Padre e hija desaparecidos en los Pirineos: cinco años después, unos senderistas descubren lo que estaba oculto en una grieta

Cinco años después de la desaparición de Julián Herrera y su hija Clara, de solo nueve años, la montaña parecía haberlos devorado definitivamente. El caso había ocupado titulares durante semanas en 2020, cuando ambos se esfumaron durante una ruta corta y aparentemente segura en los Pirineos franceses. Con el tiempo, sin pistas y sin señales, las búsquedas oficiales se detuvieron. La familia, rota y cansada, se aferraba a la idea de que tal vez habían decidido empezar una vida nueva lejos de todo. Otros, más realistas, pensaban en una caída trágica en algún punto inaccesible.

Nada ocurrió durante años. Hasta que, a finales de agosto, una pareja de senderistas catalanes decidió explorar una zona poco transitada cerca de la Brecha de Roland. Entre las grietas profundas que se abrían en la roca, él creyó ver algo que rompía la uniformidad grisácea del lugar. Se agachó, iluminó con la linterna del móvil y vio una forma rectangular cubierta de polvo y humedad.

Es… una mochila, —murmuró, sin atreverse a tocarla.

La mujer se acercó. Al limpiar con los dedos lo que parecía una etiqueta, ambos se miraron con sobresalto.

Julián Herrera.

El corazón se les aceleró. Aquello no podía ser una coincidencia. La mochila estaba atascada entre dos rocas, como si hubiera caído desde una grieta superior. La pareja tomó fotos y las envió a la gendarmería, que reaccionó de inmediato. En pocas horas un equipo de rescate especializado llegó en helicóptero, acordonando la zona.

El capitán Morel, que había participado en la búsqueda original cinco años atrás, abrió la mochila con guantes. Dentro encontró una botella metálica abollada, restos de comida embolsada, un mapa arrugado… y algo que le heló la sangre: la libreta azul de Clara, reconocida por todos durante la investigación.

La presión mediática regresó de golpe. La familia fue alertada, y periodistas de ambos lados de la frontera ocuparon los caminos de acceso. Pero la montaña no estaba dispuesta a entregar respuestas fácilmente.

La grieta donde apareció la mochila tenía apenas cincuenta centímetros de ancho, pero se extendía varios metros hacia abajo y mucho más hacia arriba. Según los expertos, era posible que Julián hubiera intentado descender por un punto cercano buscando un atajo o un refugio, y que hubieran quedado atrapados.

Sin embargo, el capitán Morel no estaba convencido. Había algo extraño: la mochila estaba apenas dañada, sin señales de una caída larga. Además, el mapa incluía una marca hecha a bolígrafo que no estaba presente cuando se revisaron las copias cinco años atrás.

—Esto no cuadra —susurró Morel a uno de los técnicos—. Si Julián escribió esto después de haberse perdido… tenemos que averiguar por qué.

La investigación reabierta se convirtió en un rompecabezas. Y lo que el equipo encontró al día siguiente, al descender más profundamente en la grieta, cambió por completo la interpretación del caso.

Los rescatistas comenzaron el descenso al amanecer. Colocaron cuerdas, anclajes y sensores térmicos. La grieta era estrecha y húmeda, y cada metro parecía tragarse la luz. El ruido del viento quedaba atrás a medida que bajaban, sustituido por un silencio pesado, como si el aire hubiese estado atrapado allí durante siglos.

A los ocho metros encontraron el primer indicio significativo: un trozo de tela roja, posiblemente parte del cortaviento de Julián. Estaba rasgado, pero no por una caída brusca; más bien parecía arrancado intencionalmente, como una marca o señal.

—Esto es deliberado —dijo Morel—. Julián estaba intentando dejar rastro.

La teoría encajaba con algo que siempre había inquietado a la familia: Julián era un senderista experimentado. No era lógico que hubiera desaparecido en un recorrido de dificultad media. Pero si había elegido un camino alternativo por algún motivo, quizá para refugiarse de una tormenta repentina, tendría sentido que intentara orientarse con señales.

Tres metros más abajo hallaron la segunda pista: un pequeño envoltorio metálico, con fecha de caducidad de dos años después de la desaparición. Aquello los dejó perplejos. Parecía indicar que alguien —no necesariamente Julián— había llevado comida allí después del año 2020.

—¿Es posible que alguien haya usado esta grieta como escondite? —preguntó uno de los técnicos.

—O que alguien haya encontrado a Julián y Clara —respondió Morel—. Y que no avisara.

El descenso se volvió más difícil a partir de ese punto. La grieta se ensanchó hacia un lateral, formando una cavidad irregular. Al iluminar la zona, vieron lo que parecía ser un pequeño campamento improvisado: restos de una manta térmica, una lata vacía, una cuerda corta y, en el fondo, un cuaderno parcialmente empapado.

Morel lo abrió con cuidado. Muchas páginas estaban ilegibles, pero algunas palabras se distinguían: “no sube”, “esperar”, “herida”, “escuchamos voces”. No había nombres, pero la letra parecía de Julián.

