La sala de exploración olía a desinfectante y silencio. Yo llevaba semanas esperando esta cita, convencida de que todo iría bien, porque mi embarazo había progresado sin mayores complicaciones. Sin embargo, desde el momento en que el nuevo médico entró, noté algo extraño. Su bata estaba perfectamente planchada, pero su rostro… pálido, tenso, casi asustado.
—Bien —dijo sin mirarme realmente—. Revisaremos los resultados de la ecografía anterior y haremos una nueva.
Asentí, algo incómoda. Mi obstetra habitual —mi esposo— estaba en un congreso médico fuera del país. Él siempre me acompañaba o revisaba mis controles, pero esta vez no pudo. Por eso estaba aquí, con este doctor que parecía más nervioso que yo.
Durante la ecografía, el silencio se volvió espeso. El médico movía el transductor lentamente, demasiado lentamente, como buscando algo que no esperaba encontrar. Sus ojos se entrecerraron y su respiración cambió. Yo, cada segundo más inquieta, trataba de leer su expresión, pero él no decía nada.
Finalmente, retiró el aparato y se quedó quieto, mirando la pantalla congelada. Su voz salió casi en un susurro:
—¿Quién… quién fue su médico anterior?
La pregunta me desconcertó. ¿Por qué importaba eso ahora? Aun así, respondí con naturalidad:
—Mi esposo. Es obstetra también.
El médico abrió los ojos de par en par. Su reacción fue desproporcionada, casi alarmante. Dio un paso atrás, como si de pronto hubiera cometido un error grave. Tragó saliva y murmuró:
—Necesitamos pruebas… pruebas ya. Algo no encaja. Si su esposo es obstetra, entonces él debió haber visto esto antes… —Cerró la carpeta con brusquedad—. Por favor, espéreme aquí. No se mueva.
Y salió de la sala apresuradamente.
Me quedé sola, sin saber si debía preocuparme por mi bebé, por mi esposo… o por los motivos del médico para reaccionar de esa manera. Miré la pantalla detenida de la ecografía, tratando de encontrar algo extraño, pero no sabía qué buscar. Sentí un nudo en la garganta cuando un pensamiento inquietante me cruzó la mente: ¿Qué cosa pudo haber visto él que mi marido no mencionó jamás?
El pasillo afuera estaba agitado. Voces, pasos rápidos, llamadas telefónicas. Todo por una pregunta aparentemente simple. Y mientras esperaba, con las manos frías y el corazón acelerado, comprendí que ese momento sería el punto de partida de algo mucho más grande, algo que involucraba no solo mi embarazo, sino también secretos que yo nunca habría imaginado.
Cuando el médico regresó, venía acompañado de una mujer que parecía ser su supervisora o la jefa del departamento. Ambos entraron con un aire serio, casi solemne, como si estuvieran a punto de comunicarme una noticia que podría cambiarlo todo. Ella me dedicó una sonrisa profesional, pero fría.
—Señora Valdés —comenzó—, necesitamos revisar algunos detalles de su historial médico. No se alarme; es un procedimiento habitual.
Sabía que estaba mintiendo. Nada de esto era habitual.
La doctora tomó asiento frente a mí mientras el médico permanecía de pie, visiblemente incómodo. Ella abrió la carpeta que él había cerrado unos minutos antes y la colocó sobre la mesa, solo que esta vez la giró hacia mí.
—Según el informe del último ultrasonido, realizado hace tres semanas… —Se detuvo—. ¿Lo hizo en la clínica privada donde trabaja su esposo?
Asentí.
—Bien. Aquí está el problema —continuó—. Este informe y la imagen que lo acompaña no coinciden con lo que acabamos de ver hoy.
Mi estómago se encogió.
—¿En qué sentido?
La doctora entrelazó las manos.
—Lo que vimos hoy muestra un embarazo de aproximadamente 22 semanas. Pero el informe previo describe un embarazo de 25 semanas. Eso, señora Valdés, es imposible. La edad gestacional no retrocede.
Mi respiración se cortó. Traté de procesar la información, pero me resultaba imposible.
—Quizás hubo un error en… —balbuceé.
—Eso no es todo —me interrumpió la doctora—. El ultrasonido de hoy muestra una posición fetal distinta y algunos marcadores anatómicos que no coinciden con la ecografía anterior. Y el doctor —miró al hombre que seguía estremeciéndose en silencio— ha identificado signos de que usted podría haber tenido dos embarazos diferentes.
Una oleada de confusión y miedo me recorrió.
—Eso es absurdo —logré decir—. Nunca he perdido un embarazo. Nunca he… nada. Todo ha sido normal.
La doctora me observó en silencio unos segundos, como evaluándome.
—Señora Valdés, necesitamos saber si su esposo trató alguna complicación sin informarnos. ¿Tuvo algún sangrado? ¿Algún procedimiento? ¿Algún dolor extremo en estos meses?
Negué, cada vez más angustiada.
El médico, por primera vez, habló:
—Hay algo más. El feto que vimos en la ecografía de hoy… es perfectamente viable y parece sano. Pero el que aparece en la ecografía previa… presenta medidas que sugieren un retraso grave. No son el mismo feto.
Un escalofrío recorrió mi columna.
—¿Está diciendo que… que estoy embarazada de un bebé que no es el mismo que…?
