Cuando mi esposo no estaba en casa, mi suegro me pidió que tomara un martillo y rompiera el azulejo detrás del inodoro. Oculto allí había un agujero… y dentro de él encontré algo verdaderamente aterrador

Cuando mi marido salió de casa esa mañana, pensé que sería un día normal. Estaba preparando café cuando escuché a mi suegro golpear la puerta principal. Él casi nunca venía sin avisar, pero no me sorprendió demasiado; desde que mi marido y yo nos mudamos a la casa familiar, él pasaba a “supervisar” cada reparación que hacíamos.

—¿Tienes un minuto? —preguntó, entrando sin esperar respuesta.

Asentí, aunque su tono me hizo sentir un pequeño nudo en el estómago.

—Necesito que veas algo en el baño —añadió, caminando directo hacia allí.

Lo seguí, limpiándome las manos con una toalla. Cuando entré al baño, lo encontré observando fijamente la pared detrás del inodoro. Su expresión era tensa, casi ansiosa, muy diferente a su actitud autoritaria habitual.

—Quiero que tomes un martillo y rompas ese azulejo —me dijo señalando uno en particular, ligeramente agrietado.

Fruncí el ceño.

—¿Por qué yo? ¿Qué pasa?

—Solo hazlo. Tienes que verlo tú misma antes de que él vuelva.

“Él”, claro, era mi marido. No tenía sentido. Pero había algo en la mirada de mi suegro, un brillo de urgencia… y miedo. Nunca le había visto miedo.

Fui al cuarto de herramientas, agarré un martillo y regresé al baño.

—Golpea justo aquí —insistió.

Respiré hondo y golpeé. El azulejo se resquebrajó con facilidad. Golpeé de nuevo. Un pedazo cayó al suelo, y detrás de él se reveló un agujero oscuro, de unos treinta centímetros.

Me agaché con el corazón acelerado. Al principio no distinguía nada, solo un hueco húmedo y mal iluminado. Pero cuando acerqué el teléfono con la linterna encendida, pude verlo.

Dentro del agujero había una bolsa de plástico negra, cuidadosamente doblada. La saqué con las manos temblorosas. El nudo de la bolsa estaba tan apretado que tuve que usar las tijeras del botiquín.

Cuando por fin la abrí, lo primero que vi fue un fajo de papeles amarillentos… y debajo de ellos, fotografías. Muchas fotografías.

Me quedé helada.

Eran imágenes de mujeres. Algunas jóvenes, otras adultas. Todas tomadas desde un ángulo extraño, como si hubieran sido observadas sin permiso. Algunas estaban en la calle, otras dentro de casas… y una de ellas era yo.

Una foto mía en la ducha, tomada desde afuera de la ventana del baño, meses atrás.

Sentí la sangre abandonar mi rostro.

—¿Qué… qué es esto? —susurré.

Mi suegro cerró la puerta del baño con llave, respirando agitado.

—No tenemos mucho tiempo —dijo—. Antes de que él vuelva, necesitas saber la verdad. Y no va a gustarte.

Mi corazón comenzó a golpear tan fuerte que me dolía.

—¿Mi marido hizo esto?

Mi suegro negó lentamente… pero su respuesta no me dio alivio.

—Ojalá fuera tan simple.

Mi suegro se apoyó contra el lavamanos como si el peso de lo que estaba a punto de decir lo estuviera hundiendo. Yo no podía dejar de mirar las fotos esparcidas sobre el suelo. Una mezcla de rabia, miedo y confusión me quemaba el pecho.

—Empieza a hablar —le exigí.

Él asintió, tragó saliva y se pasó una mano por el rostro.

—Tu marido no sabe nada de esto. Ni sospecha. Este agujero… esta bolsa… todo esto lo puso alguien más. Y no hace mucho tiempo.

Me arrodillé para recoger una de las fotos. Era una mujer de cabello rizado, caminando hacia un edificio de oficinas. Parecía estar desprevenida, como si no tuviera idea de que alguien la seguía.

—¿Quién? —pregunté sin mirarlo.

—Mi hermano —respondió con voz quebrada—. El tío de tu marido.

Me levanté de golpe.

—¿Andrés? Pero Andrés vive en otra ciudad…

—No desde hace tres meses —interrumpió él—. Se mudó a esta casa sin que ni tú ni tu marido lo supieran.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—Eso es imposible. Aquí no hay lugar para—

Me detuve.
Recordé algo.

Las noches en las que escuchaba ruidos detrás de las paredes. Los objetos que desaparecían y luego reaparecían en lugares ilógicos. La puerta del patio que encontré abierta una madrugada, aunque estaba segura de haberla cerrado.

Siempre pensé que eran despistes míos… o de mi marido.

—¿Dónde está él? —pregunté con la voz casi inaudible.

—No lo sé. Y eso me preocupa más que cualquier cosa —confesó mi suegro—. Andrés tiene problemas. Graves. Tuve que denunciarlo hace años, y desde entonces nuestra relación se rompió. Pero nunca imaginé que llegara a esto.

Mi suegro se agachó para recoger otra foto. Su mano temblaba.

—Esto no puede quedarse aquí. Tenemos que avisar a la policía. Pero antes… necesito que veas algo más.

Todo mi cuerpo me decía que no quería ver más. Que nada bueno podía venir después de un descubrimiento así. Pero parte de mí quería terminar con aquello; quería la verdad completa, por muy dolorosa que fuera.

—¿Qué cosa? —pregunté.

Mi suegro extendió la mano hacia el agujero. Metió los dedos en un borde superior y presionó. Escuché un clic suave. La pared se movió, revelando un compartimento más profundo, un espacio oculto detrás del primer hueco.

