En el funeral de mi esposo, recibí un mensaje de un número desconocido: ‘Estoy vivo. No confíes en los niños.’ Pensé que era una broma cruel. Luego llegó un segundo mensaje con una foto del escritorio de mi marido, con un círculo marcando un compartimento oculto. ‘El testamento real está aquí’…

El funeral de mi esposo, Arturo, transcurría con esa mezcla incómoda de silencios y frases aprendidas que nadie realmente quiere pronunciar. Me mantenía firme, casi automática, recibiendo condolencias como quien marca asistencia. Hasta que mi teléfono vibró.

Un número desconocido.
Un mensaje corto: “Estoy vivo. No confíes en los niños.”

Por un instante, pensé que había leído mal. Después, sentí que la sangre se me iba a los pies. Miré a mi alrededor, buscando a mis hijastros —Claudia y Marcos— hablando entre ellos con la misma indiferencia de siempre. ¿Quién podría ser tan cruel como para gastar una broma así, justamente hoy?

Intenté ignorarlo, pero el teléfono vibró de nuevo.

Esta vez, era una foto. La reconocí al instante: el escritorio antiguo de Arturo, aquel que él había heredado de su padre y que siempre mantuvo bajo llave. En la imagen, alguien había marcado con un círculo rojo una tabla del lateral derecho, justo donde el tallado tenía una pequeña imperfección.
Debajo, el texto decía: “El testamento real está aquí.”

Sentí un nudo en el estómago. Arturo y yo habíamos hablado del testamento solo un par de veces, siempre brevemente, siempre con cierta evasión por su parte. Cuando murió, Claudia y Marcos se apresuraron a llevar la documentación al abogado de la familia. Yo no cuestioné nada; estaba demasiado aturdida. Pero ahora, con estos mensajes, algo empezaba a encajar en un lugar incómodo.
¿Y si Arturo había ocultado algo? ¿Y si alguien sabía más de lo que yo imaginaba?

Guardé el teléfono y me acerqué al escritorio mentalmente. Lo recordaba pesado, macizo, imposible de mover sola. Si realmente había un compartimento secreto, yo no había tenido la menor idea.
Y entonces, la duda más inquietante: ¿quién me enviaba esto?
¿Arturo? Imposible. Yo vi su cuerpo. Lo reconocí. Lo toqué.

La ceremonia terminó y regresé a casa con el mensaje repitiéndose en mi mente como un eco perverso. No quería precipitarme ni caer en el juego de un desconocido, pero tampoco podía ahogar la intuición que me carcomía desde hacía semanas: Arturo había estado raro antes de morir. Nervioso. Distante. Y sus hijos también.

Cuando entré en la casa vacía, fui directo al estudio. Encendí la luz, respiré hondo y me arrodillé ante el escritorio. Pasé los dedos por el borde tallado.

Y vi la imperfección.
La misma de la foto.
La que nunca antes había notado.

Mi corazón empezó a acelerar.

Empujé la madera y escuché un pequeño clic.

El panel se desplazó apenas un centímetro.

Y entonces, supe que mi vida estaba a punto de dividirse en un antes y un después.

Tomé una linterna y, con manos temblorosas, abrí el compartimento por completo. Dentro había un sobre grueso, amarillento por el tiempo y atado con una cinta roja. No tenía nombre ni fecha, pero reconocí la caligrafía en el reverso: la de Arturo.

Me quedé sentada en el suelo, escuchando únicamente mi respiración acelerada y el tic-tac distante del reloj del pasillo. Abrí el sobre con cuidado. Dentro había un documento mecanografiado, pero firmado a mano. Era claramente un testamento… diferente al que Claudia y Marcos habían presentado después de la muerte de Arturo.

Y mi nombre aparecía en él mucho más de lo que esperaba.

En esta versión, Arturo me dejaba la casa, el terreno de su familia y la mayoría de las acciones de la empresa vinícola. Para Claudia y Marcos, en cambio, solo había una asignación modesta. Nada que ver con el testamento oficial, donde prácticamente me dejaban fuera.

El testamento real estaba fechado dos años antes. El “oficial”, en cambio, solo seis meses antes de su muerte.
Un escalofrío me recorrió la espalda.

¿Mis hijastros lo habían forzado a cambiarlo? ¿Lo habían falsificado?
¿O Arturo realmente cambió de opinión y decidió esconder esta versión por alguna razón?

