Cuando regresé de mi viaje de trabajo a San Sebastián, después de casi dos semanas fuera, lo último que esperaba era encontrar mis pertenencias esparcidas por todo el césped delantero como si fueran basura. Maletas abiertas, ropa colgando de las ramas del limonero, mis cajas de libros húmedas, y encima de todo, una nota escrita con rotulador rojo: “Basement o nada.”
Me quedé paralizada. Conocía esa letra. Era de Clara, la hija mayor de la familia con la que alquilaba una habitación hacía un año. Vivían en una casa grande, antigua, medio reformada, siempre caótica. Aun así, el acuerdo había sido claro: yo pagaba puntualmente por mi habitación en el segundo piso y, a cambio, podía usar la cocina y la sala como cualquiera de ellos. Lo que jamás acepté fue la insistencia de los padres, Tomás y Mireia, de que me mudara al sótano porque “sería más cómodo para todos”. Nunca me explicaron por qué. Yo siempre me negué.
Y ahora, al parecer, su paciencia se había agotado.
Miré alrededor: nadie. La casa cerrada. Silencio absoluto. Respiré hondo, recogí mis cosas como pude y cerré la puerta principal con mi copia de la llave. No me detuve ni un segundo en el pasillo; subí directamente a lo que ellos creían que era mi antigua habitación. Pero esa habitación llevaba meses vacía. Mi verdadera vivienda estaba oculta detrás del armario empotrado del fondo, que había modificado discretamente con la ayuda de un carpintero amigo: una puerta secreta que daba a un espacio abandonado del desván, que yo había convertido en un pequeño apartamento completamente funcional. Microondas, colchón bueno, escritorio, calefacción portátil, conexión eléctrica discreta.
Lo había hecho porque la convivencia se había vuelto insoportable: discusiones familiares a gritos todas las noches, revisiones de mis cosas sin permiso, comentarios pasivo-agresivos sobre mi “falta de integración”. Y sobre todo, la obsesión absurda con que debía bajar al sótano. Nunca entendí por qué.
Así que, esa tarde, simplemente cerré la puerta secreta, acomodé mis cosas, me duché con agua de mi propio calentador portátil y me quedé quieta, escuchando. Nadie sospechaba de mi escondite. Y desde ese día tomé una decisión: no les pagaría ni un euro más. Si ellos podían violar el acuerdo, yo también podía desaparecer entre sus paredes.
Los meses siguientes fueron un ejercicio de paciencia. Los escuchaba discutir sobre la falta del alquiler, sobre cómo yo “había huido” o “seguro me había ido al extranjero”. Ni se les cruzó por la cabeza que estaba a pocos metros de ellos, leyendo, trabajando online y viviendo en paz.
Hasta que, seis meses después, sucedió lo impensable: empezaron a tocar la puerta del desván. Llamaban mi nombre. Y querían… vivir conmigo.
Los primeros golpes fueron suaves, casi tímidos. Estaba revisando unos archivos del trabajo cuando escuché un toc-toc irregular en la madera. Pensé que sería el viento o alguna tubería expandiéndose por el cambio de temperatura, algo normal en una casa vieja. Pero luego escuché mi nombre.
—¿Lucía? —dijo la voz de Clara, apagada, como si temiera ser escuchada desde abajo—. ¿Estás ahí?
Solté el ordenador de inmediato. Nadie, absolutamente nadie, debía saber de mi espacio secreto. Me quedé inmóvil, conteniendo incluso la respiración. Quizá estaba hablando sola, intentado convencer a sus padres de algo absurdo. Pero entonces escuché otra voz: Tomás.
—Lucía, sabemos que puedes oírnos.
¿Cómo demonios podían estar tan seguros?
Apreté los dientes. Guardé silencio. Pasaron unos segundos y luego Clara habló de nuevo, esta vez con un tono que jamás le había escuchado.
—Por favor… déjanos pasar.
La frase se quedó suspendida en el aire. Me acerqué sin hacer ruido a la puerta secreta. Coloqué el oído.
—No podemos seguir viviendo abajo —continuó Mireia, la madre—. Todo está… es que ya no es seguro.
Me aparté, confundida. ¿Qué no era seguro? ¿El sótano? ¿La casa? ¿O había ocurrido algo más durante mi ausencia silenciosa?
Entonces escuché la frase que me heló la sangre:
—Tú tenías razón en no bajar —susurró Tomás—. Ojalá te hubiéramos escuchado.
Retrocedí un paso. Empecé a revisar mentalmente todas las interacciones del pasado, la insistencia obsesiva de que yo me mudara al sótano, sus discusiones nocturnas, su hostilidad cuando me negué. Y ahora… ¿ahora querían subir a vivir conmigo?
—Lucía —insistió Clara, golpeando suavemente—. Sabemos que estabas aquí. Lo descubrimos hace unas semanas. No queremos echarte. Solo… déjanos subir. Por favor.
Sentí un vuelco en el estómago. ¿Desde cuándo sabían? ¿Qué habían visto? ¿Habían revisado mi habitación antigua? ¿Habían encontrado la modificación en el armario? ¿Habían escuchado mis pasos? ¿Mis movimientos?
