Cuando entré en la consulta, esperaba que aquella fuera la revisión más rutinaria de mi embarazo. Tenía doce semanas y, aunque las náuseas no me daban tregua, me consolaba pensar que todo formaba parte del proceso. El doctor Herrera, un hombre siempre sereno, me saludó con su sonrisa habitual, aunque esa mañana había algo apagado en su mirada.
—Vamos a ver cómo está ese bebé —dijo mientras preparaba el ecógrafo.
Me recosté y levanté la blusa. El gel frío me hizo estremecer. La imagen borrosa comenzó a tomar forma en la pantalla: el pequeño cuerpo, el latido irregular pero presente, los contornos que yo había aprendido a reconocer en videos y libros. Era mi bebé. Mi primera emoción fue alivio… pero duró muy poco.
El doctor dejó de mover el transductor. Sus ojos se estrecharon, y por un instante pensé que estaba evaluando algo complejo, pero luego noté un gesto que jamás le había visto: sus manos temblaron.
—¿Pasa algo? —pregunté, sintiendo cómo el aire se volvía más denso.
No respondió de inmediato. Tragó saliva, se retiró un paso y revisó el monitor, como buscando confirmar algo que no quería aceptar.
—Voy a imprimirte los resultados… y quiero que escuches con atención lo que voy a decirte —susurró finalmente.
Imprimió las imágenes, pero antes de entregármelas, pareció debatirse internamente. Su respiración era pesada. Entonces, con voz baja, casi quebrada, me dijo:
—Cuando salgas de aquí… mantente alejada de tu marido.
Sentí cómo la sangre se me retiraba del rostro.
—¿Qué…? Doctor, ¿por qué dice eso?
Él me entregó los papeles con manos temblorosas.
—No puedo darte detalles aquí, no sin más exámenes. Pero lo que veo en estas imágenes no es normal… y podría estar relacionado con algo grave. Muy grave. Necesito que vengas mañana a primera hora para estudios más precisos. Y hasta entonces… no lo confrontes, no le digas nada. Es por tu seguridad.
Mi respiración se volvió errática. Pensé en Luis, en cómo me había acompañado a todas las citas anteriores, en su entusiasmo por ser padre. Jamás habría imaginado que el médico pudiera relacionarlo con algo peligroso.
—¿Está en riesgo mi bebé? —logré pedir.
Herrera cerró los ojos un instante.
—No lo sé… pero necesito asegurarme de que estás a salvo.
Salí del consultorio como si mis pasos no me pertenecieran. No entendía nada. Apreté el sobre con los resultados contra mi pecho. Afuera, vi que mi marido me esperaba en el auto, sonriendo, levantando la mano para saludarme… y por primera vez, sentí miedo.
Guardé las imágenes de la ecografía en mi bolso antes de que Luis pudiera verlas. Me subí al auto intentando mantener la calma, pero mis manos delataban mi ansiedad. Él me miró con preocupación.
—¿Todo bien? —preguntó, inclinándose para darme un beso en la frente.
Asentí rápidamente.
—Sí, solo me siento un poco mareada. Ya sabes, normal.
Luis encendió el motor sin insistir. Siempre había sido comprensivo, pero ese día su silencio me pareció distinto, como si también ocultara algo. El camino a casa se me hizo interminable. Cada palabra del doctor resonaba una y otra vez en mi cabeza: mantente alejada de tu marido.
Esa noche, fingí estar cansada y me acosté temprano. Esperé a que Luis se durmiera para abrir el sobre con los resultados. Miré las imágenes detenidamente, comparándolas con ecografías normales que había visto antes. No entendía nada. Entonces descubrí una nota escrita a mano por el doctor detrás de una de las impresiones:
“No uses el teléfono de la casa. Si necesitas contactar, llama desde un número seguro.”
Mi corazón comenzó a golpearme el pecho. ¿Qué tenía que ver esto con mi marido?
Decidí que debía obtener respuestas por mi cuenta antes de caer en la paranoia. Así que esperé a que Luis se fuera al trabajo a la mañana siguiente y salí rumbo al consultorio del doctor Herrera, sin avisarle.
Cuando llegué, la recepcionista me informó que el doctor no estaba. Había llamado temprano diciendo que debía ausentarse por “una emergencia personal”. Algo no cuadraba. Me quedé en la sala de espera, dudando. Finalmente, la recepcionista se acercó.