Mi mente estaba llena de preguntas, pero antes de que pudiera procesarlas, la puerta del estudio se abrió sin previo aviso.
Di un salto y escondí el sobre detrás de mi espalda.

Era Marcos.

—Te estaba buscando —dijo con una sonrisa que no alcanzaba los ojos—. Solo quería saber si estabas bien después del funeral.
—Sí… sí, estoy bien —mentí.

Marcos miró alrededor del estudio. Su mirada se detuvo en el escritorio por un segundo demasiado largo.

—Qué raro verte aquí —comentó—. Papá no dejaba que nadie tocara sus cosas.

Sentí como si me ahogara.
—Solo… vine a recordar.
—Claro —respondió él, inclinando apenas la cabeza.

Hubo un silencio espeso, incómodo.

—Por cierto —añadió—. Mañana vendrá el abogado temprano. Necesitaremos que estés en casa. Hay algunos temas del testamento que debemos revisar. —Sonrió—. El oficial.

El oficial.
Me quedé helada.

Cuando se fue, esperé a escucharlo salir de la casa antes de cerrar el compartimento y guardar el sobre en mi bolso. Lo protegería con mi vida si era necesario.

Apenas Marcos se marchó, el teléfono vibró de nuevo.

“No abras la puerta mañana. Ellos saben que lo encontraste.”

Sentí el aire escaparse de mis pulmones.

Alguien me estaba vigilando.

La noche se me hizo eterna. Intenté dormir, pero cada crujido de la casa me ponía alerta. A las tres de la madrugada, incapaz de soportar la ansiedad, le envié un mensaje al número desconocido:
“¿Quién eres? ¿Qué quieres?”

Pasaron minutos.
Luego, una respuesta:
“Fui el contador de Arturo. Él sabía que su vida corría peligro.”

Me quedé inmóvil, leyendo y releyendo esas palabras. Recordé que, meses antes, Arturo había despedido repentinamente a su contador después de más de quince años trabajando juntos. Dijo que era por “diferencias administrativas”. Nunca supe más.

Escribí de nuevo:
“¿Qué le pasó realmente a mi esposo?”

La respuesta llegó rápido:
“No falleció de un infarto. No fue casualidad. Sus hijos tenían acceso a tus finanzas, a la empresa, a todo. Arturo descubrió movimientos sospechosos poco antes de morir. Iba a denunciarlos.”

Sentí que el corazón me latía en los oídos.

“¿Por eso hicieron cambiar el testamento?”
“O lo falsificaron. Él te dejó todo para protegerte. Era su forma de cortarles el acceso.”

Me tapé la boca con una mano para no gritar.

“¿Crees que ellos lo…?”
“No tengo pruebas. Pero él tenía miedo. Mucho.”

Me quedé paralizada.
Entonces llegó otro mensaje, más frío, más urgente:

“Escucha con atención. En el testamento que encontraste, Arturo dejó instrucciones en una hoja adicional. Búscala. Te dirá dónde están las copias de respaldo y los documentos de fraude.”

Corrí hacia mi bolso, saqué el sobre y revisé el contenido. Allí estaba: una hoja doblada en cuatro, escrita a mano.

La abrí:

“Si estás leyendo esto, es porque lo que temía ha ocurrido. Confía en nadie más que en el contador. Él sabrá qué hacer. Y sobre todo: no te quedes sola con los niños.”

Sentí que me faltaba el aire. En ese momento, escuché pasos fuera de la casa. Lentos. Medidos.

El teléfono vibró:
“Sal ahora. No por la puerta. La ventana del estudio da al vecino. Te espero afuera.”

Mi instinto se activó. Tomé mi bolso, guardé los documentos y abrí la ventana con cuidado. Afuera, la noche estaba fría y silenciosa. Me deslicé por el marco, aterrizando torpemente en el césped.

En cuanto di dos pasos, la puerta principal de la casa se abrió de golpe.
Las voces de Claudia y Marcos resonaron en el interior.

—¡Mamá! —llamó Claudia—. Sabemos que estás despierta.

No lo dijeron con cariño.
Lo dijeron como un aviso.

Corrí.
Corrí con toda la fuerza que me quedaba.

Y mientras avanzaba hacia la oscuridad de la calle, una sola certeza me impulsaba:
Arturo había muerto intentando protegerme.

Ahora me tocaba a mí descubrir la verdad y sobrevivir para contarlo.