Todas las enfermeras que habían cuidado de un hombre en coma durante más de tres años comenzaron a quedarse embarazadas una tras otra, dejando completamente desconcertado al médico supervisor. Pero cuando instaló en secreto una cámara oculta en la habitación del paciente para descubrir qué ocurría en su ausencia, lo que vio lo impulsó a llamar a la policía presa del pánico

{"aigc_info":{"aigc_label_type":0,"source_info":"dreamina"},"data":{"os":"web","product":"dreamina","exportType":"generation","pictureId":"0"},"trace_info":{"originItemId":"7572544105784397064"}}

El Hospital General de Toledo era conocido por su profesionalismo y tranquilidad, pero desde hacía meses un rumor inquietante circulaba entre los pasillos: cuatro enfermeras del turno nocturno habían quedado embarazadas con apenas semanas de diferencia. La coincidencia era demasiado extraña, especialmente porque todas ellas trabajaban en la misma planta: la Unidad de Cuidados Prolongados, donde se encontraba Hernán Cifuentes, un hombre en coma desde hacía más de tres años tras un accidente de tráfico.

El doctor Álvaro Ríos, supervisor de la planta, era un profesional meticuloso y poco dado a las supersticiones. Al principio atribuyó los embarazos a simples coincidencias, pero cuando la quinta enfermera, Elena Navarro, le anunció con voz temblorosa que también esperaba un hijo, algo dentro de él se quebró. Las cinco mujeres eran jóvenes, responsables, y ninguna mantenía una relación sentimental estable. Más curioso aún: todas coincidían en que sus síntomas comenzaron apenas días después de haber cubierto turnos en la habitación de Hernán.

Álvaro intentó buscar explicaciones médicas. Analizó las historias clínicas, revisó protocolos, realizó pruebas de contaminación accidental. Nada. Ninguna de las enfermeras compartía medicaciones, ni tratamientos hormonales, ni había habido fallos en la manipulación de materiales biológicos. Todo era normal… excepto lo que no podía explicar.

Una madrugada, sentado en su despacho, Álvarez repasó por enésima vez los informes. Notó un detalle inquietante: todos los embarazos se relacionaban con turnos en los que él no estaba presente, normalmente entre las 2:00 y las 4:00 de la madrugada. Una franja horaria en la que el silencio absoluto reinaba en la planta.

Movido por una mezcla de profesionalismo y angustia, decidió hacer algo que jamás habría considerado bajo circunstancias normales: instalar una cámara oculta en la habitación de Hernán, enfocada discretamente hacia la puerta y la cama. No informó a nadie. No pidió permisos. Solo quería entender qué demonios estaba ocurriendo.

Dos noches después, al revisar las grabaciones, se encontró con horas de absoluta calma… hasta que, a las 3:17 de la madrugada, algo se movió. Álvaro se inclinó hacia la pantalla, el corazón acelerado.

La puerta de la habitación se abrió lentamente. No era una enfermera. Tampoco un médico. Era un hombre alto, vestido con ropa civil y una capucha oscura. Llevaba una bolsa y unos guantes quirúrgicos.

El individuo se acercó a la cama de Hernán, revisó el suero y… se dirigió al armario donde se almacenaban muestras médicas. Allí, manipuló varios tubos y llenó jeringas con una precisión que solo alguien con formación sanitaria poseería.

Entonces hizo algo que dejó a Álvaro pálido: depositó discretamente esas jeringas en la bandeja médica asignada al turno nocturno.

En ese mismo instante, Álvaro tomó el teléfono con las manos temblorosas.
Policía, por favor… deben venir ya.

La llegada de la policía al Hospital General de Toledo causó un silencio inmediato, como si el aire mismo contuviera la respiración. Álvaro entregó la grabación al inspector Marcos Llorente, un hombre de voz grave y mirada penetrante. Tras verla, el inspector concluyó que no estaban ante un simple error de procedimiento: se trataba de una manipulación deliberada y sistemática.

Durante las primeras entrevistas, las enfermeras embarazadas se mostraron confusas y emocionalmente afectadas. Ninguna recordaba haber sido víctima de ningún tipo de agresión ni haber detectado signos de sedación. Lo único que las unía eran los turnos y la sensación de que algo “extraño” había ocurrido en la planta en semanas anteriores: pequeños mareos, cierta somnolencia y momentos de desorientación que habían atribuido al cansancio.

El laboratorio policial analizó las jeringas retiradas del armario y el suero. Los resultados fueron demoledores: restos de hormonas reproductivas combinadas con un compuesto sedante, capaz de causar un leve aturdimiento sin pérdida total de conciencia. Pero faltaba lo más importante: ¿cómo habían quedado embarazadas?

La respuesta llegó al día siguiente. Una técnica forense reveló que las jeringas habían contenido material genético masculino almacenado en condiciones que solo un profesional sabría manipular. Las pruebas genéticas fueron concluyentes: todo ese material provenía del mismo donante.

Cuando el inspector anunció a Álvaro el resultado, este sintió un escalofrío:
—¿Del mismo donante? ¿Quién?
—Lo sabremos cuando crucemos los datos —respondió Llorente.

Al cotejar la muestra, surgió un nombre que dejó a todos desconcertados: Hernán Cifuentes, el paciente en coma. Su ADN coincidía con el material encontrado. Pero aquello era imposible. Hernán llevaba años inconsciente, totalmente incapacitado para cualquier interacción.