Lo inquietante no era solo que supieran dónde estaba. Lo verdaderamente alarmante era su desesperación. No sonaban enfadados, ni exigentes, ni manipuladores como antes. Sonaban… asustados.
Tomé aire y, por primera vez en meses, respondí:
—¿Qué pasó?
Hubo un silencio absoluto. Después de varios segundos, escuché un sollozo. Era Clara.
—Por favor, abre. No podemos contarlo aquí. No donde él puede oír.
Mi corazón empezó a latir con fuerza. ¿Él? ¿Quién era él? ¿Un intruso? ¿Un familiar? ¿Alguien viviendo en el sótano?
Me acerqué a la puerta secreta, apoyé la mano en la madera y pregunté:
—¿A quién temen? ¿Quién está abajo?
Tomás respondió con voz baja, quebrada:
—Lucía… no es alguien que llegó. Es alguien que nunca se fue.
Mis dedos temblaron sobre la cerradura interna. De repente, la historia del sótano, la insistencia, el miedo en sus voces… todo adquiría un sentido inquietante.
—Necesitamos que nos dejes entrar —susurró Mireia—. No queremos volver a bajar. No esta noche.
Me quedé inmóvil.
Por primera vez desde que creé mi escondite… no estaba segura de querer estar sola.
Decidí abrir la puerta solo unos centímetros. Quería ver sus rostros antes de tomar cualquier decisión. El armario empotrado se deslizó hacia un lado y la puerta oculta dejó pasar un hilo de luz desde el pasillo. Del otro lado estaban los tres: Clara, con el rostro pálido y ojeroso; Mireia, temblando; y Tomás, que sostenía una llave inglesa como si fuera una defensa improvisada.
—Entrad —dije finalmente.
Pasaron rápido y cerré de inmediato. Se agruparon en el centro de mi pequeño apartamento como si hubieran llegado a un refugio antiaéreo. Los observé en silencio unos segundos; parecían una familia muy distinta de la que me había hecho la vida imposible durante meses.
—Ahora habláis —pedí.
Tomás intercambió una mirada con su esposa y su hija. Finalmente respiró hondo.
—Lucía… el sótano no siempre estuvo alquilado. Tampoco lo reformamos como te dijimos. La verdad es que era la habitación de mi hermano, Raúl. Vivió aquí hasta que… bueno… hasta que perdió el control.
—¿Control de qué? —pregunté.
—De todo —contestó Clara, abrazándose los brazos—. Se volvió impredecible. Gritaba solo, rompía cosas, nos culpaba por todo. Un día atacó a papá.
Tomás asintió.
—No quisimos internarlo. Pensamos que… que podríamos ayudarle. Pero un día desapareció. O eso creímos.
Mireia cerró los ojos al recordarlo.
—Oímos ruidos en el sótano durante semanas, pero lo atribuimos a cañerías, a animales, a lo que fuera. Hasta que… hasta que empecé a notar comida desaparecida, cosas movidas, manchas en la escalera…
Yo ya intuía la conclusión.
—¿Él nunca se fue? —pregunté.
Clara negó lentamente.
—Papá encontró sus pertenencias escondidas detrás de la caldera. Y ayer… escuchamos su voz.
Un escalofrío me recorrió. No porque creyera en fantasmas —ellos mismos dijeron que no había nada sobrenatural— sino porque la idea de un hombre inestable viviendo oculto bajo la casa durante meses era infinitamente peor.
—¿Por eso me queríais en el sótano? —exigí, incapaz de contenerlo—. ¿Para que yo… lo distrajera?
—¡No! —exclamó Mireia—. Queríamos que alguien durmiera allí porque creímos que… que los ruidos eran imaginaciones nuestras. Que si otra persona no escuchaba nada, significaría que estábamos exagerando.
—Y además —añadió Tomás, bajando la mirada—, pensábamos que él nunca se atrevería a hacerle daño a una desconocida. Con nosotros… era diferente.
Me quedé muda. Ironía pura: me querían como prueba viviente de su cordura.
—¿Y ahora qué? —pregunté con frialdad.
Clara respiró hondo.
—Ahora necesitamos que nos ayudes a salir. No podemos bajar. Él está despierto. Lo escuchamos subir los primeros escalones hace una hora. Mamá y yo salimos corriendo. Papá logró cerrar la puerta, pero la cerradura no aguantará.
Tomás asintió.
—No tenemos a nadie más. Y tú eres la única que sabe del desván. Podríamos escapar por el tejado. Este lugar tiene salida al alero, ¿verdad?
Los tres me miraron con desesperación. Irónico: durante meses fui invisible. Y ahora era su única esperanza.
Miré hacia la pequeña ventana del tejado, evaluando distancias, riesgos, posibilidades reales. Podíamos llegar al tejado de la casa vecina si trepábamos con cuidado. Pero primero debíamos salir sin hacer ruido. Porque si Raúl estaba realmente ahí abajo y había escuchado algo…
Entonces se oyeron pisadas en la escalera.
Pesadas. Lentas. Subiendo.