—No puede ser… —susurré.

Dentro había una libreta gruesa, gastada y húmeda por el paso del tiempo. Me la entregó.

Al abrirla, lo primero que noté fueron las fechas: entradas escritas durante meses.
Cada página describía a una mujer diferente. Había horarios, direcciones, hábitos. Incluso descripciones de ropa que ellas usaban con frecuencia. Eran notas obsesivas.

Y de nuevo… llegué a mi nombre.

“ANA — baño 7:42 p.m. — ventana izquierda sin seguro.”

Mis manos comenzaron a sudar. Pasé la página. Había dibujos. Esquemas de la casa. Marcados con X rojas en distintas habitaciones.

—¿Qué significa esto? —pregunté temblando.

Mi suegro respiró profundamente.

—Significa que Andrés no solo observaba… Sino que planificaba entrar.

Tragué saliva.

—¿Entrar para qué?

Él me miró con una expresión que jamás olvidaré: miedo genuino y culpa profunda.

—Para lo que siempre hacía —susurró—. Y por lo que estuvo detenido años atrás.

El aire del baño se volvió insoportable. Mi suegro continuó:

—Tienes que irte ahora mismo. Antes de que vuelva. No podemos arriesgarnos.

Pero antes de que pudiera responder, los dos escuchamos un sonido que heló hasta el último rincón de mi cuerpo:

La puerta principal abriéndose.

El silencio que siguió fue tan espeso que casi podía tocarse. Mi suegro me miró y movió los labios sin emitir sonido: “No hables”. El ruido de pasos avanzó por el pasillo, tranquilos, casi relajados. Yo no podía respirar.

—Ana, ¿estás en casa? —preguntó una voz familiar. No era la de mi marido.

Era Andrés.

Mi suegro apagó la luz del baño. Ambos contuvimos la respiración. Andrés caminó despacio, como si estuviera escuchando, tratando de percibir el más mínimo movimiento. Cada paso parecía acercarse más al baño.

Mi suegro se inclinó hacia mi oído.

—Tienes que salir por la ventana del baño. Ahora —susurró.

Lo miré con desesperación.

—Está sellada.

—Yo la abría para fumar, ¿recuerdas? Solo empuja fuerte.

La ventana era pequeña, incómoda, pero tal vez lo suficientemente grande. Puse mis manos sobre el marco y empujé, pero estaba más dura de lo que recordaba. Mi suegro se acercó para ayudarme, pero entonces escuchamos cómo Andrés tocaba la puerta del baño.

—¿Por qué está cerrada? —dijo con tono sospechoso.

Mi suegro me hizo una señal insistente: “Rápido”. Volví a empujar. La ventana cedió apenas unos centímetros. Mis dedos temblaban. Andrés probó la manija. Luego golpeó suavemente, como tanteando.

—Sé que hay alguien aquí —murmuró.

El marco finalmente cedió más y logré abrirla lo suficiente para pasar. Mi suegro me sostuvo el brazo.

—Corre a la casa de tu vecina. Llama a la policía. Yo lo entretendré.

—No puedo dejarte —susurré con la voz quebrada.

—No hay tiempo.

Andrés golpeó la puerta más fuerte.

Mi suegro me dio un último empujón hacia la ventana. Me deslicé hacia afuera, cayendo torpemente en el patio. El aire frío me golpeó el rostro, pero no me detuve. Corrí hacia la cerca, saltando como pude.

A mitad del camino escuché un fuerte estruendo: Andrés había derribado la puerta del baño.

Mi cuerpo actuó antes que mi mente. Corrí hacia la casa de la vecina, golpeando desesperada.

—¡Ábreme! ¡Por favor! —grité.

La vecina abrió, sorprendida al verme tan pálida y temblorosa. Le rogué que llamara a la policía y ella lo hizo de inmediato.

Mientras esperábamos, escuché gritos provenientes de mi casa. No distinguía voces, solo golpes, muebles moviéndose, un caos que me revolvía el estómago.

Cuando las sirenas finalmente se acercaron, mi corazón casi se detuvo. Los agentes entraron armados, y mi vecina me sostuvo del hombro mientras yo apenas podía mantenerme en pie.

Pasaron minutos que parecieron horas hasta que un agente salió.

—Está seguro —me dijo con voz firme—. Su suegro está vivo, solo con lesiones leves. El otro hombre… está detenido.

Sentí las piernas fallarme. Un llanto que había estado atrapado en mi pecho finalmente salió.

Más tarde, cuando pude ver a mi suegro, él me tomó la mano.

—Lo siento, Ana. Debí haberlo enfrentado antes.

Sacudí la cabeza.

—Gracias. Me salvaste la vida.

Poco a poco, la verdad completa salió a la luz. Andrés había estado viviendo en un espacio oculto del sótano, entrando y saliendo cuando sabía que no estábamos. Su trastorno había empeorado, y había vuelto a espiar mujeres, obsesionándose especialmente conmigo porque la casa le resultaba familiar.

La policía encontró más pruebas: cámaras escondidas, listas, objetos que pertenecían a otras víctimas. Era un milagro que yo hubiera descubierto el agujero antes de que algo peor ocurriera.

Tres meses después, mi marido y yo nos mudamos. Fue difícil contarle todo, pero finalmente entendió. Mi suegro pidió perdón una y otra vez, y aunque nuestra relación quedó marcada por lo ocurrido, le estaré agradecida siempre.

A veces, cuando me quedo sola en un baño silencioso, aún siento la paranoia recorriéndome la piel…
Pero me repito que sobreviví. Que descubrimos la verdad.

Y que nunca más permitiré que la oscuridad se esconda dentro de mis paredes.