La lluvia caía con una furia casi horizontal sobre la autopista A-7, convirtiendo el asfalto en un espejo tembloroso donde las luces de los coches se deshacían como manchas de óleo. Marta sujetaba con fuerza la mano de su hija, Clara, mientras ambas se refugiaban bajo una barandilla metálica, empapadas y temblorosas. El coche en el que viajaban se había averiado de manera abrupta a pocos kilómetros de Málaga, y el servicio de asistencia les había dicho que tardaría más de una hora en llegar.
Clara, de nueve años, sollozaba discretamente. Marta intentaba transmitir calma, aunque la situación la angustiaba. Los coches pasaban veloces, levantando cortinas de agua. Nadie disminuía la velocidad… hasta que un utilitario gris oscuro frenó bruscamente unos metros atrás.
Un hombre bajó la ventanilla. Tendría unos cuarenta y tantos, barba de dos días y una expresión amable.
—¿Están bien? —preguntó con voz preocupada—. Con esta lluvia no pueden quedarse ahí. Suban, por favor. Las llevaré a un sitio seguro.
Marta dudó. Pero la lluvia arreciaba, Clara estaba helada y el coche de Marta había quedado inutilizado. El hombre mostró sus manos abiertas en un gesto de tranquilidad.
—Solo quiero ayudar —insistió.
Finalmente, Marta abrió la puerta trasera y empujó suavemente a su hija hacia dentro. Ella subió después. El interior estaba cálido, olía ligeramente a tabaco y a ambientador de pino.
—Soy Ramón —dijo él mientras arrancaba—. Hay un área de servicio a diez minutos. Allí pueden esperar al seguro.
Conversaba de forma tranquila, incluso hacía bromas para que Clara se relajara. Parecía un buen samaritano. Marta empezaba a sentirse menos tensa. Sin embargo, pasaron quince minutos… y no parecía haber ninguna área de servicio. El coche tomó una salida secundaria.
—¿No íbamos hacia la estación? —preguntó Marta, inquieta.
—Sí, sí… pero esta carretera es más rápida. Con la tormenta, es mejor evitar charcos profundos —respondió él sin dejar de mirar al frente.
Marta tragó saliva. Miró por la ventana. Ya no había farolas, ni edificios, ni coches. Solo campo abierto. Después de otros cinco minutos, Ramón giró por un camino estrecho de tierra bordeado de olivos.
—Aquí no hay ninguna estación —susurró Marta, sintiendo un escalofrío.
Instintivamente, buscó el pestillo de la puerta. Y entonces lo vio.
En el retrovisor.
Un detalle mínimo.
Pero suficiente para que la sangre le helara.
En el asiento trasero, justo al lado de Clara, había una cuerda gruesa, envuelta de forma descuidada… manchada de algo oscuro.
Su respiración se cortó.
—Ramón… detenga el coche —ordenó Marta con un hilo de voz.
El hombre no respondió. Y el coche siguió avanzando lentamente entre los olivos.
Marta sintió cómo el pulso le martilleaba en las sienes. Tenía que pensar rápido; Clara estaba demasiado cerca de aquella cuerda como para ignorarlo. Su primera reacción fue apartar a su hija con el brazo, colocándola más cerca de ella. Clara la miró, confundida.
Ramón seguía conduciendo sin prisa, con una calma que a Marta le resultó profundamente inquietante.
—Ya casi llegamos —murmuró él.
¿A dónde?
Marta no se atrevió a preguntarlo.
Respiró hondo y analizó la situación: las puertas no tenían seguro infantil; podría abrirlas si fuera necesario. Estaban en medio de un camino rural, sí, pero mejor correr bajo la lluvia que quedarse encerradas con un desconocido y una cuerda manchada.
Se inclinó hacia Clara y susurró casi sin mover los labios:
—Cuando yo te diga, abres la puerta y corres hacia atrás. No mires atrás. ¿Entendido?
Clara abrió los ojos, asustada, pero asintió.
De pronto, el móvil de Marta vibró. Un mensaje del seguro. Ese sonido hizo que Ramón desviara la mirada hacia el retrovisor. Sus ojos se cruzaron con los de Marta. Hubo un segundo de silencio absoluto.
—¿Pasa algo? —preguntó él con tono demasiado suave.
Marta apretó los dientes. Aquella era la oportunidad.
—¡Ahora! —susurró con fuerza.
Empujó la puerta con violencia y casi al mismo tiempo sintió cómo Clara hacía lo mismo. Las dos saltaron fuera del coche, que aún estaba en movimiento. Marta cayó de rodillas sobre la tierra mojada, pero Clara logró mantenerse en pie.
—¡Corre! —gritó Marta.
Ambas emprendieron la carrera entre los olivos. El barro salpicaba, la lluvia golpeaba el rostro, y el corazón de Marta retumbaba como un tambor desbocado.
—¡Eh! ¡Deténganse! —la voz de Ramón resonó tras ellas, pero no escucharon el sonido de una puerta abriéndose.
Marta se giró apenas un instante. El coche se había detenido unos metros atrás. Ramón había salido, pero no corría. Caminaba. A paso lento. Observándolas.
Como si supiera que no tenían a dónde ir.
El camino era largo, serpenteante. A los lados solo había árboles y terreno inclinado. Marta sabía que no podrían mantener la carrera mucho tiempo. Buscó desesperadamente algún lugar donde esconderse. Entonces vio una construcción baja entre los olivos: una caseta agrícola abandonada.
—Por aquí —jadeó, tirando de Clara.
