El Hospital Nuestra Señora del Mar, en Barcelona, había visto todo tipo de tragedias en más de un siglo de historia, pero ninguna tan profunda y persistente como la desaparición de las trillizas García-Salom en el año 2000. El caso, archivado tras años de investigación fallida, todavía aparecía como una herida abierta en las reuniones de los agentes veteranos. Las niñas —Aitana, Lucia y Sofía— desaparecieron en las primeras 24 horas después del parto. Sin rastro. Sin testigos. Sin explicación.
Veinticinco años después, la enfermera jubilada María de los Ángeles Ríos, ingresó en el mismo hospital donde había trabajado por cuatro décadas. Tenía un pronóstico reservado; un cáncer pulmonar que ya no respondía a tratamiento. Durante sus últimos días, recibía pocas visitas, excepto por una: la inspectora Elena Santamaría, quien reabría casos sin resolver cuando surgía algún indicio nuevo.
Aquel martes por la tarde, María pidió verla con urgencia. Su voz era apenas un susurro cuando Elena entró en la habitación.
—Cierre la puerta… por favor —pidió la mujer.
Elena obedeció. En la mesita de noche había una caja de lata, vieja y abollada.
—Yo… guardo un pecado desde hace veinticinco años —dijo María, con un temblor en las manos—. Es sobre las trillizas.
El corazón de Elena dio un vuelco. Hubo silencios así en su carrera, pero ninguno tan pesado.
—Usted sabe que lo que diga aquí puede ser registrado como una declaración —advirtió la inspectora.
María asintió.
—Aquella noche me tocaba el turno en neonatología. A las seis de la mañana vi a dos hombres con batas que no eran de nuestro hospital. Tenían identificaciones falsas… lo supe después. Me dijeron que las pequeñas necesitaban un traslado urgente por complicaciones respiratorias. Yo solo… obedecí. Las preparé en las cunas térmicas.
Elena frunció el ceño. El traslado nunca constó en archivos.
—Cuando intenté confirmar con el jefe de unidad, ellos me sujetaron. No usaron violencia… pero me dejaron claro que debía callar. “Un bien mayor”, dijeron. Nunca más supe de las niñas.
La enfermera abrió la caja con esfuerzo. Dentro había tres pulseras diminutas de recién nacidas, intactas. Y una fotografía borrosa de un pasillo subterráneo, claramente dentro del hospital.
—Esto lo guardé… porque siempre supe que algún día iba a pagar. No sé quiénes eran. Pero sí sé algo, inspectora: el túnel del sótano nunca se cerró. Y alguien sigue entrando por ahí.
Elena sintió un escalofrío. El sótano había sido clausurado oficialmente en 1998.
—¿Por qué no habló antes?
—Por miedo. Y porque había alguien… alguien del propio hospital involucrado. Alguien con poder. No puedo decir más. Pero busque ahí abajo… antes de que sea demasiado tarde.
María exhaló lentamente. Su respiración se hizo más débil.
La inspectora guardó las pulseras en una bolsa de evidencia y salió con el pulso acelerado. En su cabeza solo había una idea: abrir el sótano prohibido.
Y lo que encontraría allí… cambiaría el caso para siempre.
La inspectora Elena Santamaría volvió al Hospital Nuestra Señora del Mar al día siguiente. Aunque la dirección intentó disuadirla, mencionando protocolos y riesgos estructurales del sótano clausurado, ella tenía una orden judicial. Nadie podía impedirle bajar.
El acceso estaba oculto detrás de un armario metálico oxidado. Dos operarios tardaron varios minutos en moverlo. Una nube de polvo salió disparada cuando Elena retiró el candado anticuado. La puerta cedió con un chirrido que heló la sangre de todos los presentes. Bajó las escaleras sola, solo con su linterna y la caja de evidencias en el bolsillo de su chaqueta.
El aire era denso, húmedo, cargado de un olor que recordaba a medicamentos vencidos y humedad eterna. Las paredes estaban recubiertas de azulejos blancos, algunos manchados, otros rotos. A unos metros del descenso, observó un detalle inquietante: huellas recientes en el polvo acumulado. No estaba sellado. No desde hacía mucho.
El pasillo se dividía en tres direcciones. Elena eligió la central, la que coincidía con la fotografía vieja de la caja. Caminó despacio, iluminando letreros oxidados: “Unidad Experimental”, “Investigación Clínica”, “Acceso Restringido”. Ninguno de esos espacios figuraba ya en el organigrama del hospital.
De pronto, escuchó un ruido. Un golpe seco. Después, silencio absoluto.
—¿Quién está ahí? —preguntó, sin bajar la voz.
No obtuvo respuesta.
Siguió adelante, con la mano cerca de su arma. Encontró una habitación con archivadores metálicos. Algunos estaban volcados, otros cerrados con llave. En una esquina había carpetas esparcidas por el suelo. Las fechas iban de 1996 a 2002. Muchos documentos tenían sellos del hospital… pero también de una entidad que Elena no conocía: Fundación Horizonte.
Al revisar un legajo, encontró algo escalofriante: registros de recién nacidos derivados a programas “confidenciales” de investigación genética. Al lado de los nombres, solo códigos. Pero uno llamó inmediatamente su atención: Caso H-00/3F.
H: Horizonte.
00: Año 2000.
3F: Tres femeninas.
Era el archivo de las trillizas.
Elena respiró hondo. El documento describía que las niñas presentaban “marcadores genéticos de interés biomédico” y que habían sido “seleccionadas”. La palabra la disgustó profundamente. Nada de eso era legal. Nada de eso figuraba en investigaciones oficiales. Era tráfico encubierto de menores con objetivos médicos.
Entonces oyó pasos. Rápidos. Cercanos.
