La llamada llegó a las 6:12 de la mañana, cuando Daniel Ortega, director financiero de una empresa tecnológica en Barcelona, estaba preparando su primer café del día. El número desconocido y el tono urgente de la enfermera lo hicieron quedarse inmóvil durante unos segundos.
—¿Señor Ortega? —preguntó la voz al otro lado—. Su esposa acaba de dar a luz. Hemos tenido que trasladarla a la unidad de cuidados especiales. Necesitamos que venga al hospital lo antes posible.
Daniel casi dejó caer la taza.
—Debe haber un error —balbuceó—. Yo… no tengo esposa.
Pero la enfermera insistió, repitió su nombre completo, su fecha de nacimiento, incluso su DNI. Todo coincidía. Algo dentro de él dijo que colgar no era una opción. Y aunque cada lógica le gritaba que no tenía sentido, él ya estaba tomando las llaves del coche y saliendo de casa con el corazón acelerado.
Durante el trayecto, el pensamiento que más lo atormentaba no era la confusión, sino la posibilidad de que alguien —alguna mujer desconocida— estuviera en peligro y lo necesitara. Si ese era el caso, no iba a dejarla sola.
Cuando llegó al Hospital Sant Felip, el pasillo de neonatos estaba envuelto por un silencio tenso, ese silencio que solo los lugares donde la vida empieza y termina conocen bien. Una doctora lo recibió con el ceño fruncido, como si hubiera estado esperándolo.
—Señor Ortega, gracias por venir tan rápido. La paciente, Clara Méndez, llegó en trabajo de parto. Estaba sola. Dio su nombre como el padre del bebé. —La doctora mostró una carpeta con sus datos—. Usted figura como contacto de emergencia.
Daniel tragó saliva. Ese nombre, Clara Méndez, no significaba nada para él.
—Doctora —dijo con firmeza pero con voz temblorosa—, antes que nada, ¿está bien?
—Estable —respondió ella—, pero la situación es delicada. El bebé está en incubadora.
Daniel respiró hondo. Si había una vida en riesgo y su nombre estaba involucrado, no pensaba darle la espalda a esa responsabilidad, aunque no entendiera cómo había llegado hasta allí. Entonces dijo las palabras que cambiarían todo:
—Desde este momento, soy su esposo. Registre todas las facturas a mi nombre. Quiero hacerme cargo de lo que haga falta.
La doctora lo miró durante unos segundos, sorprendida por la determinación, y luego asintió.
—Acompáñeme. Hay algo que debe ver.
Con pasos rápidos atravesaron un corredor hasta detenerse ante una sala iluminada con luz tenue. Detrás del cristal, una joven pálida, exhausta, dormía profundamente. Y entonces, cuando Daniel vio el rostro de aquella mujer desconocida, su mundo se detuvo.
Porque aunque nunca la había visto en persona, la reconoció al instante.
Era la misma mujer que había intentado contactar con él dos meses atrás… pero cuyo mensaje él había ignorado pensando que se trataba de un spam.
Y ahora, había un bebé, un nombre falso puesto en los documentos, y un silencio que pedía respuestas urgentes.
La doctora le pidió que esperara en una pequeña sala contigua mientras hablaba con el equipo médico. Daniel se quedó allí, solo, respirando como si el aire se hubiera vuelto más espeso. El recuerdo del mensaje que había ignorado empezó a reconstruirse en su mente con una precisión inquietante: “Necesito hablar con usted. Es importante. Tiene que ver con algo que ocurrió hace tiempo”. No había más detalles. Él lo borró sin pensarlo dos veces.
Ahora, viendo a esa mujer en una cama de hospital, con un bebé luchando por estabilizarse, la culpa le quemaba el pecho.
La doctora regresó con expresión seria.
—Señor Ortega, necesitamos aclarar algunas cosas —dijo mientras tomaba asiento frente a él—. La paciente llegó desorientada, con contracciones muy avanzadas. Apenas pronunció su nombre y el suyo. No llevaba identificación. Solo un pequeño bolso. Su estado emocional es frágil. Es posible que esté huyendo de algo.
Daniel sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
—¿Qué dice la policía? —preguntó.
—Aún no hemos avisado. Primero queríamos hablar con usted. No muestra signos de agresión física reciente, pero sí hay indicios de estrés prolongado.
—¿Puedo hablar con ella?
—Cuando despierte. De momento necesita descansar.
Daniel asintió, agradecido por el silencio momentáneo. Pero la doctora añadió algo que lo dejó helado:
—Antes de perder el conocimiento, insistió en que nadie más que usted debía acercarse al bebé. Lo repitió varias veces.
Daniel se frotó la frente, tratando de entender.
—Doctora, ¿puedo ver al niño?
Ella dudó unos segundos, luego lo guió hacia la unidad neonatal. Allí, entre sonidos leves de máquinas de monitoreo, una pequeña incubadora destacaba por el nombre escrito en una etiqueta provisional: Bebé Méndez Ortega.
El apellido le perforó el alma.
