Cada noche, la nuera pasa más de una hora bajo la ducha. Una tarde, la suegra acerca el oído a la puerta del baño… y pocos minutos después, ya está llamando a la policía.

Desde que Laura se casó con Daniel y se mudaron a la casa de la madre de él, las noches cambiaron. A las diez en punto, casi sin fallar un solo día, Laura entraba al baño con su bata celeste, una bolsa de aseo y el móvil en la mano. Cerraba la puerta con llave, abría la ducha… y no volvía a salir hasta pasadas las once.

Al principio, Carmen —la suegra— no dijo nada. Pensó que era cosa de juventud, de rutinas diferentes. Ella siempre se había bañado en quince minutos: agua, jabón, listo. Pero con el paso de las semanas, la molestia comenzó a mezclarse con algo más incómodo que el fastidio: una inquietud que no sabía nombrar.

El recibo del agua llegó ese mes mucho más caro. Carmen lo dejó sobre la mesa del comedor, frente a Daniel. Él apenas alzó la vista del ordenador.

—Mamá, será porque hace calor —dijo—. Además, ahora somos tres.

Carmen no insistió, pero aquella noche se quedó despierta, sentada en la butaca del pasillo, fingiendo ver la televisión. Escuchaba el agua correr al otro lado de la pared. Los minutos se estiraban y se le apretaban en el estómago.

Había otras cosas. Laura llevaba semanas comiendo poco y bajando de peso. Los fines de semana prefería quedarse en casa; apenas salía con amigas. Contestaba a su madre por teléfono en voz baja, encerrada en la habitación. “Es el estrés del trabajo”, repetía Daniel, más como excusa que como explicación.

Esa noche, sin embargo, ocurrió algo distinto.

A las diez, Laura entró al baño como siempre. Se escuchó la cerradura, luego la ducha. Después de unos diez minutos, el agua se apagó. Carmen se incorporó en la butaca. No oyó la puerta, ni el ruido de la toalla, ni nada que indicara que la ducha había terminado. Solo silencio.

Miró el reloj: 22:18.

Se levantó y caminó por el pasillo, descalza. Se detuvo frente a la puerta del baño, conteniendo la respiración. Del otro lado, nada: ni agua, ni música, ni el típico golpe de frascos de champú.

—¿Laura? —llamó en voz baja.

Silencio.

El corazón le latía en los oídos. Apoyó la oreja contra la madera fría. Entonces oyó algo: un murmullo ahogado, como sollozos contenidos… y otra cosa. Un golpecito rítmico, metálico, contra el lavabo.

—Laura, ¿estás bien? —preguntó, esta vez más alto.

El murmullo se detuvo. El golpeteo también. Unos segundos después, una voz le llegó amortiguada:

—Sí, sí… ya salgo.

Pero no sonaba a “ya salgo”. Sonaba a miedo.

Carmen se quedó inmóvil unos segundos. En aquel silencio denso alcanzó a escuchar el chasquido de un encendedor y, poco después, un ruido seco que la heló: como si algo pesado hubiera caído al suelo, seguido de un gemido ahogado.

No lo pensó más. Corrió al teléfono del salón y marcó el número de emergencias con las manos temblorosas.

—Bue… buenas noches —balbuceó cuando contestaron—. Soy Carmen López. Mi nuera está encerrada en el baño. Escuché un golpe fuerte. Creo que… creo que le está pasando algo grave.

Las sirenas llegaron antes de lo que Carmen esperaba. El barrio entero pareció contener la respiración cuando la ambulancia y el coche patrulla se detuvieron frente al edificio. Algunos vecinos asomaron la cabeza por las ventanas, curiosos. Carmen apenas fue consciente de ello; tenía la vista fija en los escalones, esperando que subieran.

El primer agente que entró en el piso era joven, con el chaleco aún medio desabrochado.

—¿Dónde está el baño, señora? —preguntó, sin rodeos.

