Cuando María del Campo, una mujer de treinta y siete años, salió de su piso en Alcorcón la tarde del 17 de abril de 2013, nadie imaginó que sería la última vez que se la vería con vida durante años. Le dijo a su marido, Javier Robledo, que solo iba a bajar al supermercado de la esquina para comprar pasta, café y unas verduras para la cena. Llevaba una chaqueta ligera, el bolso habitual y su móvil, que todavía tenía un 40% de batería según las comprobaciones posteriores de la policía.
El trayecto desde su portal hasta el supermercado no tomaba más de cinco minutos. Era una zona transitada, con cámaras de tráfico y comercios abiertos. Sin embargo, María desapareció en ese breve recorrido, como si se hubiese disuelto entre el ruido de los coches y el olor a pan recién hecho de la panadería de la avenida.
A las dos horas, cuando Javier vio que no regresaba, intentó llamarla. El móvil sonó tres veces antes de pasar al buzón de voz. Al principio pensó que se habría encontrado con una amiga, pero a las nueve de la noche ya estaba nervioso. Bajó a buscarla, preguntó en el supermercado —el encargado aseguró que María nunca había entrado— y luego recorrió las calles adyacentes. Nada. Como si jamás hubiera estado allí.
A medianoche denunció la desaparición. La policía activó un protocolo inmediato, pues no era habitual que una mujer desapareciera así, sin motivo y sin rastro. Revisaron cámaras, entrevistaron vecinos, pidieron grabaciones de comercios. En ninguna cámara aparecía María después de salir del portal.
Los agentes comenzaron a sospechar que quizás no había llegado a salir de su calle, lo que transformó el caso en algo más oscuro. Javier colaboró desde el primer momento, permitió el registro de la vivienda y entregó voluntariamente su móvil. Durante días, la prensa local publicó notas breves; la familia empapeló la ciudad con carteles; y voluntarios participaron en búsquedas improvisadas por parques y descampados.
Pero las pistas no avanzaban. No había señales de violencia, ni indicios de una desaparición voluntaria: María había dejado el portátil encendido, la ropa tendida en el balcón y un correo de trabajo sin terminar. Su cartera, con dinero y documentación, tampoco apareció en ningún contenedor cercano. Era como si alguien la hubiera interceptado en el único ángulo ciego de toda la calle.
Doce años después, en 2025, cuando todos creían que la verdad jamás emergería, una llamada anónima reabrió el caso y obligó a revisar lo que los investigadores habían pasado por alto.
Lo que esa llamada contenía cambiaría por completo la versión oficial… y revelaría un secreto que había permanecido enterrado más de una década.
La llamada llegó una mañana de febrero de 2025. Era una voz masculina, distorsionada, que solo dijo:
—Busquen en los contenedores del polígono industrial de Ventorro del Cano. Allí está todo lo que ignoraron.
La policía tomó la advertencia con cautela. Las llamadas anónimas eran comunes en los casos mediáticos, pero había algo distinto: el informante mencionó un contenedor concreto que había sido retirado el mismo día de la desaparición de María. Al revisar los archivos, comprobaron que aquel contenedor había sido enviado a una planta de reciclaje en Toledo. El hallazgo fue suficiente para solicitar una inspección.
En la planta, entre papeles antiguos y restos compactados, encontraron algo inesperado: el bolso de María, intacto, protegido en el interior de una caja de cartón rígida. Dentro estaban su cartera, su documentación y un ticket arrugado de un cajero donde había intentado retirar dinero solo veinte minutos antes de desaparecer. El ticket probaba que sí había salido del portal y que había llegado hasta una calle paralela al supermercado.
¿Por qué la cámara de esa zona no había registrado su paso?
La segunda revelación llegó con el análisis de una cámara privada de una nave industrial —una grabación que, en 2013, nadie había solicitado porque el local estaba en reformas. En ese video borroso se veía algo estremecedor: una furgoneta blanca deteniéndose frente a María, y a un hombre bajando del vehículo para hablar con ella. No se apreciaba violencia, al menos no en esos segundos, pero sí se veía cómo María miraba a su alrededor, dudaba… y finalmente subía a la furgoneta.