El bebé era diminuto, envuelto en cables y sensores, con el rostro rosado e inquieto. Daniel apoyó la mano en el cristal y sintió un impulso protector que no sabía explicar. No era su hijo… ¿o sí? La idea lo sacudió con fuerza. Intentó mantener la mente en orden: no había conocido a Clara, no tenía conexiones con ella. Pero algo no encajaba.
Mientras observaba al bebé, notó que una enfermera acomodaba una manta dentro de una bolsa transparente con los objetos de la madre. En la esquina inferior había un cuaderno pequeño, desgastado. Daniel se acercó.
—¿Puedo ver eso? —preguntó.
La enfermera, reconociendo que él figuraba como contacto responsable, se lo entregó. Era un diario o algo similar. La primera página tenía una fecha de hacía tres meses. Y debajo, una frase escrita con letra firme:
“Si algo me pasa, que él sepa la verdad. Solo él puede protegerlo.”
Daniel sintió un golpe en el pecho. Pasó la página y encontró un dibujo hecho a mano: era un croquis de un edificio que él conocía demasiado bien.
Su propia oficina.
Y una frase en el margen:
“Lo que descubrí no puede quedarse callado.”
El mundo de Daniel comenzaba a desmoronarse.
Daniel pasó las páginas del cuaderno con creciente inquietud. Aquel documento era más que un diario: era un registro detallado de una investigación. Clara había trabajado —según describía— como analista externa revisando flujos financieros de varias empresas, incluida la suya. A medida que avanzaba la lectura, descubrió que ella había detectado movimientos sospechosos que vinculaban a un grupo reducido de ejecutivos con desvío de fondos y contratos ficticios.
Pero había algo peor: uno de los nombres mencionados era el de su propio jefe directo, el director general, Marcos Vidal.
Daniel sintió una mezcla peligrosa de rabia y miedo. Aquello no era una simple denuncia; era una bomba, una amenaza para personas que no dudarían en silenciar a quien interfiriera.
El diario explicaba cómo Clara había intentado contactar con él después de que su nombre apareciera asociado a una transacción que él desconocía por completo. Ella sospechaba que había sido utilizado como pantalla sin su consentimiento. Y cuando trató de advertirle, comenzó a recibir presiones y amenazas veladas.
El embarazo la había empujado a protegerse. Y ahora, tras dar a luz sola, había recurrido desesperadamente al único nombre que creía que podía ayudarla: el de Daniel.
Mientras él seguía leyendo, un golpe en la puerta lo hizo levantar la vista. La doctora entró con expresión preocupada.
—La paciente ha despertado. Lo está pidiendo.
Daniel caminó hacia la habitación con el cuaderno en mano. Al entrar, Clara abrió los ojos lentamente. La debilidad era visible, pero también la determinación.
—Daniel… —su voz apenas era un susurro—. Gracias por venir.
Él se sentó junto a la cama.
—No entiendo todo, pero estoy aquí. ¿Por qué yo?
Clara respiró hondo antes de responder.
—Porque… tú eres inocente. Querían culparte. Utilizaron tu identidad. Yo lo descubrí. Y cuando me di cuenta de que estaba embarazada, entendí que mi vida corría peligro. No confiaba en nadie más… excepto en ti.
—No nos conocemos —dijo él con suavidad.
—No. Pero eras la única persona fuera de su círculo. Y necesitaba que alguien protegiera al bebé si algo me pasaba.
Daniel sintió que las palabras le pesaban como piedras.
—Clara, hay mucha gente peligrosa detrás de esto. Si lo que escribiste en el cuaderno es cierto…
—Lo es —respondió ella sin vacilar—. Tengo pruebas, copias de documentos, correos. Todo está guardado. Y ellos lo saben.
Daniel apretó los puños.
—Entonces tendremos que denunciarlos. Pero antes debemos pensar en tu seguridad y en la del bebé.
Ella asintió, pero sus ojos se llenaron de miedo.
—No me dejarán irme tan fácil.
En ese momento, la puerta se abrió de golpe. Una enfermera entró apresurada.
—Señor Ortega… hay dos hombres abajo preguntando por usted. No parecen familiares. Dicen que es urgente.
Clara se aferró al brazo de Daniel.
—Son ellos —susurró—. Han venido por el cuaderno… o por mí.
Daniel se levantó con un impulso que no sabía que tenía.
—No dejaré que te hagan daño. Ni a ti ni al bebé.
La doctora apareció detrás de la enfermera.
—Tenemos una salida trasera hacia el área de logística. Si necesita salir sin ser visto, puedo ayudar.
Daniel tomó el cuaderno, miró a Clara y luego a la doctora.
—Prepárenla. Nos vamos ahora.
Sabía que en ese instante su vida cambiaba para siempre. No por el riesgo, ni por la conspiración empresarial, sino por esa decisión irreversible: proteger a dos personas que, hasta esa mañana, eran completas desconocidas.
Pero ahora, eran su responsabilidad.
Y la batalla apenas comenzaba.