—Al fondo del pasillo… la puerta de la derecha. No contesta bien, y escuché un golpe.

Detrás de él venían otro policía y dos sanitarios con una mochila enorme y una camilla plegable. Daniel, despeinado y en camiseta, acababa de salir de la habitación, todavía aturdido por el ruido.

—¿Qué pasa? —protestó, medio dormido—. Mamá, ¿qué has hecho?

—He llamado a la policía, ¿qué querías que hiciera? —respondió Carmen, con una mezcla de culpa y rabia—. Laura no abre, algo no va bien.

Los golpes en la puerta del baño rebotaron por todo el piso.

—¡Policía! ¡Abra la puerta! —gritó el agente.

No hubo respuesta. Solo un ruido leve, un quejido que nadie pudo identificar con certeza.

—Vamos a tirarla —dijo el otro policía, ya examinando la cerradura.

El primer intento no fue suficiente, pero al segundo empujón la madera cedió con un crujido seco. Carmen sintió que el corazón se le quería salir del pecho. Quiso entrar, pero el sanitario la frenó con el brazo.

—Por favor, quédese aquí.

Desde el pasillo, apenas alcanzaba a ver el interior: azulejos blancos, vapor pegado a las paredes, la toalla en el suelo. Y, sobre las baldosas húmedas, el cuerpo de Laura, en camisón, medio recostada contra el costado de la bañera, con la mirada perdida y el brazo colgando.

—¡Laura! —gritó Daniel, intentando avanzar.

—Tranquilo, tranquilo —lo sujetó uno de los policías.

Los sanitarios se arrodillaron junto a ella. Uno le tomó el pulso; el otro le levantó el párpado.

—Respira —dijo uno, aliviado—. Pero está muy somnolienta.

Carmen, desde la puerta, vio algo que la dejó helada: junto al desagüe había una cucharita metálica manchada, un mechero y una pequeña jeringa vacía. En el borde del lavabo, un envoltorio transparente arrugado. No entendía de qué se trataba, pero no necesitaba muchos detalles para intuirlo.

—¿Qué es eso? —susurró, más para sí misma que para los demás.

Uno de los policías siguió su mirada, se acercó, recogió la cucharita con un pañuelo y la observó en silencio. Intercambió una mirada con su compañero; era una mirada que Carmen no había visto nunca tan cerca, mezcla de cansancio y confirmación.

—Señora —dijo, volviéndose hacia ella—, por ahora lo importante es que la trasladen al hospital. Luego ya hablaremos de esto, ¿de acuerdo?

Daniel escuchó la palabra “hospital” y reaccionó como si le hubieran echado un cubo de agua fría.

—No, no, un momento. Laura… Laura no toma nada. Debe haberse mareado por el calor, ella se ducha muy caliente, siempre lo digo, que va a desmayarse…

—Su esposa presenta signos de haber consumido algo —intervino el sanitario, con voz firme pero sin agresividad—. No podemos asegurarlo aquí, pero necesita una valoración urgente.

Mientras hablaban, empezaron a colocarle una mascarilla de oxígeno y a pasarla con cuidado a la camilla. El camisón se subió un poco, dejando ver algunos moretones antiguos en las piernas y el brazo. Carmen parpadeó, confundida. Nunca se los había visto.

—Eso… eso no puede ser —murmuró Daniel, lívido.

Carmen se dio cuenta de que no sabía casi nada de la vida de aquella chica más allá de las paredes de su casa: dónde pasaba sus tardes, a quién llamaba, qué le pesaba en la cabeza cuando se encerraba en el baño durante una hora cada noche.

—Puede acompañarla uno de ustedes —dijo el sanitario—. Pero necesitamos movernos ya.

Daniel dudó una décima de segundo. Carmen la notó. Fue mínima, un pestañeo, pero allí estaba.