La inspectora apagó su linterna y se escondió detrás de un archivador.
Una figura pasó por el pasillo. No era un vagabundo ni un curioso: vestía bata blanca, llevaba un maletín y un llavero con acceso magnético. Se detuvo frente a una puerta blindada y marcó un código. El mecanismo emitió un pitido y la puerta se abrió.
Elena contuvo el aliento.
Cuando el hombre entró, ella aprovechó para deslizarse y evitar que la puerta se cerrara por completo. Se introdujo en el interior, donde la temperatura era sorprendentemente más cálida. El sonido de aparatos electrónicos vibraba suavemente.
Pero lo que vio adentro la dejó paralizada.
Una pared llena de fotografías. Niños y adolescentes. Todos con características similares: ojos grandes, cabello oscuro, fechas de nacimiento entre 1995 y 2005. Entre ellos… tres rostros idénticos, cada uno en edades distintas: una bebé, una niña de ocho años, una adolescente de quince.
Las trillizas.
Aitana.
Lucia.
Sofía.
Y debajo de cada foto, una palabra: LOCALIZADA, UBICADA, EN PROCESO.
Elena sintió un vuelco en el estómago. Una seguía desaparecida. Dos estaban vivas.
El hombre de la bata blanca se giró y la miró directamente.
—No debería estar aquí, inspectora.
Y cerró la puerta con llave.
Elena retrocedió un paso, manteniendo la vista fija en el hombre. Era de cabello canoso, unos cincuenta y tantos años. Sus ojos no mostraban sorpresa, sino cansancio. Como quien ha esperado mucho tiempo para que lo descubran.
—¿Quién es usted? —preguntó Elena, con la mano sobre su pistola.
—Doctor Julián Herrera. He trabajado aquí más tiempo del que debería. Y usted está a punto de arruinarlo todo.
—¿Dónde están las trillizas? —preguntó sin rodeos.
El hombre suspiró.
—Dos de ellas están bien. La tercera… lleva años buscando respuestas que no recuerda haber perdido.
Elena frunció el ceño.
—Explíquese.
Julián dejó el maletín sobre una mesa metálica. Abrió un archivador y sacó varias carpetas gruesas.
—A finales de los noventa, la Fundación Horizonte lanzó un programa sin supervisión del ministerio. Buscaban marcadores genéticos raros para desarrollar terapias avanzadas. Necesitaban recién nacidos que encajaran en ciertos perfiles… y los hospitales eran terreno fértil para “seleccionar”.
Elena sintió rabia contenida.
—¿Secuestraban bebés?
—No lo llamábamos así —dijo él, bajando la mirada—. Pero sí. Tres bebés, hermanas, con una combinación genética extremadamente valiosa para ciertos laboratorios. Las trasladamos antes de que nadie pudiera sospechar.
—¿Quiénes “nosotros”? —preguntó Elena.
—Altos cargos. Gente con influencias. Yo solo era un joven doctor, impresionable. Creí en el proyecto. Pensé que hacíamos algo grande. Pero con los años entendí el daño… y ya era tarde.
Elena avanzó un paso.
—¿Dónde están ahora?
Julián señaló la pared con fotografías.
—Aitana fue adoptada por una familia vinculada a la Fundación. Vive en Madrid. No sabe nada.
Lucia está en un centro privado en Girona. Se convirtió, sin saberlo, en paciente de sus propios datos genéticos.
Pero Sofía… Sofía escapó hace diez años. Debe de estar escondida bajo otra identidad. Ella descubrió parte de la verdad y huyó antes de que pudieran “retenerla”.
—¿Retenerla? —repitió Elena, con un frío indescriptible.
—La Fundación no permite fugas —admitió Herrera—. Hoy soy el único que queda operando aquí. El resto… se dispersó cuando la presión aumentó. Pero querían cerrar el caso de las trillizas para siempre. Usted está reabriendo algo que no debía abrirse.
—Yo no trabajo para criminales —dijo Elena—. Dígame dónde están. Ahora.
Julián alzó las manos.
—Puedo ayudarla… pero no aquí.
En ese momento, un ruido retumbó desde el pasillo. Voces. Pasos apresurados.
—Nos han detectado —murmuró Herrera—. Si ellos la encuentran, no saldrá viva.
Elena sacó su arma.
—¿Quién viene?
—Seguridad privada. No del hospital. De Horizonte.
El doctor abrió una salida lateral oculta detrás de una estantería. Un pasadizo estrecho llevaba a un montacargas antiguo.
—Sígame. Le daré los archivos. Todos. Pero después… nos separaremos. Si me siguen, usted perderá a las niñas y yo perderé la vida.
Elena dudó un segundo, pero oyó cómo se acercaban más pasos.
Entraron en el montacargas. Bajaron hasta un túnel que conectaba con un edificio administrativo abandonado. Allí, Julián abrió su maletín y le entregó tres carpetas selladas.
—Estas contienen las ubicaciones actuales, los nombres adoptivos, los historiales médicos y todos los implicados —dijo—. Con esto podrá encontrarlas… pero será perseguida.
—¿Y usted?
—Yo haré lo que debería haber hecho hace 25 años.
Entonces, antes de que Elena pudiera detenerlo, Julián regresó hacia el túnel. Ella lo vio alejarse, sabiendo que no volvería.
Afuera, la inspectora respiró profundamente. Tenía en sus manos la verdad. Tenía un camino.
El caso ya no era una desaparición.
Era una operación clandestina que había durado décadas.
Y ahora… empezaba la búsqueda de Aitana, Lucia y Sofía.
Consciente de que la Fundación Horizonte haría todo lo posible para impedir que las tres hermanas —por primera vez desde el año 2000— volvieran a encontrarse.