—Estamos diciendo —respondió la doctora con voz firme— que hay discrepancias que deben aclararse. Y si su esposo fue quien hizo la ecografía previa, debemos contactar con él inmediatamente.
Mi mente se llenó de imágenes de mi esposo: su sonrisa tranquila, sus manos seguras, sus madrugadas revisando informes. No podía creer que estuviera involucrado en algo tan extraño. Pero la urgencia en el rostro de los médicos me decía que había algo más, algo que todavía no estaban revelando.
Y entonces, con voz baja, la doctora añadió:
—Hay protocolos legales cuando un embarazo presenta inconsistencias de identidad fetal. Por eso necesitamos las pruebas ahora. Y también necesitamos hablar con su esposo… antes de que alguien más lo haga.
Mi corazón dio un vuelco.
¿“Alguien más”? ¿Quién más podría estar buscándolo?
La doctora me pidió que los acompañara a una sala privada. Allí me ofrecieron agua y me pidieron que me sentara. Pero yo estaba demasiado inquieta para mantenerme quieta.
—Quiero llamar a mi esposo —dije, sacando el móvil.
—Ya lo hicimos —respondió la doctora calmadamente—, pero su teléfono está apagado. Según la información del congreso, salió hace dos días del hotel y no ha vuelto.
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies.
—Eso no tiene sentido… él debía regresar mañana.
—Lo sabemos —contestó ella—. Por eso necesitamos que coopere con nosotros.
El médico abrió un sobre manila y dejó caer sobre la mesa varias copias impresas de informes de mi esposo. Reconocí su firma en cada documento. Pero algo estaba mal: las fechas no coincidían, algunos informes estaban duplicados y otros parecían corregidos a mano.
—Su esposo alteró varios registros —dijo la doctora—. No sabemos por qué todavía, pero uno de estos documentos describe un procedimiento de emergencia que no aparece en ningún otro informe clínico.
Me detuve en seco.
—¿Un procedimiento? ¿Qué tipo?
El médico respiró hondo.
—Uno que se realiza cuando se sospecha de la pérdida temprana de un feto… pero aquí nunca se reportó ninguna pérdida.
Las palabras chocaron contra mí como un golpe.
Recordé una noche, hacía meses: me había despertado con un dolor agudo, mi esposo me había calmado, me dio un analgésico y dijo que solo era tensión del embarazo. Yo confié en él plenamente. Ahora la duda me desgarraba.
—¿Está diciendo que… que perdí un embarazo sin saberlo?
La doctora negó suavemente.
—No podemos afirmarlo. Pero su esposo escribió un informe afirmando que “la paciente está emocionalmente no apta para conocer el estado gestacional real hasta completar estabilización hormonal”. Ese texto no tiene ninguna justificación médica aceptable.
Sentí lágrimas calientes subir a mis ojos.
—No entiendo… ¿Por qué haría eso?
La doctora me observó con una mezcla de empatía y cautela.
—Señora Valdés… necesitamos preguntarle algo más delicado. ¿Es posible que su esposo estuviera tratando de protegerla de algo? ¿O de alguien?
—¿De qué habla?
El médico se acercó a la pantalla de la sala y proyectó una imagen ampliada de la ecografía de hoy. Luego la comparó con la anterior. Yo no entendía las diferencias técnicas, pero podía ver, incluso sin conocimiento médico, que las dos imágenes no correspondían al mismo momento ni al mismo bebé.
La doctora se aclaró la garganta.
—Una diferencia notable es la marca en el hueso femoral. Un pequeño detalle, pero identificable. Es como una huella.
—¿Y…?
—Y ese tipo de marca —continuó— aparece en casos en los que la paciente ha estado expuesta a medicamentos o sustancias hormonales durante el embarazo. Pero usted no tiene ninguna receta de ese tipo.
Mi mente se quedó en blanco. Y entonces, un recuerdo me golpeó:
Mi esposo, insistiendo en que tomara “suplementos especiales”. Yo nunca cuestioné nada.
La doctora me miró como si lo adivinara.
—Lo que estamos intentando descifrar —dijo— es si su esposo manipuló las condiciones de su embarazo para ocultar una complicación… o si intentaba ocultar que el embarazo que usted perdió y el actual no fueron causados en la misma fecha.
—¿Está sugiriendo…? —mi voz se quebró.
—Estamos sugiriendo que pudo haber un desfase de concepción. Y que su esposo lo sabía. Por eso exigimos pruebas.
Un silencio frío llenó la sala.
Finalmente, la doctora añadió:
—Y hasta que aclaremos todo, no podemos descartar la posibilidad de una sustitución fetal. No necesariamente voluntaria… pero sí encubierta.
Me quedé sin respiración. Un torbellino de emociones me envolvió: miedo, confusión, traición. ¿Qué había hecho mi esposo? ¿Por qué había cambiado los informes? ¿Por qué estaba desaparecido?
Miré la ecografía de mi bebé, la de hoy.
Y entendí que, aunque era lo más importante del mundo para mí, yo no podía seguir adelante sin conocer la verdad completa.
—Haré las pruebas —dije finalmente—. Pero ustedes me dirán todo. Aunque duela.
Los médicos asintieron.
La puerta se cerró.
Y supe que mi vida estaba a punto de dividirse entre antes y después.



