria. Pero lo más importante es que detectamos restos microscópicos en la costura de su bolso. Un polvo adherido. Probablemente el medio de administración.

Mi esposa abrió los ojos, horrorizada.
—Pero mi bolso siempre está conmigo…

El agente la miró con gravedad.
—No siempre. No en aeropuertos. No en oficinas. No en restaurantes. Bastan segundos.

Nos pidió que lo siguiéramos hacia una sala con una pantalla grande. Allí, otro investigador proyectó imágenes captadas por cámaras del hotel donde nos alojamos. El vídeo mostraba el bar del vestíbulo. Mi esposa se sentaba sola en una mesa, esperando. Luego, un hombre de chaqueta oscura pasaba detrás: fugaz, casi imperceptible… pero suficiente para deslizar algo en su bolso.

Mi esposa llevó una mano a la boca.
—Ese… ese es el consultor —murmuró—. No me había dado cuenta.

El agente pausó la imagen.
—Este hombre está vinculado a una organización que ya investigábamos. Y ahora, gracias a usted, tenemos prueba de contacto directo —dijo.

Yo la miré. Ella temblaba. No sabía si por miedo… o por sentir, quizá por primera vez, que no estaba perdiendo la cabeza.

El investigador añadió:
—Pero hay algo más. Algo que nos preocupa.

Se giró hacia mí.
—Él también aparece en imágenes con usted. Sin que usted lo note. En dos lugares diferentes de Barcelona. Y en una, parece que lo sigue.

Sentí que el aire se volvía denso.

Mi esposa me miró con expresión devastada.

Y así, en un instante, el enemigo ya no era solo “alguien cercano a ella”.
Era alguien que también estaba detrás de mí.