Los cuatro nos quedamos paralizados.
La puerta del segundo piso crujió.
Tomás apretó la llave inglesa.
Clara se tapó la boca.
Mireia empezó a llorar en silencio.
Yo apagué todas las luces, respiré hondo y dije en voz baja:
—Nos vamos por el tejado. Ahora. Movedos.
Y mientras abría la ventana, escuchamos su voz por primera vez.
—Lucía… Sé que estás aquí.
La historia que comenzó con mis cosas tiradas en el césped… estaba a punto de terminar en un tejado oscuro, con un hombre inestable detrás de nosotros y ninguna certeza de lo que nos esperaba afuera.
Pero una cosa sí sabía:
Prefería enfrentarme al vacío del tejado antes que volver al sótano.
El aire frío de la madrugada golpeó mi rostro cuando abrí la ventana del desván. Afuera, el tejado inclinado estaba cubierto de polvo, hojas secas y fragmentos de tejas sueltas que crujían incluso con el viento. No era un camino seguro, pero era lo único que teníamos.
—Clara, sal tú primero —susurré.
Ella asintió, temblando, y se deslizó con cuidado hacia el borde exterior, apoyando pies y manos como si la casa pudiera desmoronarse en cualquier momento. Tomás ayudó a su esposa a subir mientras yo vigilaba la puerta secreta detrás de nosotros. Cualquier segundo podía abrirse.
Cuando por fin quedé yo, respiré hondo y salí al tejado. Cerré la ventana sin hacer ruido. Quise creer que eso serviría de barrera… pero sabía que no.
—Tened cuidado —dije casi inaudible—. Apuntaos al tejado de la casa de al lado. Está más bajo, podemos saltarlo.
Era verdad. Lo había medido semanas atrás, por si alguna vez necesitaba escapar yo sola. Nunca pensé que estaría huyendo con la familia que intentó echarme.
Comenzamos a avanzar lentamente, pero apenas habíamos dado cuatro pasos cuando escuchamos algo dentro de la casa: un golpe seco, luego otro. Después, una voz ronca.
—Aaaquí… están…
Mireia soltó un gemido ahogado. Tomás tomó aire como si se estuviera preparando para enfrentarse a algo inevitable. Clara empezó a moverse más rápido.
—¡Despacio! —susurré, extendiendo una mano para que no resbalara.
Demasiado tarde. Clara pisó una teja suelta, perdió el equilibrio y rodó un par de metros hacia abajo. Alcancé a agarrarla del brazo justo antes de que cayera al borde.
—No te sueltes —le dije entre dientes.
—No puedo… —sollozaba.
Tomás se acercó para ayudar, y entre los dos la subimos de nuevo a una zona más estable. El ruido de la caída había resonado como una campana en la noche silenciosa.
Y entonces lo escuchamos.
Golpe.
Golpe.
Golpe.
Era la puerta del desván.
Se estaba abriendo.
—¡Rápido! —exigí.
Avanzamos como pudimos por el tejado hasta llegar al punto donde debíamos saltar. Eran poco más de dos metros de diferencia, pero la caída entre una casa y otra era peligrosa. El tipo de caída que podía partirte una pierna.
—Yo primero —dije para no darles opción.
Tomé impulso, salté y aterricé con fuerza sobre las tejas de la casa vecina. Dolió, pero no me caí.
—¡Vamos! —urgué.
Clara saltó enseguida. Cayó mal, pero la agarré antes de que se deslizara.
Mireia dudó, mirando hacia atrás.
—No puedo dejarlo solo —susurró, refiriéndose a Tomás.
—¡Él está justo detrás! —le grité en voz baja—. ¡Salta ya!
Y lo hizo. Aterrizó con torpeza, pero ilesa. Tomás fue el último en prepararse.
Fue entonces cuando la ventana del desván se abrió de golpe, como si alguien la hubiera empujado con violencia. No era viento. No era accidente.
La luz interior iluminó una silueta encorvada, delgada, con el cabello enmarañado y la piel lívida por la falta de sol. Raúl. Sus ojos se movían como si no pudieran enfocar bien, pero aun así nos localizó.
—Lucía… —pronunció mi nombre con una sonrisa torcida—. Creí que vivías sola.
Tomás saltó justo en ese instante. Logró llegar a nuestro tejado, pero al aterrizar se torció la rodilla y cayó gritando.
El sonido llamó por completo la atención de Raúl.
Y entonces, por primera vez, lo escuché reír.
Una risa hueca, quebrada, que hacía vibrar el silencio de la noche.
—Si se van… —dijo inclinándose hacia adelante— voy con ustedes.
Y apoyó un pie fuera de la ventana.
Mi sangre se heló.
No estábamos huyendo hacia un lugar seguro. Solo habíamos comprado unos segundos. Aquel hombre no tenía intención de quedarse abajo. Nos seguiría. Por el tejado, por donde fuera.
Miré a Clara, que estaba pálida como el papel.
—Tenemos que bajar a la calle —dije—. ¡Ahora!
Porque una cosa era escapar de una casa.
Otra era escapar de alguien que ya no tenía nada que perder.