—Yo voy —dijo por fin él, agarrando la mochila que había dejado en el pasillo—. Mamá, tú… tú quédate aquí, por si llaman o… no sé.

Carmen asintió, aunque por dentro lo único que quería era subirse a la ambulancia y no soltar la mano de Laura. Se quedó quieta, viendo cómo se llevaban a su nuera en la camilla, cómo desaparecía por el pasillo, luego por las escaleras. El eco de las sirenas alejándose le dejó una especie de zumbido en los oídos.

El policía que había recogido la cucharita se acercó de nuevo.

—Vamos a necesitar hacer algunas preguntas, señora López —dijo, con tono correcto pero serio—. Sobre la rutina de Laura, sobre esas duchas tan largas… sobre si ha notado algo extraño últimamente.

Carmen tragó saliva. Por primera vez, empezó a pensar que aquella hora diaria encerrada en el baño no tenía nada que ver con cremas, mascarillas ni llamadas con amigas.

Y, mientras se sentaba en la mesa del comedor, rodeada de azulejos, facturas de agua y silencio, se dio cuenta de que esa noche no solo se había roto una puerta: también la imagen que creía tener de su propia familia.

Laura despertó en el hospital con la luz blanca clavándole los ojos. Tenía un sabor amargo en la boca y una presión incómoda en el brazo derecho, donde le habían colocado una vía. Por un momento no supo dónde estaba; luego vio la cortina azul, el monitor, y la figura de Daniel en una silla, con la cabeza entre las manos.

—¿Dónde…? —balbuceó.

Daniel levantó la vista de golpe.

—Laura… —Se puso de pie y se acercó a la cama—. Estás en el hospital. Te desmayaste en el baño.

Ella buscó con la mirada algo, cualquier cosa, y se encontró con el rostro serio de una médica, de unos cuarenta y tantos, de pie al otro lado de la cama.

—Soy la doctora Muñoz —se presentó—. ¿Sabes qué día es hoy, Laura?

Laura dudó un segundo.

—Viernes… por la noche.

—Ya es sábado de madrugada —corrigió la médica, sin dureza—. Te hemos hecho análisis. Has consumido una sustancia que, mezclada con el calor y el vapor, te ha bajado la tensión. Podrías haberte golpeado la cabeza de forma grave.

El silencio que se hizo pesaba más que cualquier regaño. Daniel miró a la doctora, luego a su mujer.

—Eso… eso será un error —dijo al fin, en voz baja—. Ella no…

—Los análisis no se equivocan, señor —interrumpió la médica—. No voy a entrar en detalles delante de usted si ella no lo desea, pero es importante que Laura hable con un especialista. Y con ustedes. Esto no se resuelve solo.

Cuando la doctora salió, la habitación se encogió. Daniel tardó unos segundos en reunir el valor para preguntar:

—Laura… ¿qué está pasando?

Ella clavó la mirada en la sábana. Las manos le temblaban, y no sabía si era por el efecto de lo que le habían encontrado en la sangre o porque, por fin, ya no podía esconderse detrás del ruido del agua de la ducha.

—No iba a ser así —susurró—. De verdad, no quería…

Daniel se pasó las manos por la cara.

—¿Desde cuándo?

Laura tragó saliva.

—Desde antes de casarnos.

Las palabras quedaron flotando en el aire.

Horas después, cuando Carmen llegó al hospital con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, encontró a Daniel fuera de la habitación, apoyado contra la pared, con la mirada perdida.

—¿Cómo está? —preguntó ella, sin rodeos.

—Estable —respondió él—. Pero, mamá… —Hizo una pausa—. Tenías razón en una cosa: lo del baño no era normal.

Se lo contó a trompicones, como quien escupe algo que le quema en la boca. No entró en detalles técnicos; solo repitió lo que la doctora había dicho: consumo, riesgo, ayuda profesional. Carmen escuchó en silencio, con los dedos entrelazados.

Un rato después, pidió entrar a verla.