El número de matrícula era ilegible, pero la policía logró reconstruir parcialmente los números. Tras cruzarlos con registros antiguos, surgieron nueve posibles vehículos. Uno pertenecía a Miguel Barrios, un transportista autónomo que en 2013 vivía a diez minutos de la zona. Había sido interrogado en su momento debido a que trabajaba por la zona, pero no había pruebas para vincularlo al caso.
En 2025, sin embargo, surgió otro dato inquietante: Miguel se había mudado a Portugal un mes después de la desaparición y había vendido la furgoneta a un desguace. Cuando la policía portuguesa localizó al hombre, éste negó haber visto a María, pero se mostró nervioso, contradictorio y evitó explicar por qué había salido de España tan precipitadamente.
Las sospechas crecieron cuando un antiguo compañero suyo declaró, de forma extraoficial, que Miguel había tenido “problemas” con una mujer exactamente en esas fechas, y que la había escuchado gritar dentro de la furgoneta una tarde de abril. No había denunciado nada por miedo a represalias.
La policía reabrió formalmente el caso y, por primera vez en doce años, apareció una hipótesis contundente: María no se había ido… la habían obligado a subir a aquella furgoneta.
Pero aún faltaba lo más perturbador: el verdadero motivo.
La clave definitiva surgió cuando se revisaron los movimientos bancarios de Miguel en 2013. Había recibido varios pagos de una empresa de logística que, en teoría, no tenía relación con su actividad. Uno de esos pagos coincidía exactamente con el día de la desaparición de María. La policía investigó y descubrió que la empresa, “TransIbérica Servicios”, había sido disuelta en 2016 y pertenecía en realidad a un entramado usado para encubrir trabajos de vigilancia, cobros de deudas y actividades de intimidación.
Ninguna de esas actividades era ilegal per se, pero la conexión levantó sospechas. Al profundizar, encontraron algo inesperado: uno de los clientes de TransIbérica era un prestamista local que, en 2013, tenía litigios abiertos con varias familias del barrio… incluida la familia de Javier, el marido de María. Javier nunca mencionó nada porque, según declaró después, todo se había resuelto años antes.
Sin embargo, un documento rescatado del archivo municipal demostraba que la deuda nunca se había cancelado del todo. El prestamista, conocido por usar métodos extralegales para “presionar”, pudo haber contratado a Miguel para intimidar. Lo que debía ser un simple aviso se había convertido en una tragedia.
Frente a nuevas pruebas, la policía volvió a interrogar a Javier. Entonces ocurrió lo inesperado: confesó. No había ordenado ningún secuestro, pero sí había ocultado información crucial. Admitió que, días antes de la desaparición, había recibido amenazas veladas relacionadas con esa deuda antigua. Temió que revelar eso en 2013 lo convertiría en sospechoso principal, y decidió callar.
Cuando se le preguntó si creía que la desaparición de su esposa tenía relación con aquel conflicto, rompió a llorar.
—Ella no tenía nada que ver —repitió una y otra vez.
El punto final llegó cuando Miguel, acorralado por las pruebas y por la declaración de su excompañero, acabó derrumbándose ante la policía portuguesa. Confesó que había sido contratado para recoger a María y “darle un susto”. La versión oficial decía que la mujer debía ser liberada esa misma noche, pero él aseguró que María entró en pánico, forcejeó, cayó mal dentro del vehículo y sufrió un golpe fatal. Aterrorizado, decidió ocultar el cuerpo.
Miguel condujo hasta un viejo almacén abandonado en las afueras de Toledo, donde enterró a María bajo una capa de hormigón. La policía tardó dos días en excavar el lugar. El hallazgo se confirmó el 26 de febrero de 2025.
La verdad, al fin, había emergido.
El caso se cerró con la condena de Miguel por homicidio imprudente y ocultación de pruebas, y con una investigación paralela contra los responsables de la empresa pantalla. Javier, absuelto de delitos, quedó marcado por la culpa de haber callado aquello que quizá habría salvado a María.
Doce años después de salir a comprar algo “solo un momento”, María por fin regresó a casa, no como todos esperaban, pero envuelta en la verdad que tanto tiempo le fue negada.



