En la fiesta de mi marido, nuestra hija de cuatro años señaló a una mujer y dijo: “Mami, esa es la señora de los gusanos”. Al principio me reí, pensando que estaba diciendo una tontería… hasta que se acercó y me susurró el secreto que su papá le había hecho jurar que no contara

La fiesta de cumpleaños de mi marido, Javier, estaba en pleno auge cuando nuestra hija de cuatro años, Lucía, tiró suavemente de mi falda. Había globos azules colgando del techo del salón y un bullicio agradable de risas, música suave y el tintinear de copas. Yo estaba hablando con unas compañeras de trabajo de Javier cuando la mano cálida y pequeña de Lucía me obligó a agacharme.

Mamá, mamá —susurró, señalando hacia la terraza donde una mujer elegante conversaba con un grupo de invitados—. Esa es la señora de los gusanos.

Solté una carcajada automática, creyendo que mi hija estaba diciendo alguna de sus ocurrencias habituales. Pero la risa se me congeló en la garganta cuando la miré: sus ojos grandes, marrones, estaban completamente serios. No había rastro de juego.

—¿La señora de los qué? —pregunté bajito, aún sonriendo por cortesía.

De los gusanos —repitió, muy despacio, mirándome como si no entendiera por qué yo no lo veía tan claro como ella.

Seguí la dirección de su dedo. La mujer era Clara, una arquitecta que Javier había mencionado varias veces, siempre de forma casual, siempre en relación con algún proyecto. Vestía un vestido verde oscuro que le caía como una segunda piel y tenía la sonrisa de alguien que se mueve cómoda en cualquier entorno.

—Cariño —le dije a Lucía—, eso no tiene sentido. ¿Qué quieres decir?

Lucía se acercó aún más y, como si estuviera revelando algo prohibido, murmuró:

Papá me dijo que no lo contara. Que era nuestro secreto. Pero la señora tiene gusanos… aquí —señaló su muñeca—. Dice que papá también los tiene.

Sentí un escalofrío ascenderme por la espalda. Fue un instinto primitivo, algo que no pasaba por la razón, pero que me obligó a mirar de nuevo a Clara. Yo no veía nada, por supuesto. Y sin embargo, había algo en la frase de Lucía que no sonaba a fantasía infantil. Había un peso detrás, un eco que me inquietó más de lo que quise admitir.

—¿Qué gusanos? —pregunté, con la voz aún baja, pero ahora tensa.

Lucía frunció los labios, como si recordara una instrucción precisa.

Los que se meten por dentro —dijo—. Los que pican si les dices que no.

Mi corazón dio un brinco. Miré hacia la terraza en ese instante y vi a Clara inclinarse hacia mi marido. Javier reía; ella también. Una risa demasiado sincronizada. Demasiado cómoda.

—¿Cuándo te dijo papá eso? —pregunté, tragando saliva.

Lucía se encogió de hombros, como si fuera obvio.

Cuando fuimos a su “casa secreta”. Y volvió a señalar a Clara.

El salón pareció quedarse sin aire. De pronto, las voces, la música, las risas… todo se volvió lejano, borroso. Y entendí que esa frase, dicha por una niña de cuatro años, acababa de abrir una puerta que no se podría cerrar.

Los siguientes días me moví como una sombra dentro de mi propia casa. No confronté inmediatamente a Javier; algo en mi interior me pedía calma, observación, estrategia. Las palabras de Lucía me repetían como un eco: “La casa secreta”. Y Clara. Siempre Clara.

Comencé a fijarme en los detalles. En cómo Javier llegaba más tarde de lo habitual, en cómo dejaba el móvil boca abajo, en cómo se duchaba nada más entrar. No tenía pruebas… pero tenía señales. Y una hija que no mentía.

Una tarde, cuando Javier salió supuestamente a una reunión, busqué su chaqueta. Revisé los bolsillos con manos temblorosas. Entre recibos y llaves encontré una tarjeta: “Estudios Áurea — Arquitectura y Rehabilitación”. El nombre de Clara estaba escrito al reverso, junto con un número y una dirección.

Respiré hondo. Podía llamar. Podía ir. Podía enfrentar. Pero decidí hacer algo más silencioso: preguntar de nuevo a Lucía, sin presionarla.

—Cariño —dije mientras jugábamos con piezas de madera—, ¿te acuerdas cuándo fuiste con papá a esa casa?

Lucía asintió mientras encajaba bloques.

—Sí. La que huele a pintura.

—¿Pintura?

—Sí. Y polvo. Y había una cama en el suelo. Papá dijo que era para descansar cuando tenía mucho trabajo.

Sentí un nudo en el estómago. Aquello no sonaba a despacho. Y desde luego no sonaba a visita profesional.

—¿Y los gusanos? —pregunté suavemente.