La frase más inquietante apareció en una página intermedia:

“No puedo moverme. Ella debe qued…’’

La frase terminaba allí, cortada, como si Julián hubiese interrumpido la escritura de forma brusca.

—Aquí ha pasado algo serio —dijo Morel—. Julián estaba herido y Clara seguía con vida.

La hipótesis más probable era que habían quedado atrapados tras una caída parcial. Pero faltaba algo fundamental: ninguno de los cuerpos estaba allí. Y por la profundidad de la cavidad, era improbable que hubiesen salido solos sin dejar más rastro.

Mientras exploraban la cavidad, uno de los rescatistas encontró marcas en la pared: tres líneas verticales repetidas varias veces, como un código rudimentario, posiblemente usado para contar días.

—Son al menos treinta marcas —informó.

Treinta días. Un mes atrapados.

La presión mediática aumentó y la policía amplió el radio de búsqueda. Por primera vez surgió una teoría que hasta entonces parecía impensable: que otra persona estuviera involucrada.

Y esa teoría se reforzó cuando, al final del día, un rescatista encontró una cuerda moderna y relativamente nueva, que no pertenecía ni a Julián, ni a Clara, ni a los equipos que trabajaban en la zona.

—Alguien estuvo aquí —dijo Morel, mirando la montaña como si pudiera responderle.

Pero la montaña siguió en silencio.

Lo que encontraron al día siguiente, sin embargo, hablaría por ella.

La tercera jornada de búsqueda fue decisiva. Se amplió la exploración hacia la zona superior de la grieta, donde la roca formaba una especie de corredor vertical lleno de salientes y pequeñas plataformas. Según los expertos, una persona podría haberse desplazado por allí con dificultad… pero no una niña de nueve años sola.

A veinte metros de la cavidad encontraron indicios de actividad humana reciente: huellas ligeras, como de alguien que se apoyó con la punta de los pies para ascender. Lo extraño era que parecían demasiado recientes para corresponder a la época de la desaparición.

La clave llegó cuando uno de los rescatistas halló, entre piedras sueltas, un colgante metálico en forma de estrella. La familia confirmó de inmediato que pertenecía a Clara. Era su amuleto favorito, el que llevaba desde los cinco años.

Pero la sorpresa mayor apareció tres horas después.

En un saliente natural, semiescondida entre matorrales secos, hallaron una caja metálica de primeros auxilios, oxidada en los bordes pero claramente colocada allí con intención. Dentro había vendas, restos de medicamentos… y una nota doblada cuidadosamente dentro de una bolsa de plástico.

Morel abrió la nota. La escritura temblorosa no dejaba dudas:

“Si alguien encuentra esto, ayúdenla. No fue culpa suya. Él volvió, pero no era el mismo. No pudimos bajar. Intentamos pedir ayuda. Si Clara está viva… por favor, cuídenla.”

Firmado: J.H.

El mensaje sembró desconcierto. ¿“Él volvió”? ¿Quién era ese “él”?
La familia aclaró un detalle estremecedor: semanas antes de desaparecer, Julián había tenido conflictos con un hombre llamado Aitor, un antiguo compañero de expediciones que lo había acusado públicamente de apropiarse de un proyecto fotográfico conjunto. La caída de su amistad fue abrupta y amarga.

La gendarmería reabrió una investigación paralela sobre Aitor. Resultó que había estado en los Pirineos justo durante los días de la desaparición… pero nunca lo había confesado.

Mientras tanto, los equipos encontraron una salida natural en la parte alta de la grieta, un estrecho corredor que daba a una zona boscosa muy alejada del sendero principal. Allí, bajo capas de hojas, encontraron rastros de un campamento rudimentario, aparentemente utilizado hace años: restos de fogata, un cuchillo oxidado y varios envoltorios de comida.

Y entre los objetos, algo devastador: un zapato pequeño, identificado como de Clara, junto con restos de su ropa. No había huesos, lo que significaba que la niña pudo haber salido de ese punto con vida.

—Esto cambia todo —dijo Morel—. Aquí estuvieron, pero se movieron. Y no solos.

La investigación final reveló que Aitor había sido visto en la zona por pastores locales. Una de las hipótesis más sólidas planteó que él encontró a Julián y Clara después del accidente. En vez de ayudar de inmediato, trató de resolver su conflicto personal con Julián, exigiendo explicaciones en un momento crítico. La discusión pudo haberse intensificado, provocando una separación forzada entre los adultos y dejando a Clara vulnerabilidad absoluta.

Aitor fue detenido provisionalmente, aunque insistió en su inocencia. Dijo que sí vio a Julián, pero que cuando regresó con ayuda, ya no estaban allí.

La pregunta que sigue sin respuesta es la más dolorosa: ¿qué pasó con Clara?

Los equipos ampliaron la búsqueda durante semanas. Se encontraron rastros aislados, pero nunca un cuerpo. Las autoridades ahora creen que Clara pudo haber sido acogida —o retenida— por alguien en una de las aldeas remotas, o haber intentado caminar por su cuenta en busca de ayuda.

El caso, reabierto cinco años después, continúa activo. Y aunque la montaña reveló gran parte de su secreto, aún oculta su verdad más importante.

La niña podría seguir viva.