Llegaron a la caseta, empujaron la puerta oxidada y se refugiaron dentro. La oscuridad era casi total, pero al menos estaban ocultas. Marta cerró la puerta y apoyó su cuerpo contra ella para evitar que se abriera.
Clara lloraba en silencio.
—Mamá… ¿qué quiere ese hombre?
Marta la abrazó fuerte.
—Nada bueno, mi amor. Pero no nos va a encontrar.
Respiró hondo, intentando recuperar la calma. Sin cobertura, empapadas y solas, la situación era crítica. Pero debía pensar: Ramón había tenido una actitud extraña, una cuerda sucia… ¿quisé realmentese lo peor, o existía otra explicación?
Un ruido seco la interrumpió.
Un golpe en la puerta.
—Marta —dijo la voz de Ramón desde fuera, tranquila, sin esfuerzo—. Por favor, hablemos. No quiero asustarlas.
Ella sintió cómo un escalofrío le subía por la espalda.
—Váyase —respondió con firmeza—. Ya llamé a la policía.
Silencio.
Luego, otro golpe. Más fuerte.
—No hagan esto más difícil.
Marta sabía que la puerta no aguantaría mucho. Debía tomar una decisión imposible: esperar y arriesgarse, o huir sin saber si habría salida.
Eligió la segunda.
Le tomó la mano a Clara.
—Salgamos por detrás. Sea como sea.
Marta palpó las paredes de la caseta buscando una salida. Sus dedos rozaron una rendija: una ventana estrecha cubierta por una tabla suelta.
—Por aquí —susurró.
Retiró la tabla con esfuerzo. La lluvia seguía cayendo sin tregua. Empujó a Clara primero, luego salió ella, cayendo sobre matorrales húmedos. Detrás, se oyó un golpe más fuerte sobre la puerta principal. No quedaba tiempo.
Avanzaron por detrás de la caseta, descendiendo una ladera corta que llevaba a otro tramo de olivos. El barro les hacía resbalar, pero siguieron adelante. A los pocos segundos, escucharon pasos en la parte superior de la ladera.
Ramón las había visto.
—¡Deténganse! ¡Les juro que no quiero hacerles daño! —gritó él.
Sus palabras parecían sinceras… pero todo lo que había ocurrido indicaba lo contrario. Marta no iba a arriesgarse. Alcanzaron un sendero rural que parecía conducir hacia alguna zona habitada. A lo lejos, entre los árboles, se veía una luz tenue, quizás de una casa o un establo.
Caminaron lo más rápido posible. Pero de pronto, Clara se detuvo.
—Mamá… me duele el pie —sollozó ella.
Marta se agachó. La niña tenía un raspón profundo, probablemente de la caída inicial. No podía cargarla por mucho tiempo. Necesitaban ayuda inmediata.
Giró la vista hacia atrás.
Ramón ya no estaba tan lejos. Caminaba empapado, con la ropa pegada al cuerpo, pero sin mostrar agresividad. Miraba alrededor, como si buscara algo más que a ellas. Algo perdido.
—Marta, por favor, escúcheme —suplicó él—. No soy quien usted cree. La cuerda no es lo que piensa.
Marta lo ignoró y volvió a levantar a Clara. Pero antes de dar dos pasos, escuchó un ruido extraño. Un motor. Lejos, pero acercándose.
—¿Una moto? —murmuró.
La luz que habían visto no era de una casa: era un tractor. El agricultor que lo conducía se detuvo al verlas.
—¿Qué hacen aquí bajo la tormenta? —preguntó sorprendido.
Marta apenas podía hablar.
—Nos… nos ayuda… por favor.
El agricultor asintió y las hizo subir a la cabina. En ese instante, Ramón llegó corriendo, levantando las manos.
—¡Espere! ¡No les haga daño! —exclamó el agricultor, al ver la escena.
Ramón negó con fuerza.
—Solo quiero explicarles. La cuerda… pertenece a mi perro. Se escapó esta mañana. Está herido. Busqué por todas partes. Cuando las vi, pensé que podían estar en peligro con esa tormenta. Solo quería ayudarlas.
Sacó su móvil y mostró fotos: un perro grande, marrón, con una cuerda similar como correa improvisada. Las imágenes eran recientes, tomadas esa mañana. Marta sintió un vuelco. Miró al agricultor, que frunció el ceño, evaluando la situación.
Ramón continuó:
—Cuando se bajaron corriendo… pensé que les había causado miedo. Pero no sabía por qué. Lo juro.
El agricultor los observó unos segundos más, luego se volvió hacia Marta.
—Señora, creo que dice la verdad.
Marta abrazó fuerte a Clara. Se sintió ridícula, agotada, avergonzada… y, sobre todo, aliviada. Había actuado movida por el miedo, por la cuerda manchada que quizá solo tenía barro o sangre del perro herido.
Ramón, empapado hasta los huesos, bajó la mirada.
—Lamento mucho haberlas asustado. De verdad.
Marta respiró hondo.
—Yo… también lo siento. Pero entenderá que era una situación… complicada.
Ramón sonrió con una mezcla de cansancio y comprensión.
—Lo entiendo perfectamente.
El agricultor las llevó hasta una carretera secundaria donde la grúa del seguro ya las esperaba. Antes de partir, Marta miró hacia donde Ramón seguía buscado entre los olivos, llamando a su perro bajo la lluvia.
Solo entonces comprendió que a veces, el miedo convierte a desconocidos en monstruos… aunque no lo sean.