La hipótesis que emergió fue sorprendente pero lógica: alguien había estado extrayendo de forma clandestina material biológico de Hernán y utilizándolo para inseminar a las enfermeras sin su consentimiento. Un crimen doble: contra las mujeres… y contra el paciente.

El siguiente paso era identificar al hombre de la grabación. Tras analizar su complexión, su forma de moverse y su manera de manipular el material, varios empleados reconocieron rasgos similares a los del exenfermero Rubén Morata, despedido un año atrás después de una investigación interna por comportamiento inapropiado con personal femenino. Nunca se pudo demostrar nada, pero era conocido por actuar con obsesión hacia ciertas compañeras.

La policía localizó su domicilio, pero Rubén había desaparecido. En su piso encontraron documentación médica, extractos de compras de anestésicos por internet, y un cuaderno lleno de anotaciones sobre embarazos y fertilidad. Era evidente que llevaba meses planeándolo. Lo más perturbador: fotos de las cinco enfermeras, todas tomadas dentro del hospital, y recortes de prensa antiguos sobre el accidente de Hernán.

Mientras la policía ampliaba la búsqueda, Álvaro no podía evitar sentirse responsable. Había sido él quien había supervisado a un hombre que llevaba años sin voz ni defensa, mientras alguien usaba su cuerpo para un crimen aberrante. Las enfermeras, entre ellas Elena, estaban devastadas. Algunas se replanteaban continuar con el embarazo; otras lloraban por la traición, el miedo y la pérdida de control sobre su propia vida.

La investigación se intensificaba, pero faltaba lo más importante: encontrar a Rubén antes de que volviera a actuar.

Tres días después, un guardia de seguridad del hospital alertó a la policía: había visto a un hombre parecido a Rubén merodeando por el aparcamiento subterráneo. Cuando las patrullas llegaron, encontraron una furgoneta blanca abandonada. En su interior había cajas térmicas vacías, guantes, sedantes y un calendario con fechas marcadas… y nombres de nuevas enfermeras.

El inspector Llorente comprendió que Rubén planeaba continuar. Ordenó un despliegue completo en el hospital, revisando accesos, escaleras y sótanos. La prioridad era capturarlo sin que nadie más resultara afectado.

Mientras tanto, Álvaro decidió revisar nuevamente el historial de Hernán. Quería entender el vínculo entre el paciente y Rubén. Lo que descubrió lo dejó helado: Rubén y Hernán habían sido compañeros de instituto en su juventud. En un informe psicológico adjunto al historial laboral del exenfermero, encontrado en los archivos de recursos humanos, aparecía una nota sugerente: Rubén mostraba signos de fijación obsesiva hacia personas que consideraba “superiores” o “más admiradas” que él durante su adolescencia.

Según antiguos registros, Hernán había sido destacado en deportes y popular en la escuela. Rubén, en cambio, solitario y retraído. El hallazgo indicaba que Rubén no había elegido a Hernán al azar: había una obsesión latente, una mezcla malsana de envidia, admiración y deseo de control.

A media noche, uno de los agentes que patrullaba la planta de cuidados prolongados escuchó un ruido proveniente del depósito de suministros. Cuando fue a verificar, encontró la puerta entreabierta. Adentro, Rubén estaba revisando cajas térmicas, como si buscara preparar nuevamente su rutina criminal.

El agente intentó detenerlo, pero Rubén escapó hacia la escalera de emergencia. Se inició una persecución por los pasillos, que alertó a todo el hospital. Finalmente, fue arrinconado cerca de la sala de máquinas. Con las manos temblorosas, gritaba incoherencias:
—Yo solo quería… que dejaran algo bueno en el mundo… algo mío… ¡algo de él!

Fue detenido sin que nadie resultara herido.

Durante los interrogatorios, Rubén confesó que llevaba meses extrayendo muestras de Hernán y manipulándolas para inseminar a las enfermeras. Justificaba sus acciones con una mezcla de delirios personales: creía que estaba “preservando” la vida de un hombre que consideraba perfecto, mientras compensaba su propia frustración.

La justicia actuó rápidamente. Rubén fue acusado de múltiples delitos graves: agresiones reproductivas, manipulación de material biológico, vulneración del consentimiento y riesgo sanitario. Fue declarado responsable penalmente y condenado a una larga pena de prisión.

Las enfermeras recibieron apoyo psicológico y legal. Sus embarazos fueron seguidos de cerca por especialistas, garantizando su salud y la de sus bebés. Algunas decidieron continuar adelante; otras optaron por alternativas médicas disponibles. Ninguna tuvo que enfrentar la situación sola.

En cuanto a Hernán, su familia fue informada de lo sucedido. Aunque seguía en coma, fue trasladado a un centro más seguro mientras se revisaban todos los protocolos hospitalarios.

Álvaro, profundamente marcado, promovió una serie de reformas estrictas en el hospital, reforzando controles de acceso, supervisión nocturna y protocolos de manejo de muestras biológicas. Su sentido de culpa nunca desapareció del todo, pero su determinación evitó que algo así volviera a ocurrir.

La historia marcó a Toledo durante años. No hubo elementos sobrenaturales, ni sucesos inexplicables: solo la oscura capacidad humana para manipular, obsesionarse y cruzar límites. Y también, la fuerza de quienes, a pesar del dolor, siguieron adelante.