Lucía se encogió, incómoda.

—La señora Clara dijo que eran como gusanos… pero no de verdad. Que eran cosas que se mueven aquí —tocó su muñeca— cuando haces cosas malas.

Su inocencia hacía el relato aún más inquietante. Culpa, pensé. Culpa. Clara, en un intento de mitificar algo para explicárselo a una niña. ¿Una relación? ¿Un secreto compartido?

Decidí actuar. Al día siguiente pedí permiso en el trabajo y tomé un taxi hasta la dirección de la tarjeta. Era un edificio antiguo, en una calle estrecha del centro de Madrid. Toqué el timbre: Estudio Áurea. Nadie respondió. Me asomé al portón y lo vi entreabierto por el repartidor que salía.

Subí las escaleras con el corazón desbocado. El estudio estaba vacío. Mesas, planos, cartones con muestras de materiales. Pero al fondo había una puerta entornada. La empujé.

Era una habitación pequeña. Una cama individual en el suelo, sin sábanas. Unas zapatillas masculinas. Un perfume que conocía demasiado bien: el de Javier.

Sentí que las piernas me fallaban.

Al girarme para salir, escuché pasos en el pasillo. Me quedé inmóvil. La puerta se abrió del todo.

Clara estaba allí.

Me miró como si hubiera estado esperándome.

—Sabía que acabarías viniendo —dijo, sin un atisbo de sorpresa—. Tu hija habló, ¿verdad?

El aire se volvió insoportablemente pesado.

No pude decir ni una palabra. Clara, por el contrario, parecía terriblemente tranquila. Cruzó los brazos, apoyándose en el marco de la puerta.

—No es lo que piensas —comenzó.

Solté una risa amarga.

—Ilumíname entonces. Porque mi hija mencionó una “casa secreta”, una cama en el suelo… y gusanos. ¿Qué demonios significa eso?

Clara respiró hondo y me hizo un gesto para que saliera al pasillo. Cerró la puerta detrás de nosotras.

—No estoy teniendo una aventura con Javier —dijo con firmeza—. Pero sí… él ha estado ocultándote algo.

Sentí un vuelco. No sabía si creerla, pero continuó:

—Javier no está bien. Hace meses que viene aquí. No conmigo —aclaró—, sino solo. Dice que necesita un lugar lejos de todo. A veces pasa horas tumbado sin decir nada. Otras veces llora. Yo me preocupé. Pero no supe cómo hablar contigo sin traicionarlo.

La información me golpeó de frente. No era lo que esperaba. Y, sin embargo, no aliviaba exactamente nada.

—¿Y los gusanos? —pregunté.

Clara frunció el ceño, como si recordara algo incómodo.

—Eso… se me escapó un día delante de Lucía. Le dije que cuando uno guarda cosas malas dentro, como secretos que le hacen daño, es como si tuviera gusanos en las venas. Fue una metáfora torpe. No pensé que ella se lo tomaría tan literal.

De pronto, todo empezó a encajar de un modo distinto. Clara no era la amante. Era, en cierto modo, alguien que había visto una parte de mi marido que yo desconocía.

—¿Por qué hay una cama? —pregunté.

—Porque a veces viene tan alterado que no puede conducir. Y no quiere que tú lo veas así.

El nudo en mi garganta era insoportable.

—¿Y por qué no me lo dijo?

Clara bajó la mirada.

—Porque le da vergüenza. Porque cree que debe ser fuerte todo el tiempo. Y porque piensa que si admitía que necesitaba… esto —señaló la habitación—, te decepcionaría.

No supe qué sentir. Rabia. Tristeza. Culpa. Todo estaba ahí, mezclado y agitado.

Salí del edificio tambaleándome. Necesitaba aire, perspectiva, algo. Y al llegar a casa encontré a Javier sentado en el salón, con las manos cubriéndose el rostro.

Me miró apenas entré.

—Clara me llamó —dijo—. Ya lo sabes todo.

Me quedé de pie frente a él.

—No sé nada —respondí—. Porque tú no me lo has contado. Dime la verdad.

Javier respiró tembloroso.

—No es infidelidad. Es… ansiedad. Ataques. No podía dormir. No quería que tú y Lucía me vierais así. Clara me ofreció su estudio como un sitio donde refugiarme. Yo… lo acepté. Pero debí habértelo dicho. Lo sé.

La tensión en mi pecho se aflojó un poco. No porque fuera fácil perdonar, sino porque al fin tenía algo concreto entre las manos: la verdad.

Me senté a su lado.

—No necesitamos secretos —le dije—. Ni casas escondidas. Ni metáforas de gusanos. Necesitamos que hables conmigo.

Él asintió, con lágrimas silenciosas.

Y por primera vez en mucho tiempo, sentí que algo comenzaba —no a romperse— sino a repararse.