Laura estaba despierta, mirando el techo. Cuando vio a Carmen en la puerta, la vergüenza le subió al rostro en forma de lágrimas.

—Lo siento —dijo, incluso antes de que la otra hablara—. Lo siento por todo: por el agua, por los gritos, por las mentiras…

Carmen se acercó despacio, sin saber muy bien qué hacer con las manos. No era una mujer acostumbrada a las muestras de afecto. Había pasado la vida resolviendo problemas con frases cortas y movimientos prácticos. Pero aquella noche, nada de eso parecía servir.

—Cuando escuché el golpe pensé que te morías ahí dentro —dijo por fin, sentándose en la silla—. Y me dio miedo. Miedo de perderte sin siquiera haberte conocido de verdad.

Laura se cubrió la cara.

—No quería… no quería que nadie lo viera. Empezó con unas pastillas cuando estaba en la universidad, por los exámenes, por no quedarme atrás. Luego ya no sabía cómo parar. Cuando Daniel y yo empezamos, yo ya… ya estaba metida. Pensé que podría dejarlo sin que él se diera cuenta. Las duchas… eran la única forma de esconderlo. El vapor, el ruido del agua… —La voz se le quebró—. Me daba vergüenza. Pensaba que si sabían la verdad iban a verme como una basura.

Carmen sintió un nudo en la garganta. De pronto, los recibos del agua, las llamadas en voz baja, las noches de “cansancio” empezaron a encajar como piezas de un rompecabezas que había estado delante de sus narices.

—Yo te juzgué —admitió—. Pensé que eras caprichosa, que vivías en el baño para no ayudar en la casa. Me enfadaba. Y en vez de preguntar, me quedé mirando el reloj.

Se quedaron un rato en silencio, cada una con sus culpas.

—La doctora dijo que hay opciones —añadió Carmen, con esfuerzo—. Terapia, grupos, tratamiento. No será fácil… pero es mejor que seguir encerrándote en ese baño como si fuera una cueva.

Laura soltó una risa amarga.

—Ni siquiera me daba cuenta de cuánto tiempo pasaba ahí dentro. Era… como si el mundo se quedara fuera de la puerta. Pero el mundo acaba entrando a golpes, ¿no?

—A veces tiene que romper una puerta para que lo escuchemos —respondió Carmen—. Yo llamé a la policía pensando que estabas en peligro. Y, al final, lo estabas. Solo que de otra manera.

No hubo abrazos dramáticos ni promesas grandilocuentes. Solo un acuerdo sencillo, casi torpe, pero real: hablarían con la psicóloga del hospital, buscarían un centro de tratamiento, establecerían reglas claras en la casa. Las duchas nocturnas, por supuesto, desaparecerían.

Meses después, la rutina de la casa ya no giraba en torno al ruido del agua a las diez de la noche. Laura asistía a terapia tres veces por semana, y Daniel había empezado también un proceso propio para entender su papel, sus cegueras. Carmen, por su parte, se sorprendía a sí misma haciendo algo que nunca había hecho con nadie: preguntar “¿cómo estás?” y esperar la respuesta de verdad.

A veces, cuando pasaba por el pasillo y veía la puerta del baño entreabierta, sentía un escalofrío al recordar aquella noche de sirenas, golpes y miedo. Pero también pensaba en algo que la propia Laura le había dicho en una de sus charlas, una tarde cualquiera, mientras pelaban patatas en la cocina:

—Si no hubieras pegado la oreja a la puerta, si no hubieras llamado, quién sabe dónde estaría ahora.

Y Carmen entendió entonces que, a veces, el amor no se parece a las imágenes dulces de las películas. A veces es desconfiar de un silencio raro, pegar la oreja a una puerta y atreverse a molestar, incluso al precio de que te llamen exagerada. Porque hay noches en las que el gesto más importante no es respetar la privacidad, sino salvar una vida que se está desmoronando detrás de la cerradura.