—Me pidió que le entregara esto si usted venía —dijo, pasándome un sobre pequeño.
Dentro había una dirección y una hora: 16:30 — Laboratorio Clínico Torres.
Miré el reloj. Faltaban cuatro horas. No podía regresar a casa; temía que Luis sospechara algo. Así que fui a una cafetería cercana y pasé el tiempo tratando de no imaginar lo peor.
A la hora indicada, me dirigí al laboratorio. El edificio era antiguo, casi vacío. Una enfermera me hizo pasar a una sala pequeña donde el doctor Herrera me esperaba, visiblemente nervioso.
—Gracias por venir —dijo cerrando la puerta—. No podía recibirla en la clínica.
—Doctor, por favor, dígame la verdad. ¿Qué tiene esto que ver con mi esposo?
Él respiró hondo.
—Los resultados de tu ecografía muestran alteraciones compatibles con exposición prolongada a un tipo específico de sustancia tóxica. Una sustancia que no se encuentra de manera casual… sino que suele utilizarse en ciertos entornos laborales muy restringidos. Tu historial clínico no muestra ninguna fuente posible.
Me miró fijamente.
—Pero tu esposo sí trabaja en un lugar donde esa sustancia está presente. Y no debería traerla a casa. Jamás.
El suelo pareció moverse bajo mis pies.
Me quedé en silencio, incapaz de reaccionar. Luis siempre había sido reservado respecto a su trabajo. Sabía que estaba en una empresa de manejo químico, pero jamás habló de detalles. Yo tampoco había preguntado demasiado, pensando que eran procedimientos rutinarios. Pero ahora todo adquiría una dimensión completamente distinta.
—Doctor… ¿está diciendo que él me ha estado… envenenando? —pregunté con un hilo de voz.
—No estoy afirmándolo —respondió Herrera—. Estoy diciendo que hay evidencia de exposición. Y que si él no te lo dijo, o si ignoró protocolos, podría representar un riesgo para ti y para el bebé. Necesito más análisis para saber el nivel exacto de daño, pero mi deber es protegerte. Y por eso te pedí que te alejaras.
Sentí una mezcla de rabia y terror. ¿Por qué Luis no me había explicado nada? ¿Era negligencia… o algo peor? Decidimos hacer pruebas adicionales de sangre y orina allí mismo. El doctor prometió tener resultados preliminares en 24 horas.
Al salir, dudé entre irme a casa o buscar refugio. Terminé pidiendo una habitación en un pequeño hotel y apagando mi teléfono. No quería que Luis rastreara mi ubicación.
Esa noche, mientras intentaba dormir, repasé los últimos meses: las veces que Luis llegaba con la ropa oliendo “extraño”, las discusiones recientes por temas insignificantes, su insistencia en que yo no visitara su lugar de trabajo. Todo lo que antes parecía normal ahora se teñía de sospecha.
A la mañana siguiente, el doctor me llamó desde un número desconocido.
—Los resultados confirman exposición —dijo sin rodeos—. No en cantidades mortales, pero sí suficientes para afectar el desarrollo del embarazo. Quiero que vengas al hospital para un seguimiento inmediato.
—¿Y sobre Luis? —pregunté.
Hubo un silencio.
—La sustancia detectada coincide con la que se usa en su planta. Ya informé a las autoridades sanitarias. Ellos evaluarán si hay negligencia laboral… o algo más.
Mi cuerpo temblaba. Tomé un taxi al hospital. Mientras esperaba en una sala blanca, el doctor entró con una carpeta en la mano.
—Hay algo más que debes saber —dijo con seriedad—. Revisé tus controles anteriores y las fechas de exposición estimadas. Coinciden con el periodo en que tu esposo estuvo trabajando en un proyecto experimental altamente restringido. Él firmó protocolos que prohíben estrictamente llevar cualquier partícula contaminante fuera del área designada. Si lo hizo… fue una violación grave.
Me miró con empatía.
—Pero no hay indicios de que lo hiciera deliberadamente. Podría haber sido por descuido o por intentar ocultarte la presión laboral que estaba soportando.
Sentí un nudo en la garganta. No sabía si eso me consolaba o me dolía más.
Esa tarde, finalmente, Luis me llamó. Sonaba desesperado.
—¿Dónde estás? La empresa recibió una auditoría inesperada. Dicen que hubo una filtración… necesito hablar contigo.
Y por primera vez, yo tenía algo que él no esperaba: la verdad.



